Biblioteca Garcés. 2023-24

Hola, compañeros/as del taller de escritura creativa de Chus Molina de la Biblioteca Garcés.

En este nuevo curso 2023-24 se abre esta entrada en el blog para poder colgar los relatos que escribimos  en nuestro taller de escritura de la Biblioteca Garcés.

¡Ánimo escritores! Compartamos aquí nuestros relatos para poder disfrutarlos leyéndolos después de oírlos en el taller.



136 comentarios:

  1. EL FARO

    Me acercaba al Faro de Lariño y su presencia impresionaba, allá, sobre el acantilado. Me habían regalado por mi cumpleaños una estancia en aquel promontorio cuyo faro habían convertido en hotel y me caducaba, así que aprovechando el buen tiempo me fui para allá.
    Llegaba cansado después de casi dos horas de coche porque me empeñé en dar vueltas para ver el paisaje, hacía ya bastante tiempo que no iba por aquella zona.
    Al llegar a la habitación me senté frente a la cristalera y me encontré con un inmenso mar donde las olas se mecían al ritmo de una fuga de Bach aunque más pausado. Contaba despacio, uno-dos-tres y el mar me devolvía la cantinela en sentido contrario, tres-dos-uno, me levanté y acerqué a la ventana para tener una perspectiva más completa y desde allí veía como rompían en mil pedazos contra las rocas lanzando al aire miles de burbujas de espuma blanca. Ahora se me parecía el paisaje más a los arpegios de una sonata de Haydn. Ayer había estado en un concierto de piano y mi mente aún navegaba por las notas que se habían dispersado por el aire del teatro. Me quedé parado y pensé que el espectáculo de la naturaleza que estaba presenciando sería propio para componer unos versos laudatorios y empecé a pensar:
    Que din os rumorosos das costas verdescentes. No, esto ya está escrito, de todas formas el Bardo de Ponteceso seguro que veía lo mismo que yo en ese momento: El inmenso océano y el verde casi hasta la orilla. ¡No!
    Margarita está linda la mar, y el viento… También está cogido.
    Cambiaré de tema. Seguro que una canción sí que me sale con la vista que contemplo.
    Mirando al mar soñé… Uy, esta también ya la cantó un tal Jorge Sepúlveda, creo.
    Qué no, que no valgo para nada de esto. Me acercaré al acantilado y me dejaré caer en un vistoso suicidio propio del romanticismo más clásico. Seguro que algún amigo escribe un obituario con tintes poéticos.
    Salí del edificio y con parsimonia me acerqué a lo alto de los peñascos. Sólo me faltaba dar el último paso para despeñarme en el abismo…
    Y luego, incontinente,
    Calé el chapeo, me di media vuelta,
    Miré al soslayo, fuese y no hubo nada.

    Luis M. Gurriarán
    04/10/23

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  2. EN UN PLANETA AZUL
    Un buen día, Aurora amaneció desmesuradamente eufórica. Se la veía especialmente luminosa y con ganas abrirse a la mañana con toda esa energía vibrante que, en su interior, pugnaba por desbocarse. Ahuecó, con ligeros golpecitos de sus manos, la almohada de esponjosos copos de algodón blanco, y luego la acomodo, junto al cabecero de cristal de luz de su cama, sobre las sabanas de nubes, dibujadas con colores pastel, que había estirado delicadamente y ajustado al colchón de agua que reposaba sobre un canapé de tablas del mismo cristal de luz del cabecero. Se dio una ducha de sol. Se acicaló, y fue a desayunar donde estaba su madre. Mientras mojaba galletas de roció en su taza de leche de ozono, dijo muy convencida:
    — ¿Sabes qué, Mamá? Voy a bordarle, con hilo azul, la fecha a cada sueño que sueñe.
    —¿La fecha…?
    —Si. Claro que, los que sean horrorosos no. Sólo los que quiera recordar, como el de hoy, que soñé que cumplía dieciocho años, y entonces alcanzaba el poder para no dormirme nunca, y siempre lucia el sol, y ya nunca jamás llegaba la noche.
    — ¡Ya…! Sería maravilloso… Y dime, ¿por qué un hilo de color azul?
    — Pues porque es mi color preferido, ya lo sabes. Todo lo más maravilloso es de color azul. El planeta en el que vivimos es azul. El cielo infinito es azul. La mar interminable es azul. Los témpanos gigantes de hielo son azules. La luz de las estrellas es azul. Y la sonrisa… La sonrisa es azul, estoy segura. ¿Tú no crees que la sonrisa es azul…?
    — Si tú lo dices…
    — Pues claro. Yo siempre escuche que el amor es la sonrisa del alma. Y…, ¿qué hay, más maravilloso que el amor…? Si además es la sonrisa del alma, la sonrisa tiene que ser azul.
    — Anda, pamplinera; déjate de ensoñaciones y abre unas cuantas sombrillas grises que hoy el sol parece que viene amenazador.
    — Tú siempre tan prosaica, Mamá. Si la vida no discurre por un camino hacia lo que nos ilusiona, carece de aliciente.
    — Si, ya. Y cuando uno pierde la noción de la realidad que le rodea, generalmente, se desnorta. ¡Abre los ojos…! Coge tu hilo y átate a tu planeta; a tu Planeta Tierra. Qué sea azul tu hilo, si quieres, y todo lo azul que quieras, tu planeta, pero átate a tu realidad. No vaya a ser que, por volar sin control, un día, la noche te devore y nunca más vuelva el roció a verte, ni tú el azul del hielo, ni el del mar interminable, ni el del cielo infinito. Y no tengas sueños a los que bordarles fechas. Y el hilo, por más que tú no quieras, no será de otro color que negro. Un día que, por más que tú no quieras, no será azul tu planeta, sino del color más oscuro y aterrador que jamás pudieses haber imaginado.
    — No te hagas mayor, Mamá. ¡Por favor! ¡No te hagas mayor…! Siempre habrá un hilo azul con el que bordarles fechas a los sueños, mientras nuestro planeta azul nos regale una mañana.

    Alfonso Modroño Márquez.
    T.E.C.G.G. - A Coruña, 13 de octubre de 2023.

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  3. TIEMPO DE CASTAÑAS

    Cómo envejece todo. ¡Qué tristeza…!
    Cómo merman las tardes, y los grises acechan,
    y es otoño sin más,
    y ya la primavera es, solamente,
    un recuerdo lejano, muy lejano…
    El verano ha pasado como pasan los sueños:
    hermosos pero etéreos,
    que en apenas tocarlos se deshacen,
    y parten sin llevarte al despertar.

    Hoy me ha abordó en la calle, y por sorpresa,
    el humeante aroma —que me atrapa—
    de castañas asadas, recién hechas.
    ¡No puede ser!, me dije, no es tiempo todavía
    de ver el viejo carro,
    tiznado y oloroso, que yo asocio
    a gris de otoño, al frío,
    cuando aún sueñan veranos los poros de mi piel
    y el cielo se revela a oscurecerse.

    La calle del paseo, se ve llena
    de ganas de vivir, brazos al aire,
    camisetas ligeras y sonrisas sin precio.
    Yo miro mi reloj:
    Ya son las siete y media de la tarde;
    el sol aún hace guiños,
    y es un cuatro de octubre
    con veinticuatro grados centígrados reales
    La cola en el carrito de castañas
    se ve tupida y larga y a su sombra
    salivan los sentidos
    sumisos al deseo que espera un cucurucho
    repleto de castañas asadas recién hechas,
    sabrosa poesía caliente entre las manos,
    ambrosía del alma
    que acepta el paladar de la existencia
    cuando llega el otoño
    y el tiempo de difuntos está cerca.


    Quijote.
    A Coruña, 5 de octubre de 2023.




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  4. PESADELO DE NENO
    Tiven un pesadelo. Era un día calquera, o sol coábase sen demasiada forza pola xanela, era unha mañá de primavera. Omar, o noso profesor, non nos saudou ao entrar na aula nin, a pesar do noso alboroto, esixiunos silencio. Non, esta vez entrou dando unha portada que fixo que calásemos e díxonos que tiñamos que irnos ás nosas casas o máis rápido posible, que corrésemos sen parar ata que estivésemos coas nosas familias. Omar non gritaba pero estaba alterado, nunca o vía así. Díxonos que aínda que o ceo escurecésese ou o ruído fose enxordecedor, non nos asustásemos pero que non deixásemos de correr.
    Corriamos escaleiras abaixo, empuxabámonos, algúns profesores gritaban que tivésemos calma, outros corrían connosco. O meu compañeiro Sami caeu polas escaleiras e comezou a sangrar. Nunca vira o sangue, aínda sinto a súa cor vermella brillante como o lume. Continuou correndo, como fixemos todos, cada un cara á súa casa.
    Como nos advertía o profesor a escuridade invadiu todo, o aire mesturábase co fume, custábame respirar e o ruído de avións e explosións confundíase. Descubrín ao meu pai que corría cara a min . Sentín protexido. Colleume nos seus brazos ata que alcanzamos a nosa casa.
    As explosións duraron tres días e tres noites. Nese tempo non me atrevín a mirar ao exterior. Pasábame horas sentado nun recuncho, o recuncho desde o que non se vía a xanela. O meu pai saía de casa cada mañá e regresaba enseguida cargado con dúas garrafas de auga e un saquiño con legumes e verduras.
    Hoxe, ao regresar, díxome que xa podía volver á escola e que el me acompañaría. A destrución estaba por todos lados, o po seguía no aire e a escola non existía. Instalaran unhas carpas azuis e outras brancas e, en lugar de mesas e bancos, mantas esparexidas polo chan.
    Tiñamos un novo profesor. Díxonos o seu nome pero non o lembro. Pediunos que antes de empezar a clase fixésemos todos unha oración por Omar. Para que nos fósemos afacendo á nova escola, deixounos escoller un xogo. Decidimos xogar ao agocho. Cada un de nós, como fixeramos os últimos días, refuxiouse en se mesmo. Ninguén quixo ser o encargado de buscar aos demais.
    Cando regresei a casa, o meu pai explicoume o que sucedía e dixo que teño que afacerme ás explosións. Ensinoume que aínda que este pesadelo repetirase con frecuencia, os nenos de Gaza crecemos moi rápido e non deixamos que acaben cos nosos soños.

    Verán 2023

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  5. LA RESITENCIA DEL HILO Miguel F-R

    Y la luz se apagó, el planeta pendía de un hilo. Las imágenes en la pantalla mostraban edificios en llamas en medio de la oscuridad. ¿Quedaba un hilo de esperanza?
    Las voces poderosas del planeta gritaban al unísono. No permitían que se escuchasen voces disonantes. El hilo que transmite la verdad es débil. ¿Podía el planeta depender de la resistencia de ese hilo?
    Con la luz del día, en la pantalla se mostraban niños hambrientos, colas de personas en busca de alimento. El planeta entero se solidarizó con ellos y se recaudaron fondos para los damnificados. Se había creado, una vez más, un hilo solidario.
    Las voces disidentes demostraron que las imágenes no eran actuales, correspondían a uno de tantos apagones ya olvidados. No importaba, el hilo de la verdad impuesta parecía sostener el planeta. ¿Hasta cuándo?

    12 / 10 / 2023

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  6. HOMBRES - COMETA
    1ª Parte
    La humanidad suspiró aliviada tras el paso del cometa. No se produjo el impacto que auguraban los mas catastrofistas. El apocalipsis tendría que esperar. Pero las leyes de la gravedad habían quedado drásticamente alteradas. Fueron millones los infelices que sorprendidos por el extraño fenómeno comenzaron a elevarse, mezclados en confusa barahúnda con toda clase de animales marinos y terrestres, hasta perderse de vista en las capas más altas de la estratosfera. Nadie sabe que habrá sido de ellos, suponemos que sus cuerpos andarán orbitando por ahí mezclados con la chatarra espacial. Los más previsores o sensatos, atendiendo a los consejos de las autoridades, nos habíamos sujetado con resistentes hilos de acero y ahora sobrevolábamos como cometas la superficie del planeta. Aun así, ni siquiera tan insólita medida preventiva se había mostrado del todo eficaz, sobre todo en los primeros momentos de la catástrofe. Baste decir a modo de ejemplo que el hilo que sostenía suspendida a mi pobre suegra se quebró al ser embestida por una enorme ballena jorobada que arrancada del mar de Finisterre, en su absurda “caída” vertical inversa se la llevo cielo arriba desapareciendo de nuestra vista en cuestión de segundos. O el pobre Manolito Rebolledo, el niño del tercero derecha, que fue arrastrado con su Doraemon de peluche, del que no había querido desprenderse, por un oso panda arrebatado por aquella marea antigravitatoria de su confortable hábitat del zoológico local. Hilarante y paradójico resultó el caso del vecino del entresuelo, el anciano brigada jubilado Vivanco-Miquelarena, veterano de la División Azul y ferviente admirador del general Guderian, al que un Tiger de la Wehrmatch, reliquia de la campaña de Stalingrado, tras soltarse de sus anclajes del Museo Militar, en su imparable ascensión, tras enredarse los dientes de sus orugas en los tirantes azul y gualda del patriótico vejete, se lo llevó cielo arriba, “impasible el ademán”, a “hacer guardia sobre los luceros”.
    Sigue…

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  7. 2ª Parte
    En fin, que los supervivientes de aquella inicial avalancha antigravitatoria, dimos gracias al cielo, ahora tan temido, contemplando desde lo alto la superficie del que había sido nuestro querido planeta, ahora tan solo habitada por toda clase de aves, antaño volátiles, que ahora “peatonalizadas” por el paso del maldito cometa, recorrían, desconcertadas, avenidas, parques y playas intentando inútilmente levantar el vuelo. También habían quedado en la superficie algunos tercos científicos, que sujetos por poderosos arneses a sus bancos de trabajo y sus ordenadores, trabajaban afanosamente buscando una solución a aquel caos planetario. Nosotros, los habitantes de lo alto, añorantes de nuestras perdidas mascotas, amantes de los animales al fin, descendíamos de vez en cuando enrollando el hilo en un carrete que llevábamos al pecho para volver a subir a su hábitat antaño natural, acariciando su desconsolado plumaje, a alguna que otra gaviota, paloma o golondrina. Los más ingenuos las soltaban con la esperanza de que emprendieran el vuelo, antes de ver, desolados, como caían en picado estrellándose contra el suelo.
    Si bien la vida a vista de pájaro puede parecer en principio fascinante a un espíritu romántico, lo cierto es que añorábamos la tierra. Con el paso del tiempo, entre nosotros, los hombres-cometa comenzó a cundir insidiosamente la sombra del hastío. Y más aún cuando de vez en vez veíamos pasar a algunos científicos que impotentes ante su incapacidad para revertir la situación, liberándose de sus anclajes se dejaban arrastrar en imparable ascenso hacia el infinito. Finalmente, el hastío se troco en desesperación cuando vimos pasar al último de ellos, blasfemando y profiriendo toda clase de obscenidades contra Jehová, Galileo, Newton y Einstein, “aquella caterva de cretinos”, decía él.
    “Bueno, si Jesucristo, que era hombre, ascendió a los cielos, ¿porque no hemos de hacerlo nosotros?”
    Y cortamos los hilos. Ascendimos con la esperanza de que las aves que sobrevivían abajo, con el paso de los eones evolucionarían - al fin y al cabo, Darwin no había sido anatematizado – a bípedos implumes. Aunque probablemente estos acabarían jodiendo por segunda vez al planeta.

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  8. “EL REPOSO DEL GUERRERO”

    La campaña interestelar había sido dura. Sobre todo, la conquista del Sistema Planetario de Los Gremios.
    El Planeta de los Canteros había sido difícil. Hombres roqueños. Numerosas bajas.
    El de los Artesanos también, aunque seres melifluos, se habían batido con coraje, el botín había sido abundante, muchos regalos, orfebrería para nuestras mujeres.
    El de los Mercaderes, había sido relativamente fácil, aquellos burgueses, a los que solo motivaba la codicia, como guerreros dejaban mucho que desear. Escasas bajas.
    El de los Metalúrgicos, el más difícil. Al fin tras numerosas escaramuzas y bajas, se firmó un armisticio honroso para las dos partes.
    El de las Costureras, irreductible. Solo mediante la diplomacia, la persuasión y el amor conseguimos incorporar al Imperio a aquella especie de amazonas armadas de hilo y dedal.
    Ahora regresaba a casa cubierto de medallas, gloria militar y regalos para su esposa.
    Desplegó sobre la mesa toda la rica orfebrería del planeta de los Artesanos, ahuecando el pecho cubierto de condecoraciones. Pero ella no apartaba sus ojos coléricos de la hebra de hilo rosado y perfumado adherida a la solapa del flamante uniforme.
    “Oh cielos, el Planeta de las Costureras…” – pensó con la frente perlada de transpiración bajo el flequillo y las afiladas orejas temblando de pavor.
    Mr. Spock supo que se avecinaba una tormenta conyugal mucho más violenta que las lluvias de neutrones de la puerta de Tannhauser.

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  9. LITURGIAS DE BAR

    _¡Otra cerveza, Vero!
    De nuevo metió la mano al bolsillo y sacó otra moneda. La barra estaba cerca de la maquina de discos y Juan siempre ocupaba el taburete más próximo. Con los dedos ennegrecido por las grasas del taller e inflamados por el trabajo físico coló la moneda por la ranura, pulsó B5 y reprodujo mentalmente notas, compases y letra...sabes que nunca has ido a Venus en un barco... El público habitual del local sabía que tocaba escuchar a la Torroja cuatro o cinco veces aconsejando: déjalo ya.
    Juan habitaba solo un planeta insuficiente en superficie y atmósfera. No se le conocen volcanes ni crecen rosas. Tractores y otras maquinarias agrícolas era lo único que Juan atendía con dedicación esperando el día en el que pudiese iniciar un viaje hacia universos nuevos. Alguno de sus compañeros de colegio regresaban al pueblo en verano desde Suiza o Alemania, lo animaban a irse, con su habilidad para la mecánica no le faltaría trabajo pero Juan no anhelaba manchar sus manos y tomar cervezas en otro lugar, con más prisas y la misma apariencia de felicidad con la que poder conformarse, él deseaba un viaje donde esas "cosas invisibles" que solo el corazón ve sean las que importen, sin duda, eso estaba en Venus o en algún planeta más lejano y en su pueblo ni había mar, ni posibilidad de barco alguno.
    De nuevo metió la mano al bolsillo para buscar otra moneda consciente de estar atrapado por su obsesión, resignado a su derrota antes de presentar batalla.
    _¡Señor, señor! ¿me compra una rifa para la excursión de fin de curso? ¡nos vamos a Madrid que hy muchas cosas que ver!
    Juan miró a los tres chiquillos y sus ojos limpios le parecieron dignos, todavía veían boas dentro de elefantes. No quería prescindir de la última moneda cambiada y buscó un billete pequeño.
    _ A ver, dame cinco ¿Qué se rifa?
    _ Un tubo de hilo, color a elegir.
    _ ¿Hilo? ¿Un tubo de hilo simplemente?
    El chaval más atrevido compuso un argumento sólido.
    _La señora Cuca, la que cerró la mercería el año pasado, nos ha regalado un lote, los restos de un expositor. Rifaremos uno cada semana de aquí a junio, son rifas baratijas así haremos mucho dinero. Madrid vale la pena, algunos no volveremos a ver un parque de atracciones en la vida. Acaso ¿no sabe usted la importancia que tiene un hilo? El mejor traje del mundo, el vestido más maravilloso no puede hacerse sin él ¡y el más sencillo tampoco!
    _ Toma también la moneda_ dijo Juan al pequeño principito_ Quiero ese hilo. Tengo que hacer algo importante, quizá necesito hacer un traje y no sé cómo empezar.

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  10. Gravedad


    Hay un hilo que a su pesar une a los planetas.
    Estaban eternamente atraídos, diríase soldados.
    Ninguno podía moverse sin tropezar, entorpecer o incordiar al otro, comprimidos en una pequeña, gran sopa. Hasta que un día, sin previo aviso, todo explotó, reventó y en un éxtasis de alborozo empezaron a separarse, estirarse y respirar.
    Ellos querían más, distanciarse cada vez más, pero no, al final algo más fuerte que ellos lo impidió y , sin saber como, la galaxia los frenó.
    Ahora, cada uno en su elíptica, continua aprendiendo a convivir con los demás, pero eso sí, aguardan con infinita paciencia el momento en que el hilo por fin se rompa.

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  11. VIAJES FRUSTADOS

    Allí estaba, el globo terráqueo en medio del patio, nuestro planeta colgado de un hilo. Paquito y yo nos acercamos y empezamos a elucubrar sobre dónde nos gustaría ir con nuestros escasos conocimientos de Geografía y de Historia que emanaban de la Enciclopedia Álvarez con la que empezábamos nuestros estudios más allá de componer sílabas y palabras.
    - Mira, Egipto, dijo Paquito, allí sí que estaría bien hacer un viaje, en el libro se veían la Esfinge y las Pirámides, tiene que ser impresionante en medio del desierto.
    - Y más abajo los grandes lagos y los países por donde va pasando el Nilo, las selvas con tribus salvajes que nunca vieron al hombre blanco, con leones, elefantes, tigres y muchos más animales, eso tendría que ser muy emocionante, lo malo es que si te cogen te pueden meter en una olla grandísima y comerte cocido como si fueras un lacón, contesté yo.
    Girábamos un poco la esfera como si estuviésemos abarcando con las manos aquel planeta colgado de un hilo, en nuestra mente infantil y con los conocimientos básicos de la enciclopedia.
    - Eso sí, mejor sería escoger la India, volvió a proponer Paquito, allí también hay tigres y elefantes, aunque es distinto porque van por la selva los marajás montados en ellos, y las vacas son animales sagrados, casi como aquí, que de alguna manera también son sagradas: dan leche, terneros, calor, aran las tierras, tiran del carro y dan abono para las huertas. Sagradas, ¿no?
    - Sí, pero también estaría bien, aunque sea mirando por este otro lado, tenemos América que es la mar de grande, claro que para llegar allí tendríamos que coger el avión o un barco. Un tío mío fue a Argentina en barco, estuvo muchos años y volvió rico, con un cochazo que no te puedes ni imaginar. Me perece que podemos empezar por Argentina y cuando seamos ricos entonces vamos visitando los otros países según nos apetezca.
    Mientras estaban en estas consideraciones apareció Manolito con un palo y gritando:
    -¡Apartaos de ahí!
    Y de un porrazo hizo añicos el planeta esparciendo por el suelo nuestras ilusiones en forma de caramelos.

    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 11/10/23

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  12. EU VIVO COLGADA DUN FÍO
    Eu vivo colgada dun fío
    que me permite un vaivén
    de viaxes polas galaxias
    do universo dos quereres.
    Eu vivo colgada dun fío
    que me permite un vaivén
    de voltas polos espazos
    do universo dos sentires.
    Así, oscilando os corazóns,
    dou saltos do meu planeta
    ao teu planeta de abrazos.
    Mais...naceu unha guerra
    e as músicas xa non foron paz.
    Estouparon bóvedas e axóuxeres.
    Desfixéronse cantos e aloumiños.
    Choran zanfonas e laúdes
    bágoas de porqués
    con razóns de cristal.
    Agora van e veñen, sen amarras,
    mísiles de almas enganadas
    que foxen de ti e de min.
    Eu teño culpa,
    ti tés culpa,
    Que máis da?
    Sen orixe, a persoa.
    Eu quedo nun vaivén sen fin.
    Non hai planetas, non hai fíos.
    Núa, silencio finito.
    Sen alma, sen vida.
    Soa.

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  13. ¡PLUMEROS A MI…!
    Adrián, es director del área: “nuevas ideas” en la agencia de publicidad M.P.E. que acaba de hacerse con la cartera de comunicación publicitaria, para España y Portugal, de la empresa más importante en el sector de bebidas isotónicas. Esta mañana el jefe de Adrián lo llamó a su despacho. Él, conocedor de tan importante noticia para la compañía, y seguro de contar con toda la confianza de su superior —después de más de veintitantos años trabajando a su lado con eficiencia reconocida—, fue al encuentro convencido de que lo llamaba para confiarle la dirección de la tal suculenta cartera, recientemente adquirida. Ya se había parado a meditar sobre algunas ideas apropiadas al producto a publicitar. Lo mejor sería asociar la bebida a la rapidez de la fórmula 1. Patrocinar alguna escudería sería fantástico. “A esa compañía de bebidas isotónicas le encantará” —pensó.
    Además, seguro que los dispendios económicos no serían ningún inconveniente dados los pingües beneficios de la empresa en cuestión. Mientras caminaba hacia el despacho de su jefe, a Adrián, se le iluminaban los ojos, con sólo imaginarse viajando constantemente. Tendrían que hacer tomas en directo en Monte Carlo, Qatar, Australia, Japón, Estados Unidos, México… y un lago y excitante etcétera. Conocería países nuevos, gente famosa…y hasta pensaba en que, aunque solo fuese por unos segundos, podría llegar a pilotar uno de esos impresionantes bólidos; algo que colmaría sus expectativas más insospechadas.
    La forma de cerrar la puerta del despacho de su jefe, al salir, y la cara desencajada de Adrián, eran la prueba evidente de que algo no había salido bien.
    — ¿Qué ha pasado? —preguntó su ayudante y buen amigo Luis.
    — ¿Qué ha pasado…? Que me acabo de despedir.
    — ¿Estás de broma…?
    — De broma, nada. Mi dignidad está por encima de indeseables como ese hijo de mala madre que queda ahí adentro. Ni un minuto más al servicio de desagradecidos.
    — Después de tantos años, no puedes dejarlo así, de esta manera.
    — Pue eso. Después de tantos años, tú crees que se me puede decir que le va a encargar la campaña publicitaría más importante que ha tenido esta agencia en años, al pipiolo ese que acaba de entrar. Un mindundi que no sabe hacer la o con un canuto, por mucho master que tenga; que no sabe distinguir un pasquín de un folleto. Y no contento con eso, me suelta —como haciéndonos un favor— que ha dejado para nuestro departamento la tutela de un nuevo cliente, muy interesante. “Es preciso que agudicéis el ingenio” —me dice todo serio, y continua— “Se trata de Plumeros Angulo. ¡Confió en vosotros!”.
    — ¿Y tú qué le contestaste?
    — Te lo puedes imaginar: Que lo follara un pato. Aunque para limpiar esos polvos, estaba convencido que no valdrían los plumeros de Angulo. Pero que probara, sin embargo, con el que tenía en la mano a ver si era verdad que los Plumeros Angulo eran buenos para metérselos por el culo. “Le regalo el eslogan” —le dije. Después le presenté mi dimisión y me despedí con un portazo.
    Alfonso Modroño Márquez (T.E.C.G.G. A Coruña, 20 de octubre de 2023.)

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  14. MADERA Y PLUMA DE AVESTRUZ
    No es una mañana cualquiera, hoy, viernes veinte de octubre, que la Iglesia católica dedica a la religiosa portuguesa Santa Irene de Tancor, don Honorio Arenas morirá.
    Agustín Arenas carraspea y bebe un trago de agua fresca que, como cada día, Esmeralda ha dejado en la bandeja con su desayuno. Diez años sin fumar no han evitado esa desagradable sensación matinal que le exige aclarar su garganta. Desdobla su servilleta y, tras secar sus labios, la coloca sobre el regazo.
    Esmeralda le ha preparado una tostada de pan integral untada con humus y, sobre este, por primera vez, ha añadido tomate deshidratado y espárrago verde. Junto a la jarra de agua filtrada, una taza de café, muy caliente y sin endulzar que beberá mediante tres o cuatro sorbos una vez esté casi frío. Antes de degustar su desayuno, Agustín con el dedo índice lee las iniciales I – G bordadas en la servilleta.
    Tras el fallecimiento de doña Irene, Agustín, su único hijo, había ordenado bordar sus iniciales en las servilletas y almohadones que él utilizaba. Hoy, viernes veinte de octubre, hace veintisiete meses que, a las doce treinta de la mañana, su madre se quitó la vida.
    - Esmeralda, el desayuno está delicioso, muchas gracias. Tan pronto pueda, por favor, abandone sus tareas y tómese el día libre. Si no le importa, antes de retirarse, acérqueme el plumero de doña Irene y el paquete que he recibido ayer.
    Agustín Arenas cubre la soledad de su hogar con la sonata opus 111 de Beethoven, retira la vela negra del paquete que le había entregado su sirvienta y la pone al lado del plumero de madera con pluma de avestruz. El mismo que su madre sostenía sobre su pecho cuando, harta del desprecio conyugal, no quiso esperar más tiempo por su muerte.
    Al igual que, antes de morir, doña Irene limpió con su plumero la vergüenza que su cuerpo arrastraba por una indeseada obediencia debida que sólo mantuvo para proteger a su hijo, este quiso que el plumero acompañe también esta despedida.
    Agustín Arenas no quiere esperar más tiempo por la muerte de su padre, enciende la vela negra, aviva la llama mientras sostiene con firmeza el plumero de madera y marca un número de teléfono
    - Son las doce treinta acabe con don Honorio Arenas como hemos acordado.
    Agita las plumas de avestruz del plumero de doña Irene hasta apagar la vela negra y acaricia las iniciales, I – G, de su servilleta.

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  15. En el desván

    Era un precioso plumero gris perla, tanto que hasta daba pena usarlo, mancillar las elegantes plumas con el polvo acumulado en muebles y adornos, algunos más feos que él.

    Acabaron comprando un vulgar plumero de poliéster, gris también, pero ceniza.

    Su precioso antecesor terminó en el desván acumulando la misma cantidad de polvo que los objetos en él guardados y adquiriendo el mismo color gris ceniza que su útil compañero.

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  16. UN PLUMERO IMPLACABLE
    1ª Parte
    Ella y su maldito plumero. Siempre fui un amante de la vida de hogar. Hobbies sencillos. Libros. Filatelia. Música. Construcción de maquetas. Dioramas de batallas. Cosas así me mantenían relativamente aislado de este aborrecible mundo. A pesar de tantos absorbentes e introspectivos divertimentos, el inevitable vigor juvenil de mis años mozos había conseguido abrir un pequeño resquicio, entre mi mundo de cosas inanimadas, al latido del amor. Claro que, por aquel entonces, ella aun no sabía nada de plumeros.
    La felicidad conyugal, si es que alguna vez la hubo, duró poco. A la primavera sucedió el verano, al verano el otoño, y al otoño los oscuros y tormentosos cielos del invierno preñados de esas inminentes tormentas que nunca acaban de estallar del todo. Cualquier casado de larga duración comprenderá esta pequeña licencia retórica mía. Las plumas de la rutina, la incomunicación, el tedio, el mal hacer sexual y las diferencias culturales, pronto fueron conformando el atado que sujeto al solido mango del rencor acabaron constituyendo el detestable instrumento de su insidiosa venganza. Acabe acostumbrándome, resignado, a verla siempre con aquel ya inseparable apéndice suyo, eliminando el polvo en los rincones más insólitos de nuestro mal llamado hogar. Pero mi animadversión, no sé si mayor por el plumífero artefacto o por ella misma, alcanzó el paroxismo cuando, entre veladas alusiones a mi falta de limpieza, irrumpía, con audaces ataques sorpresa, en el sanctasanctórum de mis aficiones, en las que yo buscaba pasajero refugio contra aquel infierno de insoportable pulcritud doméstica.
    Armada de aquel instrumento, que ya se había convertido en un miembro más de su odiosa anatomía, tan pronto me la encontraba refregando los lomos y la cabeza de las páginas de los libros de mi biblioteca con un furor tal que se diría que trataba de borrar sus palabras, como pretendía mantener libre del menor átomo de polvo mis álbumes filatélicos, tierna reliquia de mi infancia, hasta el punto de desbaratar el orden cronológico en que, tras ímprobos esfuerzos, había conseguido yo clasificar mi colección de sellos de Madagascar. Pero la gota que acabó colmando el vaso de mi odio fue cuando, tras una breve ausencia mía, comprobé que tras pasar ella su mortífero plumero por mi diorama de la batalla de Marengo, los minúsculos árboles del paisaje piamontés aparecían arrasados como tras el paso de un ciclón y el ala derecha del ejercito austriaco (aquellos soldaditos cuyos vistosos uniformes habían sido pintados por mí con la paciencia y el pulso firme de un miniaturista japonés) había quedado drásticamente diezmada no por una andanada de artillería ni por una carga de los húsares napoleónicos, sino por el ímpetu devastador de mi mujer y su abominable artefacto. Aquella noche no dormí, rumiando mi venganza.
    Sigue…

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  17. 2ª Parte
    Pero Dios aprieta, pero no ahoga. Al día siguiente, encaramada al alfeizar, armada de su inseparable instrumento, atacaba furiosamente una inofensiva telaraña instalada en el ángulo superior de la ventana, cuando embebida en el fragor del combate se precipito al vacío. ¡Oh Happy Day! Vivíamos en un séptimo piso. Me vinieron muy bien los comentarios de los vecinos, ante el juez de guardia, afirmando que aquello se veía venir por las numerosas veces que la habían visto, fruto de su obsesión por la limpieza, en tan peligrosa actitud. En tan dramático momento, yo con gesto afligido y regando mis mejillas con abundantes lágrimas de cocodrilo incluso llegue a olvidar que la había ayudado con un leve, pero muy leve empujoncito, a emprender el vuelo.
    En el tanatorio, tras los pésames, misa de réquiem y todas esas zarandajas, los funerarios me ofrecieron levantar la caja del ataúd, antes de pasarlo al incinerador, para, como se dice “una postrera despedida”. Malditas las ganas que tenía. Pero componiendo la figura, accedí (más lágrimas de cocodrilo). Entonces, un escalofrió me recorrió la espina dorsal y casi me desmayé: la mano derecha de aquella arpía aferraba tercamente, como si aún estuviera viva, el condenado plumero. Los empleados, pálidos como la difunta, se deshacían en disculpas, alegando que había sido imposible arrebatárselo sin serrar o fracturarle los dedos.


    Ahora, pasado el tiempo, vuelvo a ser feliz con mis cosillas. He vuelto a ordenar los sellos de Madagascar y a restituir a la infantería austriaca las bajas de la batalla de Marengo. Me paseo por el solitario apartamento dejando un surco con mi dedo índice en los muebles cubiertos de polvo, echando luego a volar, jubiloso, la bola de pelusilla acumulada en su yema. A veces me asalta un vago sentimiento de piedad por Satanás y sus acólitos. Seguro que sus cuernos, sus pezuñas y las calderas del infierno jamás habían estado tan impolutamente limpias de hollín como desde la llegada de Úrsula y su implacable plumero.

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  18. Castillo

    ¿Ese champan?
    Cava, Papá, cava. ¡No consigues modernizarte ni un poquito!
    Es que ..¡Donde este un buen champan francés!
    Vaya. ¡Salió el chauvinista!
    Escúchame Papá. Tenemos muchas cosas que celebrar hoy.
    ¿Qué cosas?
    ¡Hemos llegado a veinticinco mil seguidores en Instagram !
    Además hemos firmado con Coren por cinco años mas y con mejores condiciones.
    Eso me gusta mucho mas que los seguidores de Instagram. Ya no comeremos gallina y huevos a todas horas.
    Veras; desde que nos decidimos por las gallina de Guinea y las Shangai, las mas grandes de todas las razas gallináceas hemos triplicado nuestros beneficios en solo cinco años.
    Nuestra estrella, el plumero Castillo, ahora Castle para internacionalizarnos, nos ha dado mucha alegrías.
    Durante mucho tiempo no te perdoné que no me dejaras estudiar la carrera de Farmacia. Con el pretexto de que no tenias dinero para comprarme una botica me redirigiste a Biología, especialmente a Zoología.
    ¡Quien me iba a decir a mi qué mis estudios nos iban a salvar la vida y la hacienda!
    Las plumas de nuestras gallinas y la leña de nuestros montes dan lugar al plumero mas valorado del mundo.
    Castle, antes Castillo, nos ha permitido poner calefacción, cambiar algunos muebles apolillados y miles de comodidades mas, que han hecho habitable este caserón que se caía a pedazos.
    ¡Un momento! Señorita sabelotodo.
    Este castillo, nada de caserón, es la casa de los Duques de Castro Caldelas desde hace más de quinientos años.
    Perdón, Papá
    La noticia mas importante aún no te la he dicho.
    Papá seguimos creciendo y vamos a empezar a vender nuestro plumero en Rusia
    ¿Rusia?
    ¿Has dicho Rusia?
    Si
    ¡Dios mío! Un Grande de España negociando con Rusia...

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  19. Hilo y Planeta

    Charla de hermanas

    ¿Cuándo te quitan los puntos?
    Mañana. Te acuerdas de cuando el abuelo nos hablaba del Catgut y de su compañero Paco?
    No, no me acuerdo de nada de eso. Cuéntame.
    Nuestro abuelo, cuando era joven, tenia un compañero también cirujano. Trabajaban juntos en el Hospital de San Carlos en Madrid; donde muchos años después instalaron el Museo Reina Sofía.
    Paco, republicano militante, se tuvo que exiliar a Toulouse,
    como tantos otros.
    Allí no le permitieron ejercer en ningún hospital y se tuvo que reinventar.
    Paco empezó a fabricar Catgut hilo quirúrgico, su nombre ingles, catgut, es decir tripa de gato es el que lo define en todo el mundo todavía hoy.
    Paco empezó con una pequeña caseta en el jardín de su casa en Toulouse, buscaba gatos callejeros para utilizar sus tripas y las secaba al sol dándoles flexibilidad con mantequilla casera.
    Esa es la manera clásica de fabricar hilo quirúrgico, son productos animales que no generan alergias ni rechazos. El catgut se conserva en mantequilla
    Suena a cochinada...
    Esa cochinada, que se invento hace muchos años, ha salvado millones de vidas en el mundo, pero nos hemos vuelto idiotas.
    Ahora todo se hace con plástico.
    Lo que si recuerdo es acompañar al abuelo a recoger un paquete en correos todas las semanas.
    ¡Era el catgut que mandaba Paco!
    Nunca supimos como conseguía Paco hacer llegar los paquetes a Irún y desde allí se enviaban a muchos cirujanos españoles. Paco llego a producir catgut para media Europa.
    Todavía existe en Toulouse una fabrica de productos quirúrgicos, por supuesto la llevan los hijos de Paco.
    ¡Cuidado! ¡Qué se te caen las gafas!
    ¡Déjalas!. No se van a romper, son de plástico.
    Vivimos en un planeta plástico, todo es artificial , no hay nadie que pase horas limando un cristal para hacer unas gafas. El planeta se esta convirtiendo en un inmenso vertedero de plásticos, todos ellos derivados del petróleo.
    lo que nos lleva a ser totalmente dependientes de lo que nos da la tierra.
    Es una enorme paradoja. Convertimos nuestro planeta en un basurero de deshechos que proceden de sustancias que antes le hemos arrancado y no no damos cuenta que algún día se acabaran. No son infinitas.
    ¿Qué haremos el día que no haya mas petróleo?
    Volveremos al catgut original y a los cristales de arena.
    Regresar al pasado será lo único que nos salvara de la extinción.
    ¿Nos vamos?
    Voy a pagar con mi tarjeta de plástico...

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  20. DIATRIBA DEL PLUMERO A LA ESCOBA
    (Cuartetas octosílabas con recochineo y licencia de género)
    Corre, corre por la calle
    Qué no vas a llegar primera
    Aunque a ti siempre te empuje
    Fortachona barrendera.

    No eres más que una escoba
    Que te arrastras por el suelo,
    No un ser aristocrático
    Como yo: ¡Un buen plumero!

    Qué limpio cuadros famosos
    De Sorolla o de Botero
    Subiendo por las paredes
    Y no por el sucio suelo.

    Siempre vas muy arrastrada
    Sin pasarte del rasero
    Qué eres de bajos fondos,
    No puedes con tu trasero.

    Cuando subes escaleras
    Nunca pasas del primero
    Siempre barres para abajo,
    ¡Es tu sino, compañero!

    En cambio mi posición
    Es como un falo certero,
    Se cuela por las ranuras
    En un forcejeo cierto.

    Siempre lidiando con polvo
    Cual Miura en pleno ruedo
    Porque es mi misión eterna
    Limpiar, hasta el cenicero.

    Y si se me rompe el mango
    No me queda más que pelo,
    Según qué caso unas plumas
    Y me quedo sin empleo,

    O a veces acaban enhiestas
    En la cinta de un sombrero.

    Luis M. Gurriarán
    Fonte Cuntín, 14/10/23

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  21. Plumeiro
    Cando vivía en réxime do chamado reparto de papeis, nin cando foi iso de axudar na casa, este choio non o facía el. Xa xubilado, tócoulle. Si que limpaba o pó dos andeis e das superficies das mesiñas e da cómoda, do aparador… cun trapo húmido. Avisoulle Irene de que así fórmase unha capa máis difícil de quitar, e sinaloulle o plumeiro. Mango torneado cunha argola e plumas brancas e azuis como as camisolas do Deportivo. Un bastón de mando con tutú.
    Primeiro é pasar o plumeiro, pensou. Lanzaba o pó para o chan con esa sutil ferramenta —máis propia de bailarinas ca de obreiros do metal— pulía os frascos, as candeas de cores e figuras caprichosas, as matriuskas e os retratos (de Irene soa os que máis, Irene coa súa familia e algún de ambos). E chegou Irene, dixo que primeiro barrer o chan e despois o plumeiro, e el obedeceu.
    Barría coa xanela aberta e non tiña notado nada; mais un día de moita calor fíxoo abrindo apenas a unha folla, e daquela, na regandixa de luz, víu que as moléculas daban en xuntárense formando letras aquí e acolá. Letras, si. Caían as pinchiñas dos andeis e dos obxectos alí pousados e armaban signos que axiña interpretou: eran iotas, emes e xes, as iniciais dos homes anteriores de Irene, aínda que tamén había unhas gues que non puido asignar. Ficaban no sitio onde antes estaban os retratos deles. Agora armaban roda festeira e mesmo borboriñaban unha canción pavera como de nenas saltando na corda: O plumeiro, o plumeiro, o plumeiro para o derradeiro, oé, oé, oé!
    Inquedo, tornou a pasar a basoira, observando entón as mínimas faragullas desapareceren unhas, outras pegárense ao parqué e as máis tornaren a rubir aos mobles, de onde volvía a tiralas el co plumeiro branquiazul. E a cousa volvía a comezar. Mesmo pensou en comprar outro plumeiro, póñase por caso branco e vermello como o do Atlético de Bilbao. Resolveu usar a fregona, e así as letras ou as partículas que as compoñían morrían no balde. Eureca! Acabouse. Agora restaba preguntarlle a Irene a quen lle correspondía o G. Sacudíu as máns, e con elas a roupa, camisa e pantalón, e alí estaban outra vez, a caer ao chan, a correr pola madeira, a rubir aos mobles.
    Decidíu repetir a faena espido, sabendo que en coiros a súa pel curtida e esbaradiza sería obstáculo para esa bichería letrada e lumiosa. Xa rematado o percorrido do mobiliario e enseres, deu en pasar o penacho sobre a noble mata que tiña entre si —maraña aínda sen branquear de todo—, un nicho doado para as faragullas misérrimas de os ciumes escondérense. Por aí andaba cando chegou Irene. Ela non puido conter a risa e dixo: “Véseche o plumeiro” e engadíu “Mellor dito, os dous”.
    El non lle preguntou nada sobre o incógnito nacho que tiña por inicial a letra G.

    Campeiras. 20 outubro 2023
    Campeiras. Venres 20 outubro do 2023

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  22. TEMPO DE LECTURA
    - Poderás memorizar o número?
    Cando Carlos fíxome esa pregunta coa súa cara burlona roldando o desprezo fronte os meus habituais descoidos, non esperaba a miña resposta. Contesteille que me encantaba que me fixese esa pregunta e a continuación comecei a soltarlle unha especie de disertación acerca dos números e a memoria.
    Expliqueille que precisamente esa tarde Dani, o filósofo, comentara a inutilidade da memorización que, ata hai poucos anos, empregabamos cos números de teléfono de amigos, familiares e demais. Sabía que dicíndolle “Dani , o filósofo” non tería nin idea de quen estaba falando e caería na trampa.
    - Quen é ese Dani ?
    Sorrín mentres lle mencionaba o seu apelido e que era catedrático de filosofía do País Vasco, sinalando a miña sorpresa porque non o coñecese. Entón pasei a brindarlle o ton burlón que el tanto utilizaba, salientando na súa ignorancia máis aló da fórmula un e o balompé. Canto lle irritaba que dixese balompé!
    Continuei dicíndolle, sen darlle tempo a abrir a boca, que o profesor Innerarity está a desenvolver un estudo sobre Intelixencia Artificial e que, ao referirse ao noso medo irracional cara ao avance tecnolóxico e o descoñecido, puxo como exemplo a supresión de datos na nosa memoria grazas aos teléfonos móbiles.
    - Carlos, á I.A. pásalle como a ti, nin sequera é intelixente. Segundo el é, en todo caso
    intuitiva. No de artificial, con todo non vos parecedes, ela non é artificial. Bueno, en realidade tamén se asemella a ti, porque é material e xera bastante lixo.
    Nese momento fun consciente de que estaba a ir demasiado lonxe e decidín rebaixar o ton e resolver a conversa cunha pregunta para provocar que se largase ao bar e deixáseme tranquila. Dese modo podería ler un par de horas.
    - Por certo Carlos, Por que preguntabas se podería memorizar o número ?

    Outono 2023

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  23. Nueve números


    ¿Podrás memorizar el número? ¿Prefieres apuntarlo?

    ¿Podrás memorizar el número? Es normal que me lo pregunte, quizás haya visto las notas que voy dejando por todas partes con los nombres que poco a poco se escapan, se me escurren: platos, jersey, hilos...

    Y son sólo nueve números, nueve míseros números y uno a uno me los va dictando y uno a uno los voy anotando, preguntándome si los reconoceré la próxima vez que los vea.

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  24. EL CAMINO SIEMPRE ES LARGO
    - ¿Podrá memorizar el número? Es de ocho cifras pero usted tiene un memorión. A ver, 4836….
    - Espere un momento que apunto.
    - Dije memorizar, José Ramón, no apuntar. Bueno, está bien, escríbalo, se lo aprende y me da el papel para destruirlo, y no se lo tiene que decir a nadie salvo a mí cuando se lo pida. Lo ha entendido. (Siempre trataba de usted a sus colaboradores).
    - Sí, doctor
    Anselmo Gutiérrez Flórez, Doctor en Física Aeroespacial, catedrático en la Universidad de Sevilla estaba siempre rodeado por sus doctorandos, los mejores de las últimas promociones con unas becas propuestas por el citado doctor, las más altas de todo el ámbito universitario.
    Trabajaba el departamento en un estudio sobre la propulsión de cohetes espaciales y balística que según él tendría una repercusión mundial y acabaría con la precariedad económica de la Universidad de Sevilla y de alguna más, no sólo en España sino también en el extranjero. Nadie conocía el proyecto porque dividía por partes el trabajo que daba a sus colaboradores y solamente él conocía la conexión entre los resultados tanto de los doctorandos que tenía a su cargo como de adjuntos y demás colaboradores de la cátedra que dirigía. Cuando alguno le preguntaba dónde encajaba su trabajo la respuesta era siempre la misma:
    - Esto es como fabricar un coche, cada uno a su rueda o a sus bielas, a sus ejes traseros o a su parabrisas, y cuando esté todo ensamblado será el momento de ver el coche terminado.
    Anselmo se reservaba el gran secreto de conjuntar todo aquel proyecto con el que llevaba ocho años y catorce doctores con sus tesis Honoris Causa, él siempre estaba en el jurado y lograba convencer al resto de la excelencia del trabajo de sus alumnos para que en su mayoría obtuviesen el máximo galardón, así también conseguía tener más peticiones de becas y poder hacer la selección que le convenía.
    Por fin el gran proyecto iba a ver la luz, reunió a todo el equipo e hizo salir a José Ramón a la palestra pidiéndole el número que le había encargado y que recitó de carrerilla: 4836…, tecleó el número en el ordenador, a continuación apretó la tecla Intro y comenzó su disertación:
    - Acabamos de poner en marcha simultáneamente el arsenal balístico y atómico más importante del mundo, el de los Estados Unidos y Rusia. Al introducir la clave que me acaba de facilitar José Ramón y apretar el pulsor se inició la inversión de todos los sistemas para que apunten contra la tierra in situ y así todo el arsenal ruso impulsará a nuestro planeta fuera de su órbita camino de Júpiter arrastrando a la Luna. El arsenal de Estados Unidos convenientemente orientado servirá de timón para no errar en la trayectoria conducida con este Joy Stick que tengo en la mano. Señores, gracias a ustedes ya estamos camino de Júpiter, de Zeus, el dios de dioses del Olimpo que será la mano que nos guíe para la creación de una nueva civilización en cuanto entremos en colisión.
    Se produjo una gran explosión saltando el laboratorio anexo por los aires.
    Alguien llamó por teléfono a Urgencias y al poco rato un equipo sanitario se llevaba al doctor chillando, pataleando y con una camisa de fuerza.

    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 22/10/23

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  25. Abandono


    Hace años que ya no tengo mayordomo, la verdad no tengo ni mayordomo ni casa, ni la pequeña pera acogedora cabaña perdida en medio de ninguna parte junto a un rio que fluía a veces con delirio, a veces creando sólo un leve velo sobre las piedras pulidas.
    Todo el dinero se quedó con mi marido y con él el temor a perderlo, por fin había conseguido que no me quedase nada, quizás sólo el sabor amargo de haber dejado con él al bebé que hacía poco habíamos tenido.
    A veces creo verlo, ahora ya adulto, cuando me cruzo con alguien que hoy tendrá su misma edad y me quedo por un momento inmóvil.
    ¿Cuándo empezó en mí el deseo de abandonarlo todo?
    No me lo preguntes porque quizás la repuesta sea un egoísta y banal simplemente me apeteció.

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  26. Hola. Publico mi relato de 007 que me ha salido un poco largo, así que tengo que dividirlo en varias páginas. Si tenéis la paciencia de leerlo, allá vosotros.

    Pag. 1
    007 CONTRA EL SR. NATAS
    - ¿Podrás memorizar el numero? – me preguntó proyectando agresivamente el torso sobre el escritorio de caoba.
    - Tal vez si, jefe, sobre todo si estimula mis neuronas con un Martini seco.
    - Tu siempre igual – gruñó pulsando el interfono – Por favor, traiga un Martini para el señor Bond.
    “Mezclado, no agitado” murmuró Moneypenny, guiñándome un ojo y entregándome la copa, mientras M, impaciente, tamborileaba con sus gruesos dedos de marinero sobre la mesa. Cuando salió, el jefe deslizo hacia mí el pequeño trozo de papel requemado que parecía salvado de un incendio o algo así. Eché un trago y lo miré. Contenía 10 números: “2,3,5,7,1,1,1,3,1,7”
    - Parece un mensaje cifrado, ¿no? – dije con la primera aceituna del coctel en la boca.
    - Oh, que enorme perspicacia la tuya – repuso con sorna – ahora solo falta descifrarlo. Nuestros criptologos, ni pum – añadió visiblemente irritado.
    Saque mi bloc de notas, trague una aceituna y eché un segundo trago, luego garrapatee en él: “2-3-5-7-11-13-17”. Justo en aquel momento el requemado mensaje entró en combustión espontánea dejando tan solo una mancha de ceniza negruzca en la flamante mesa del jefe. Este, asestando un puñetazo sobre la chamuscada superficie, me increpó:
    - ¡Pero que cojones has hecho, James! ¿Por qué crees que te dije que tenías que memorizar el numero? ¡El remitente advirtió que, si se transcribía de cualquier modo, el mensaje se autodestruiría!
    - Cálmese, jefe, recuerde su hipertensión – repuse – el número no se ha perdido, al fin y al cabo, aquí lo tenemos – añadí alargándole el bloc de notas.
    - ¿Y? – masculló, mirándolo, al borde de la apoplejía – has puesto algunos guiones - ¿Y qué?
    - Tan solo los he añadido para darles un orden lógico. Debería jubilar a esos carcamales que tiene como criptologos. Ejem. Ya sé que ha pasado mucho tiempo – dije, socarrón, masticando la segunda aceituna – pero si ha estudiado algo de matemáticas básicas en la academia de la Royal Navy, debería ver que se trata tan solo de una secuencia con los siete números primos iniciales: “2-3-5-7-11-13-17”
    - Bien, ya tenemos los condenados números primos… ¿Y qué? – repitió desconcertado.
    - He visto que el mensaje contenía bajo los números un texto, por cierto, pesimamente caligrafiado. Abstraído por la clave numérica no he reparado en él. ¿Usted lo recuerda? – pregunté.

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  27. Pág. 2
    - Naturalmente, – me respondió el viejo marino, abombando orgullosamente el pecho – el texto, que sin duda es un reto o algo así decía: “El escalafón de Judas completará la clave”. Me temo que indescifrable. Pero lo más sorprendente era el ridículo nombre del firmante: “El Señor Natas”. Ya he ordenado investigar las posibles conexiones de Spectra con todas las industrias de repostería, pastelería y lácteas del país, con nulos resultados, así que…
    No pude evitar interrumpir su discurso prorrumpiendo en una estruendosa carcajada, proyectando desde mi boca la tercera aceituna del Martini, que tras breve vuelo quedó enredada en el aparejo de la maqueta del “HMS Victory” de Nelson que lucía esplendorosa sobre el escritorio del viejo. Este, dirigiéndome una mirada asesina, la retiró con dedos cuidadosos del velamen antes de arrojarla a la papelera.
    - Discúlpeme, jefe, pero no he podido evitarlo – musité con los ojos aun arrasados en lágrimas – yo que me las he visto con Goldfinger, El Dr. No, Blofeld, Scaramanga, Spectra, el “tiburón”, y no sé cuántos villanos más, ahora me topo con el enigmático Señor Natas… no me diga que no es…
    Me interrumpió con otro enérgico puñetazo sobre la castigada superficie del escritorio, que hizo tintinear medrosamente las diminutas piezas de artillería del “Victory”, vociferando:
    - ¡Ya basta de chorradas, 007! ¡Mi olfato me dice que el futuro de la humanidad está en juego!
    Me tomé su admonición en serio cuando vi las gruesas gotas de sudor que perlaban su frente.
    ¿Conseguirá nuestro incombustible 007 identificar y vencer a este nuevo enemigo de la humanidad? No os perdáis, amables lectores, el desenlace de este apasionante episodio la próxima semana.

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  28. Pág. 3

    007 CONTRA EL SR. NATAS (ENTREACTO)

    Mayordomo – cabaña – dinero – Junto a – velo – cuando – nada – delirio – temor – bebé – me apeteció – inmóvil – empezó – amargo – y

    Cuando salía, como alma que lleva el diablo, del despacho de M, Moneypenny, con un sugerente mohín, me corto el paso. Tomándome de la corbata y lamiéndome el lóbulo de la oreja bisbiseó:
    - Esta mañana he tirado un poco de dinero del gobierno y me he comprado en Harrod’s un juego de lencería que te volverá loco. ¿Te gustaría estrenarlo esta noche? Tras quitarme el ultimo velo no te degollaría como una Salome cualquiera, aunque a veces lo merezcas por pendón, sino que te arrullaría como a un bebé hasta que acabaras chupándote el pulgar.
    - Estoy desolado, gatita, no sabes cómo me gustaría saborear una deliciosa cena contigo, pero tus delicias turcas junto a tus velos y tu instinto maternal tendrán que esperar, porque esta noche tengo una cita con Judas, la industria láctea y los números primos – y como si huyese de la cabaña de la bruja Baba Yaga, me la quité de encima, recordando que el viejo me había dado nada más que 24 horas para resolver el caso, y salí pitando dejándola con un rictus amargo en sus carnosos labios
    Pero se rehízo, canturreándome desde la puerta: “Otra vez será. No olvides incluir al mayordomo en la lista de sospechosos”. Esplendida mujer. Esplendida secretaria. Esplendido sentido del humor.
    Meditando sobre el asunto en la inmóvil soledad de mi apartamento, ante los ventanales que daban al atardecer de Hyde Park, todo aquello me parecía absurdo desde que empezó: el mensaje autocombustible, los números primos, Judas, un malevolente lechero o pastelero o lo que demonios fuera. Tal vez se tratase del delirio de un loco o de una falsa alarma, pero no podía dejar de compartir el temor, por no decir pánico, de M, que, aunque algo decrepito, era un viejo sabueso de finísimo olfato. Un enigma endiablado. Y como siempre que encaraba enigmas endiablados, me apeteció tomarme un Martini. Mi maltratado hígado tendría que someterse a las exigencias del deber. “God save the Queen”
    Fin del entreacto

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  29. Pág. 4
    007 CONTRA EL SR. NATAS (DESENLACE)

    “El escalafón de Judas completará la clave”. ¿Qué coño era aquello? Sin duda aquel bíblico cabronazo ocuparía el último lugar entre los apóstoles: el 12. Como si disparara en la oscuridad, marqué en el teléfono un numero de 12 cifras: las diez primeras que ya tenía, 2357111317 agregándoles el 12. El número no existía. Demasiado obvio. Me maldije a mí mismo. Confundido, decidí recurrir al infalible Sr. Martini. Eché un trago. “Si fuera tan sencillo, ¿Qué sentido tendría que el jodido pastelero utilizara la secuencia de números primos para las diez primeras cifras?”, reflexioné mientras chupaba la aceituna, “y el 12 no es un numero primo”, Me la tragué en un acceso de tos cuando al fin vi la luz: “Este edulcorado hijoputa quiere decir que el número de cifras ha de ser 12, y ¿Cómo he de completar las doce cifras?: pues con el siguiente número primo: el 19. ¡Ya lo tengo!” ¡Vaya si lo tenía! Tras hacer antes otra llamada, marqué, frenético, el 235711131719. Al otro extremo del hilo, sobre el apagado sonido de fondo de una barahúnda de alaridos, no sabría decir sí de gozo o de dolor, una voz de contratenor, tampoco sabría decir si meliflua o amenazadora, contesto:
    - Llamada suya esperaba Sr. Bond. Ciertos negocios tengo que con usted tratar. ¿Tan amable de recibirme sería esta noche?
    - Desde luego. Sera un placer. No olvide traerme unos pasteles – añadí con sarcasmo.
    Apenas había terminado de colgar el teléfono, sentí una especie de siseo como el de una serpiente a mis espaldas y allí estaba el Sr. Natas cómodamente repantigado en mi butaca favorita.
    Vestía una larga túnica negra, que ocultaba sus pies y el resto de su anatomía. Solo su lívido rostro caprino de ojos llameantes y sus manos de largos dedos y uñas barnizadas de negro que sostenían un extraño bastón rematado en un pomo con la cabeza de una cobra, quedaban a la vista. Un escalofrió me recorrió el espinazo. “Vamos, James – me dije – en peores te las has visto”
    - Veo que ha olvidado traerme mis pasteles Sr. Natas – ironicé, componiendo la figura.
    - De tonterías prescindamos Sr. Bond – respondió emitiendo una especie de graznido que quería ser una carcajada – Lo que sorpréndeme es que un como usted tan perspicaz hombre no aun adivinado haya mi verdadero nombre.

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  30. Pag.5
    - Ah, ya, Sr. Satán – repuse, emitiendo un pequeño silbido reprimiendo un escalofrió – a la vista de su aspecto, su indumentaria y sobre todo su sintaxis, tendría que ser usted, claro. Mucho gusto.
    - El mío es gusto – inclinó la cabeza cortésmente, levantándose – mostrarle algo quiero ¿Podría acompañarme?
    Tomándome por el codo, me arrastró al ventanal. Mis rodillas flaquearon: ni rastro de Hyde Park. Al otro lado de los cristales se extendía un paisaje de geiseres, volcanes humeantes, lluvia de cenizas y ríos de lava que se precipitaban en un mar purpura y fosforescente sobrevolado por escuálidos pájaros cuya naturaleza no pude identificar.
    - De esta noche a partir, será este nuestro mundo, Sr. Bond. El mío y el suyo – susurro a mi oído su aliento fétido de degenerado contratenor.
    - ¿De veras? – respondí recobrando la presencia de ánimo – he de reconocer que como mago de feria es usted verdaderamente notable, Sr Natas, discúlpeme si sigo llamándole así, le había cogido cariño al nombre.
    - Como quiera, pero no es una feria esto. Mi Sr. Bond querido, sepa que el código tan inteligentemente por usted descifrado no es solo un simple de teléfono número. Es también el código de accionamiento de los nucleares estadounidenses submarinos y silos que he hackeado y que puedo disparar mismo ahora apretando la tan solo cabeza de “Cleo” – respondió mostrándome ufano la venenosa empuñadura del bastón – Y pum. Los rusos, naturalmente, a la” agresión” responderán. Y más pum…
    - Una obra de caridad muy característica de usted, Sr. Santa – respondí sin arrugarme – tan solo me pregunto porque ya no lo ha hecho, en lugar de montar antes este batiburrillo de pasatiempos y adivinanzas.
    - Lo he hecho por ti, James – siseó melosamente acercando peligrosamente , puag, sus viscosos labios a los míos – Al MI6 el mensaje envié para contigo contactar, sabiendo que un hato de retrasados mentales son y que finalmente para descifrarlo a ti recurrirían, porque quería este futuro reino nuestro contigo compartir – añadió señalando con el bastón el caos al otro lado del ventanal – mira, esos pájaros, que de peces radiactivos se alimentan, en la de las orillas lava solidificada sus excrementos depositaran y con el paso de las geológicas eras, esa corrupta materia orgánica a nuevas formas de vida evolucionará: un nuevo Génesis sobre el que, en lugar del repugnante de la barba blanca anciano, reinaremos tu y yo…mi adorado James.

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  31. Pág. 6
    Gulps – murmuré sonriendo – Me halaga esta especie de principesca petición de mano, Sr. Antas, pero por el momento me siento muy a gusto como soltero. Además, me temo que nuestro romántico paisaje ha cambiado un poco – añadí señalando el ventanal.
    Tras los cristales, el caos había desaparecido. De nuevo las farolas de Hyde Park empañadas por el roció iluminaban el césped y los arboles mecidos plácidamente por la brisa nocturna.
    - ¿Eh? ¡Condenación! – gimió mi melifluo pretendiente.
    - Si, Sr Satán, su felicidad conyugal y su nuevo Génesis tendrán que esperar. Antes de llamarle, intuí que su condenada secuencia numérica sería algo más que un simple número de teléfono y me puse en contacto con mis amigos del Pentágono. Pregunté si el código nuclear era de doce cifras y ante la respuesta afirmativa, sugerí que la cambiasen inmediatamente.
    - ¡¡¡Traición!!! – bramó, trocando su tierna mirada por otra de un odio infinito - ¡Rayos y centellas! ¡Anatemas! ¡Cabrones! ¡Excomuniones! ¡Iconoclastas! ¡Ectoplasmas! ¡Bujarrones! ¡Hijoputas! ¡Mierdas!
    - ¡Caca, culo, pedo, pis! – exclamé, con una sonrisa, animándole a seguir con sus invectivas.
    Pero no llegó a percibir mi mofa, porque con el mismo sonido sibilante con que había aparecido, se disolvió en el aire, no sin antes dejarme la moqueta perdida de hollín con las huellas de sus pezuñas.
    Abrí la ventana para despejar la habitación del hedor que había dejado mi insólito pretendiente. En la noche placida, el Big Ben daba las dos. Descolgué el teléfono y marqué el número de Moneypenny.
    - Insomne estoy y es todavía la noche joven. Una de Chateau Lafite botella tengo y en la nevera de beluga un poco caviar. ¿Una nana venir a cantarme querrías con tus siete velos de Harrod’s, gatita? – susurré, entonando mi mejor voz de barítono para los Happy End.
    - ¿Pero qué galimatías es este, James? ¿Qué clase de neolengua te has inventado? – respondió su voz somnolienta.
    - Ejem… cosas mías. Ya te explicare, mi cielo. Pero por favor, ven…
    - Voy volando. Como un pajarito – gorjeó ya completamente despierta.
    - No tardes, mamaíta, te esperare chupándome el pulgar.

    The End

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  32. ENTONCES YO DARÉ LA MEDIA VUELTA (BOLERO)

    - Pois eu penséi que fora o maiordomo do couto o que nos tiña indicado o camiño cando subimos a ver as mamoas.
    - Non amiga Matilde, logo de enganarnos coa neboa, despóis da cabana onde estaba a dona co bebé, foi cando apareceu a moura, xunto o fito que non coñecíamos e ti, polo que vexo, non te decatache de ren. Faloume do vagar polo monte e pola vida no seu delirio e mostróume o sendeiro.
    - Paréceme que a que delira eres ti, porque xa outras vegadas vinte quedar inmóvil no medio do camiño, ata prodúcesme un certo medo con istas aparicións túas, porque lembro de outra volta que apetecéume repetir unha senda no monte e ti querías ir por outro lado, e cando empezóu a subida quedáchete parada como si estiveras abducida e pedícheme diñeiro porque para descifrar o segredo do bosque tiñamos que pagar a una vella con velo que coñecía os recunchos da natureza.
    - E así foi cando por dous euros soupemos recoñecer os restos daquela furna.
    - Dasme medo e a vegada prodúcesme un amargo sabor de boca.
    - Xa me supoño, é o resaibo que deixa o zume da Figueira do Demo co que untéi o teu bocadillo. A partires de agora serás ti a que vexas mouras, fadas, trasnos, bruxas, meigas,… Jájaja.


    Luis M. Gurriarán
    Fonte Cuntín, 28/10/2

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  33. Nuestra roulotte

    Nunca supimos como llegó a estar esa roulotte abandonada en medio del prado por donde pasábamos todos los días para ir al colegio que estaba a una hora de camino de la aldea.
    Para gran disgusto de nuestros padres se convirtió en un sitio en el que, hiciese el tiempo que hiciese, siempre parábamos antes de volver para comer y en el que podíamos perder toda la tarde antes de volver a cenar.
    Pero un día, en vez de encontrarnos con nuestra roulotte, con lo único que nos encontramos fue con las marcas dejadas por sus ruedas y las del remolque que se la llevó del prado.
    No consiguieron que nos olvidásemos de ella, la verdad, nunca se lo perdonamos.
    Nos prometimos que tan pronto tuviésemos edad y dinero suficiente tendríamos una igual a la que nos robaron.
    Ahora nuestros padres sólo saben de nosotros cuando les mandamos las fotos del último lugar en el que estuvimos con nuestra querida roulotte posando a la espalda.

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  34. HEY JOE (ROAD MOVIE)

    Esta es la historia de Joe. Veterano del Vietnam y parado de larga duración. Un tipo resentido. Aunque aparentemente tosco, era dueño de una brillante, aunque un tanto intransigente, dialéctica. Un día cayó en sus manos “En el camino” de Jack Kerouac”. Entonces se compró una destartalada autocaravana. Abandonó el mísero Downtown de Los Ángeles y se largó a “correr mundo”. “Tiraré hacia el norte” se dijo. En San Francisco recogió a un viejo hippy, desvencijada reliquia de los años del ácido lisérgico. En el camino tuvieron sus discrepancias. El aroma florido del verano del amor y el eterno olor a napalm instalado en el órgano olfativo del exsoldado no maridaban bien. Al final se impuso la dialéctica de Joe. En Portland Oregón recogieron a una chica, activista sindical despedida de la Intel Corporation, y con ganas de ver mundo. Pronto surgieron diferencias de opinión. El ideario izquierdista de la mujer chocaba con el odio antibolchevique del ex marine. Al final prevaleció la firme dialéctica de Joe. En Seattle se les sumó un frustrado músico grunge, bastante colgado. Sus delirantes diatribas antisistema irritaban profundamente a Joe. Los incoherentes balbuceos del jovenzuelo fueron rápidamente acallados por su inflexible dialéctica. En Vancouver pasó a engrosar la tripulación de la autocaravana un pescador de salmones. Marinero en tierra, era un pacífico viejo de acuosos ojos azules que se pasaba el día rememorando, melancólico, las gélidas costas y los estuarios de los ríos de su perdida juventud. Esto deprimía a Joe. Se lo explicó con delicadeza, consiguiendo con su convincente dialéctica acallar su lacrimosa verborrea. “Siempre hacia el norte” sentenciaba animosamente Joe de vez en cuando. Nadie se opuso. Al fin y al cabo, él era el conductor y todos intuían que el frio era el clima más adecuado para su condición de exiliados del mundo y su odiosa civilización. Mucho más hacia el norte, cruzando la inmensidad forestal de Columbia, se agregó a nuestro abigarrado grupo de viajeros un leñador, harto de la verde cerrazón de los bosques y ávido de descubrir nuevos horizontes. Pronto comenzó a mostrarse como hombre de carácter rudo y prepotente, hasta que Joe tuvo que bajarle los humos con sus imbatibles argumentos.
    Continúa…

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  35. …Continuación
    Ya comenzaba el invierno cuando llegaron a las heladas riberas del Yukón. Una placida noche boreal en la que vivaqueaban en la orilla del gran rio, Joe, sentado en el porche de la caravana, vio cómo se aproximaba un trineo. Sobre el blanco de la nieve resaltaba el característico color rojo de la casaca de la Policía Montada. “Ya ve que somos gente tranquila, sin problemas” argumentó Joe, señalando al resto de los viajeros en el interior del vehículo, ante la mirada inquisitiva del policía. Pero este no se mostraba nada conforme con el variopinto aspecto de sus ocupantes. Entonces, Joe no tuvo más remedio que hacerle entrar en razón – “aquí no pasa nada, agente, no pasa nada” – utilizando por sexta vez su indiscutible dialéctica. Luego introdujo al uniformado en el interior entre el mudo estupor de los otros viajeros. Volvió a sentarse en el porche e, insomne, fumó un cigarrillo tras otro, disfrutando del silencio bajo la danza multicolor de la aurora boreal. Ya muy entrada la madrugada vio aproximarse, saliendo de entre los arboles una sombra que caminaba hacia la caravana. “Joder, vaya noche de visitas”. Era un enorme oso grizzly. Cuando el animal estaba a cinco metros refunfuñó: “Vaya, también tendré que argumentar con este”. Tomo el revólver del 45 que descansaba en el escalón del porche y disparó. Pero el percutor emitió un blando clic metálico en la recamara vacía. “Ostia, claro – suspiró – me he quedado sin argumentos. Fin de trayecto…” y se abalanzó a fundirse en un estrecho abrazo con el inesperado visitante nocturno.
    A través de las ventanillas de la autocaravana seis inmóviles pares de ojos, con las pupilas cubiertas de escarcha, contemplaban con gélido regocijo, como el animal arrastraba el cuerpo destrozado de aquel implacable maestro de la dialéctica, hasta perderse entre los abedules de la noche ártica.

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  36. NOSTALGIAS DE UNA VIEJA ROULOTTE

    No. Que nadie quiera ver en mis palabras ni el menor asomo de racismo. Al fin y al cabo, la vida errante de los gitanos con los que viajo, tiene su encanto. Son gente alegre, veo mundo, pernoctamos unas veces en ciudades, otras en bosques frondosos y otras en paramos desolados. Si por una parte es cierto que me tienen un poco “superpoblada” – es una familia muy numerosa plagada de bulliciosos churumbeles – y mis fatigados neumáticos se muestran un tanto agobiados por el peso de tanta humanidad, por otra estos parecen recobrar su perdida elasticidad dando jubilosos botes al compás del mal parcheado tamboril, la oxidada trompeta, y el desafinado pero brioso saxofón cuando, para ganarse unas cuantas perrillas de los lugareños, representan sus modestas funciones en cualquier apartado villorrio. No está mal. No me quejo.
    Pero he de confesar que algunas noches siento nostalgia de tiempos mejores. Recuerdo con júbilo – nunca me gustaron los pecadores – cuando fui mudo testigo de cómo un colérico Moisés arrojaba las Tablas de la Ley sobre aquella caterva de judíos, entregados a todas las guarrerías imaginables en torno al Becerro de Oro. O, más adelante, cuando mis antaño mullidos cojines, acogían los escarceos eróticos de Marco Antonio y Cleopatra. Se me saltan las lágrimas recordando los gélidos amaneceres de Castilla, escuchando las plegarias del Cid Campeador, mientras preparaba sus victoriosas expediciones contra los infieles. Pero cuando el cascado compresor del viejo frigorífico, centro vital de mi mecánico corazón, se estremece con la más delicada nostalgia, es recordando mis tiempos con el tierno y melancólico Lawrence de Arabia, en cuya desértica alma trataba yo, inútilmente, de sembrar un pequeño oasis de alegría, mientras él, al frente de sus beduinos, socavaba los cimientos del imperio otomano.
    Pero, en fin, agua pasada no mueve molino. No me quejo. Lo importante es que sobrevivo. Tan solo las noches lluviosas, cuando mis gitanos – tan humanitarios – deciden resguardar con ellos al gigantesco oso tamborilero y bailarín en mí ya superpoblado recinto, y el consiguiente quejido de mis artríticos amortiguadores y escleróticos cojinetes me recuerda mi provecta edad, es cuando me acuerdo de aquel tipo y de la madre que lo parió.
    Si, la honorable progenitora de aquel capullo, responsable de rodaje en exteriores de la Warner Bros, que alegando no sé qué sandeces sobre el auge de las caravanas autopropulsadas, sentenció que yo no era más que una reliquia del pasado y decidió ponerme en almoneda.
    No se consuela quien no quiere. Al fin y al cabo, continúo en el mundillo del espectáculo.

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  37. EL BEBÉ DE LA ROULOTTE
    No recuerdo en que año fue pero atravesaba Francia en diagonal de Noreste a Suroeste, por el Macizo Central. Se puso a ventear con fuerza, lo que antes llamábamos una tormenta de verano y ahora una Ciclogénesis Explosiva o algo parecido.
    Empecé a sortear ramas caídas en la carretera, aquello iba en serio. Comenzó a llover de forma inusitada, el limpiaparabrisas no era capaz de despejar la manta de agua que caía. Bajé la velocidad, el asfalto estaba inundado y la visibilidad era casi nula, se me había echado la noche encima. Maldije el momento en que se me había ocurrido meterme solo por aquella ruta con malas carreteras y casi desiertas.
    A lo lejos diviso un vehículo en la cuneta, la roulotte que arrastraba estaba volcada sobre un costado y el coche con las ruedas traseras en el aire en un extraño equilibrio. Paré y me acerqué esperando encontrar algún herido pero nada, no había nadie. Estaba abierto, entré, y vacío. Volvía hacia mi coche cuando de la roulotte salió un llanto de bebé, abrí la puerta hacia arriba como si fuese la escotilla de un submarino y con la escasa luz que llegaba de mis faros lo vi al fondo tan tranquilo. Me recibió con un guee-guee que perecía me estuviese esperando envuelto en su mantita.
    No fue fácil salir de allí con el niño en brazos, lo coloqué en mi coche y volví a rescatar un serón que había visto dentro.
    Circulaba en un dos plazas y tenía que acomodarlo en el asiento del copiloto, como pude pasé el cinturón de seguridad para que se moviese lo menos posible y proseguí le marcha.
    Hacía tiempo que no había pasado ningún pueblo así que seguí adelante mirando al arcén para intentar encontrar a los padres pero no vi a nadie.
    Paré en la primera población, una pequeña aldea, entré en un bar y pregunté por la gendarmería, no había y la más próxima estaba a 70 kilómetros, no tenían noticia de ningún accidente ni de nadie que llegara pidiendo auxilio.
    Sin pérdida de tiempo volví a la carretera circulando muy despacio y mirando a menudo de reojo para el bebé que no se descolocase de su sitio, poco adecuado para él. El niño no decía nada, se le veía muy tranquilo. Seguí pensando en llegar a la gendarmería y deshacerme de aquella responsabilidad que había tomado.
    De repente me dio la impresión que el niño crecía, no me lo podía creer, pensaba que estaba viendo visiones a causa del estrés acumulado por todo lo vivido la última hora: la tormenta, el accidente de la roulotte y la mala visibilidad que me obligaba a una mayor atención sobre la carretera que me producía un cierto aturdimiento. Reduje más la velocidad y miré de nuevo al rorro. No había duda, estaba creciendo.
    Puse toda mi atención sobre la ruta cada vez con más problemas de restos de árboles y zonas encharcadas. Volví a mirar y efectivamente seguía creciendo a un ritmo aproximado de un año por minuto. Miré de nuevo y ya tenía el tamaño de un chico de 10 o 12 años.
    De repente se levantó sobre el asiento, abrió la ventanilla y salió volando. Di un frenazo, detuve el coche y salí a la carretera. Vi como ascendía en vertical y me decía adiós con la mano, instintivamente alcé el brazo y también le dije adiós.
    Quedé pensativo en el arcén mientras la lluvia caía sobre mi cuerpo. Di media vuelta, tiré a la cuneta el serón y la mantita, arranqué, aceleré a fondo y no paré hasta San Sebastián.
    Luis M. Gurriarán
    Fonte Cuntín, 04/11/23

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  38. LA MONCAYO DE ROSI Y JAVIER
    La luz del sol aparecía en el horizonte y dotaba a las piedras de ese color indefinido que él, muchos años atrás, había intentado plasmar en lienzos, con el tufo de fracaso que tan bien conocía . Esas piedras que, con una ridícula simulación de restos castreños, ejercían de lindero de la parcela en la que, el verano del octavo cumpleaños de Nuria, habían instalado su flamante Moncayo blanca. Había comprado la autocaravana como regalo de aniversario de boda para Rosi y, aprovechando la ocasión, de primera comunión de la niña. A su mujer le ocultó que la Moncayo era de segunda mano y, por supuesto, jamás le mencionó que su adquisición la había financiado con Bobodís. Ella todavía confiaba en el entonces apuesto Javier y se creyó el cuento de que había ganado unos incentivos por ventas en la fábrica. Al fin y al cabo, él casi nunca le mentía.
    La idea de alquilar una parcela en el camping de Puente Arenas había sido de Javier ya que el encargado del complejo era un antiguo compañero de instituto. En realidad no habían coincidido en el instituto sino en un centro de reeducación, pero nunca consideró necesario entrar en detalles. Si Rosi no sabía que había estado en un reformatorio, así se llamaban entonces esos centros, para qué decírselo, pues no era tan importante. Darle esa información requeriría explicar las causas de su internamiento. Entrar a hablar del incendio del almacén supondría decir que se había provocado como venganza por una reyerta y así mil cosas más que formaban parte del pasado.
    Como hacía diariamente, Javier se levantó con el alba y en esta ocasión, al igual que cada vez que se aproximaba el inicio de temporada, se dispuso a limpiar la autocaravana. Su Moncayo tenía que aparentar, como cada verano, un estado de mantenimiento impecable y dar la sensación de que acababa de llegar al camping, para lo que precisaba dejar sus ruedas con marcas de barro. Caminó hasta el lago, lanzó su tradicional beso cariñoso al aire y recogió el cieno necesario. Se esmeraba en la tarea y lograba que, al ir apareciendo los habituales de cada verano, le admirasen por ser el primero en llegar y por su autocaravana, que siempre parecía mantener el mismo estado como si los kilometros no le hiciesen mella. Las horas que una vez al año le dedicaba a la Moncayo daban resultado.
    También le felicitaba por su Moncayo el colega de “instituto” con el que respetaba escrupulosamente su pacto de caballeros. Javier se encargaba, fuera de temporada, de la vigilancia del camping y como única compensación ocupaba gratis la parcela todo el año. El subsidio estatal por una supuesta incapacidad le permitía comer frugalmente y beber con abundancia.

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  39. continuación ...
    A sus camaradas de camping no les sorprendía que permaneciese toda la temporada ya que, hace años, les había dicho que la fábrica cerraba en verano. Lo dijo ocultando que le habían despedido, entonces todavía vivía Rosi, quien, por cierto, también le creyó. A partir de ese momento no precisó volver a mentir sobre el tema, lo que le satisfacía porque no le gustaba mentir mucho.
    También les había convencido la historia que justificaba que en los últimos años la pobre Rosi no pudiese ir al camping .Le habían detectado una alergia muy grave que le impedía estar cerca del lago y además tenía que atender a sus ancianos padres. Esa mentira, afortunadamente de poca relevancia pues a Javier mentir le causaba enojo, evitaba tener que hablar de la muerte de Rosi. Ese era otro pacto entre caballeros que mantenía con el encargado del camping. Él nunca diría nada del cadaver en el lago y Javier no mencionaría lo sucedido con su pequeña Nuria.
    Al llegar los veraneantes él escuchaba los mismos comentarios de todos los años y las preguntas que no precisaban respuesta.
    - Vaya, como conservas la Moncayo. Está como el primer día. No sé cómo haces.
    - Pobre Rosi, este año también cuidando a sus padres. Es una suerte que duren años aunque a veces se haga duro. Lo de la alergia es una lata porque podría venir algún fin de semana.
    - Que suerte que a vuestra Nuria le haya ido tan bien en Canadá ¡ Esa ya no vuelve!
    - Eres un privilegiado al poder pasar todo el verano aquí sin que te llamen de la fábrica.
    Javier, sentado al pie de su Movayo, se limitaba a sonreír y encogerse de hombros, sin necesidad de mentir, por supuesto.

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  40. El declive de la abuela

    -No repiquéis que yo soy la mayor.
    -Abuela, eso no hace que tengas razón.
    -Creo que la niña está en lo cierto mamá, ya es hora de que te lijen un poco y te den una mano de barniz nueva.
    -¡Habrase visto! Y me dices eso tú, una silla de metal a la que se le empieza a rajar el cuero, suerte que tu hija salió a mí y no al frio taburete de metal con el que tuve la peregrina idea de unirme.
    -Mamá, no empecemos...
    -No empecemos, no empecemos, ahí es donde empezó mi declive, mira como hemos acabado, aquí en este local barriobajero compartiendo sitio con una vulgar silla de IKEA.
    -Señora, sin insultar, que yo seré de IKEA pero por lo menos estoy nueva.
    -Nueva sí, pero bonita no lo serás nunca, no como yo que cuando salí del taller del ebanista era la envidia de todos los muebles de la casa ¡Ay! Todo por fijarme en ese taburete.
    -Mamá, por favor...
    -Sí abuela, haz el favor de callar que ahí viene el dueño con el abuelo en la mano.

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  41. Placer culpable


    No pude ir a nuestra última cita y desde es momento me venía a la cabeza la imagen de las sillas que en vano me estaban esperando.

    Ella se sentaba en la más vieja, su preferida, le gustaba reclinarse como si en vez de en ese local anodino estuviésemos delante de la lumbre del hogar, nuestro hogar, ese hogar que nunca tendríamos, que nunca podría darle.

    Y ahora estoy sentada en esta otra silla en donde yo también me reclino para recordarla con un placer culpable cada vez que mi marido me abraza contento por haber encontrado una silla como la que tanto echaba en falta.

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  42. AUSENCIAS

    - Si, ya sé que tenía una cita muy importante para hoy, pero la ley es la ley. Deje de quejarse, coño. – le dijo el verdugo, suspirando, mientras le ajustaba las correas.
    - Una cita muy importante… una cita muy importante. Estoy harta de tus francachelas – dijo su esposa mientras le seccionaba la yugular – y mucho más harta aun de las palizas que me das cuando vuelves frustrado y borracho, tío cabrón.
    - ¿Cómo que tienes una cita muy importante y te vas? – dijo Ahmed a Muley reteniéndolo por el brazo mientras atisbaba entre los visillos al comando antiterrorista que cercaba la casa – aquí nos inmolamos en nombre de Alá y la yihad todos o ninguno – y pulsó el botón del detonador.
    - ¿Me estás tomando de coña, pendejo? ¿Dices que has perdido los cincuenta y cuatro quilos de coca y que ahora te vas porque tienes una cita muy importante?... Nemesio – bramó el patrón – llévate a este, y ya sabes: ¡Corbata Colombiana!
    La muy importante partida de póker nunca llego a celebrarse.
    Pero la mesa y las sillas de aquel café parecían condenadas a las ausencias. Porque las cuatro viejas con incontinencia urinaria que habían ocupado el lugar de la frustrada timba para chafardear, poniendo a caldo a los personajillos de la prensa del corazón, acabaron en el Servicio de Urgencias tras mantener, espoleadas por sus intransigentes vejigas, una cruenta batalla ante la puerta del lavabo para dilucidar quién entraba la primera.

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  44. EL OCUPANTE DE LA CUARTA SILLA

    “Bien, queridos viajeros, espero que hayan disfrutado de nuestros cafés, nuestras playas y del magnífico clima de esta nuestra Niza del Mar Negro. Pero no quisiera que nos abandonaran sin conocer este espléndido palacio de Livadia en el que se celebró la famosa conferencia de 1945 en la que Roosevelt, Stalin y Churchill se repartieron el mundo, ante el inminente final de la Segunda Guerra Mundial. Pero más allá de las fotos oficiales del encuentro de los tres mandatarios que seguramente conocerán por los libros de historia, quisiera mostrarles este verdadero lugar histórico, anexo a las cocinas del palacio, en cuya modesta intimidad los tres líderes, lejos de estrategas, asesores, militares, luces y taquígrafos diseñaron el mapa mundial del siglo XX. La silla que ven a la izquierda con apoyabrazos y mullido cojín fue ocupada por el ya caduco Roosevelt, roído por la poliomielitis. En la de la derecha, sin “barreras arquitectónicas”, descansaron las posaderas del orondo Churchill y en la de estructura metálica, tal como correspondía a su “acerado” carácter, se sentó Stalin. Adelantándome a la inevitable pregunta acerca de quién fue el ocupante de la cuarta silla, responderé que, si bien las versiones oficialistas apuntan a que en ella estuvo sentado un oscuro traductor, algunos rigurosos historiadores han llegado a la conclusión de que estuvo ocupada por el mismísimo Diablo, que indujo a estos tres pájaros a pergeñar el futuro y siniestro escenario geopolítico que luego llamaríamos “guerra fría”.
    El grupo de visitantes guardó un cauteloso silencio. Tan solo un reducido grupo de turistas africanos, asiáticos (probablemente indochinos y vietnamitas) y latinoamericanos se atrevió a aplaudir cuando el guía termino su temeraria exposición. Porque sabían que occidente se había reservado para sí la famosa e incruenta “guerra fría”. Mientras ellos habían padecido algunas bien “calientes”.

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  45. APLAUSOS EN EL CONGRESO
    (29 de noviembre de 2023. Comienzan las sesiones del Congreso)

    El folio en blanco. Siempre lo oí decir a las personas que de alguna forma se dedican a escribir: “lo difícil es ponerse frente al folio en blanco”, asusta, es como algo que te agrede, empezando por la vista y metiéndosete en el cerebro, claro que ahora el folio se transforma en pantalla del portátil que en principio parece menos agresivo hasta que te sientas delante y el resultado es el mismo pero que luce con luz propia.
    Y en ese estado me encuentro cuando decido escribir un relato. De fondo escucho en la radio un pleno del Congreso de los Diputados, no sé si es actual o un reportaje en diferido, es igual el día o lo que se debata, si no estás muy pendiente el soniquete siempre es el mismo, discursea uno y los suyos le aplauden diga lo que diga, otro le contesta, la misma historia repetida, ovación cerrada de los propios, y así sucesivamente. Pueden ser asuntos muy interesantes, tonterías supinas o sarta de improperios, es lo mismo. No se me ocurre otra cosa que proponerle a la Señora Presidenta que suprima los aplausos, que esos señores no están en el teatro, que ni siquiera pagan entrada, que cobran a cuenta del erario público, o sea de nosotros, para la sencilla tarea de resolver los problemas del país y sus ciudadanos, que si queremos ir al cine, teatro, circo o cualquier otro espectáculo lo elegimos cada cual, pagamos nuestra entrada, o no, en todo caso mucho más barata que su espectáculo, aplaudimos, o no, y cada uno para su casa con la elección que haya hecho. Se me ocurre otra propuesta para no dejar a sus señorías con ganas de ovación, suprimir también los aplausos habituales y de vez en cuando hacer una sesión sólo para aplausos: “Partido A tienen ustedes diez minutos para aplaudir”. “Señorías vayan terminando que se está acabando su tiempo”, el portavoz protesta tímidamente con un gesto pero los aplausos van bajando de tono hasta que en la Cámara se instala un silencio sepulcral. Toma la palabra el portavoz del Partido B para rogar a la presidencia que tenga la misma deferencia con ellos en lo que se refiere al tiempo ya que el Partido A se ha pasado varios minutos del establecido en el reglamento. La Señora Presidenta asiente con una leve inclinación de cabeza y empieza la sesión de aplausos del Partido B. Así van cambiando de partido, cada uno en el orden que le corresponde en función del número de escaños, incluidos los turnos/aplausos de réplica.


    LUIS M.GURRIARÁN

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  46. A continuación cada portavoz daría su rueda de prensa:
    “Habrán podido comprobar que nuestra tanda de aplausos fue mucho más sonora que la del Partido B, a pesar de que hoy no pudo venir nuestro mejor aplaudidor, Don Menganito Luntiérrez, que el pobre está con un ataque de hemorroides y no soporta pasarse tantas horas sentado en el escaño, esperamos que para la próxima sesión de ovaciones ya está totalmente recuperado y pueda estar dándolo todo desde su lugar en el Congreso. Escríbanlo, escríbanlo, que se enteren los del Partido B para que en la próxima sesión traigan mejor preparada su tanda de aplausos, que siempre se quedan cortos, protestan mucho pero realmente lo que les falta es nivel aplaudidor”.
    Al Partido A, dice el portavoz del Partido B, le falta continuidad. Empiezan con mucho brío pero a mitad de su turno decaen, sus argumentos aplausísticos no se sostienen en el tiempo como los nuestros, se les nota una falta total de consistencia, han entrenado poco. Nosotros llevamos mucho mejor preparada la sesión, nos reunimos muy a menudo en nuestra sede central y entrenamos, si alguno, por lo que sea no da el nivel esperado, le facilitamos un programa de entrenamiento individual con un personal training para que pueda preparar las sesiones en casa y venga con el correspondiente nivel a las sesiones.
    - ¿Podrán en la próxima sesión superar el Partido A teniendo en cuenta que Don Menganito Luntiérrez es posible que ya esté recuperado de su afección? De hecho ha llegado a mis oídos que le han suprimido de su dieta los picantes, incluidos los pimientos de Herbón, que es bien sabido, tanto le gustan. Pregunta una corresponsal de prensa extranjera.
    - Mire Señorita, ni aunque traigan refuerzos exteriores serán capaces de superarnos tras las sesiones gimnásticas que estamos realizando últimamente con ejercicios especiales de musculación en brazos y manos.
    Le doy a Guardar y de nuevo me encuentro con el folio/pantalla en blanco que miro fijamente para contrarrestar su agresividad y leo con atención los rótulos que aparecen en lo alto: Inicio, Insertar, Diseño de página, Referencias, Correspondencia, Revisar, Vista. Algunos no sé muy bien para qué sirven pero ahí están devolviéndome la mirada. La radio sigue hablando, ahora las noticias, miro hacia el techo y escucho con atención. De nuevo me quedo cara a cara con el folio/pantalla en blanco.

    LUIS M.GURRIARÁN


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  47. GRUPO VIOLENTO

    - Volvamos a sentarnos, tomemos unos chupitos y hablemos de nuevo. Mirad, nuestro equipo ganó, podemos ir a festejarlo como siempre o directamente a montar bronca con los hinchas del contrario, damos unas cuantas hostias y de paso rompemos algún escaparate, quemamos papeleras, contenedores o lo que sea.
    - Mejor lo dejamos por hoy, yo ya estoy cansado de tanta bronca.
    - Qué pasa, ya te estás acojonando, siempre me pareciste algo blando.
    - Pues mira por donde a mí también, cuando fue de la manifestación aquella de los sanitarios el tío se rezagó y al final se descolgó del grupo sin montar ningún lío, y mira que era fácil, aquella gente iba tan tranquila, le hubiésemos reventado la mani sin mucho esfuerzo, sólo con ver nuestras banderas ya se les subía la bilis.
    - Tú eres muy listo, pero resulta que me encontré de frente con mi médico y al día siguiente tenía que ir a su consulta por lo del hígado, tuve que recular para que no me reconociese, cualquiera hubiese hecho lo mismo.
    - No sé, con el gorro y la mascarilla no te hubiese reconocido ni tu madre, tiene un pase lo del médico, pero ahora qué coño te pasa, te rajas antes de empezar.
    - Venga, sentémonos y organicemos algo.
    - Eso sí, que el ambiente esta caldeado y a mí me da igual que sean de derechas o de izquierdas, lo que me divierte es montarla gorda, además son todos iguales, unos mierdas que no sirven para nada, unos blanditos del carajo, así va España, a la puñetera ruina.
    - Y tú qué sabes de eso si en la vida no has leído un puto libro, ni siquiera un panfleto.
    - Vaya hombre, habló el intelectual, habrá que hacerte el jefe de la pandilla, a ver, propón algo para divertirnos todos.
    - Tenemos dos opciones bonitas, podemos montársela a los de la derecha en la Puerta del Sol o a los socialistas en Ferraz.
    - Yo creo que mejor a la Puerta del Sol, en Ferraz ya hay muchos grupos como nosotros y están muy organizados, igual acabamos mal y recibimos.
    - Joder, desde lo de la bomba ya no somos los mismos, ni siquiera se nos ve en ningún lado, algo habrá que hacer.
    - Lo mejor será ponernos detrás de ellos que están llegando.
    - ¿De quiénes?
    - De la Santa Compaña, ¡Gilipollas!

    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 14/11/23

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  48. OH, QUE DULCES LAS HORAS

    “Oh, que dulces las horas en el silencio blanco bajo las luces del norte. Silencio algunos días roto por los acordes del pianista fantasmal. Entonces salíamos de nuestras cabañas y atraídos por su magnético encanto acudíamos a la cita. No nos conocíamos. Hasta juraría que cada uno de esos días los rostros eran diferentes. Pero no importaba, sabíamos que cada uno de nosotros, quienquiera que fuésemos, formábamos parte de un todo indefinible. Oh que dulces las horas en el silencio blanco caminando ante el espejo inconmovible del mar, como los ratones de un gélido Hamelin hechizados en pos de aquella subyugante melodía de Handel que parecía danzar con las luces boreales. Entonces, en el fantasmal auditorio, bajo los dedos del pianista, en cada golpe sobre cada tecla, reconocimos sin mirarnos, nuestros innumerables rostros y supimos que cada uno de nosotros éramos una nota, unas blancas, otras negras, banales e inútiles tomadas una a una, pero sublimes cuando se funden en el todo de una comunión universal sin palabras ni letras. Oh que dulces las horas…”

    - ¿Qué te parece? – me miraba expectante mientras yo leía el texto.
    - Bueno, si – respondí con una sonrisa indulgente – no está mal. Muy poético, trascendente, hasta te diría que muy zen. Pero…
    - Hala, ya vas a cagarme en el cuento… – me interrumpió, mimosa, mientras me mordisqueaba el pezón izquierdo, como si quisiera ablandar mi despiadado corazón de crítico literario.
    - Pero – proseguí, inflexible – espero que el jurado no sea demasiado erudito y pase por alto que “Oh que dulces las horas” es el título de una canción escocesa de Beethoven y que “El silencio blanco” es un cuento de Jack London – la presión de los dientes aumentó – Pero lo que inevitablemente tendrás que corregir es el nombre del autor de la música, porque el tema del concurso va sobre una sonata de Bach ilustrada con imágenes.
    -Vale, vale – dibujando un mohín de disgusto en sus preciosos labios y asiendo enérgicamente mi pene, ya bastante erecto por efecto de sus mordisquitos, prosiguió con tono vengativo – Veamos si eres tan buen constructor de orgasmos como deconstructor de relatos.
    Comoquiera que fuera de las mantas en aquel silencio blanco hacia mucho frio, comoquiera que estaba harto de literatura y comoquiera que el calor y los contornos de su cuerpo, mucho más esplendidos que sus dotes literarias, eran irresistibles, nos pusimos a entonar una carnal y placentera sonata: Un adagio de gemidos, un scherzo de jadeos y un allegro ma non troppo de fluidos, hasta culminar en un molto vivace de cuerpos en resonancia que hizo temblar el catre como si alguno de los numerosos volcanes de nuestra tierra hubiera entrado en erupción.
    Mientras fumábamos desnudos ante la ventana contemplando las luces boreales, con ella tras de mí, acariciando tiernamente con su dedo índice el desfiladero entre mis nalgas, sentí tal plenitud que no pude evitar canturrear: “Oh, que dulces las horas”. Entonces, justicia poética, mi ultrajada escritora, dio rienda suelta a su indignación separándome bruscamente las piernas y propinándome un vigoroso rodillazo en los testículos.
    Me lo merecía. Por capullo.
    Aunque ella estaba furiosa y yo dolorido, como desagravio mutuo resolvimos volver a meternos en el catre para interpretar una mazurka.

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  50. Bach

    -Estad atentos, el pianista ya empezó.
    -Si, ya salió el primero, veis como iba a ser él.
    -Dos....ya van tres.
    -Ya está, ya está, están todos fuera.
    -Se van acercando poco a poco, como teníamos pensado.
    -No se dicen nada pero se miran entre ellos, creo que todos tienen la misma sensación.
    -Esperad, el primero dejó el grupo.
    -Tranquila, está mirando en la dirección de la cabaña.
    -Claro, es el más sensible, con él empezó todo.
    -Sí, mirad, vuelve a unirse al resto.
    -Por fin, ya han llegado.
    -Lo sabía, todos a su alrededor.
    -Normal, os lo dije, con Bach no podíamos fallar, ya habían pasado el test de Turing. Ahora nada nos diferencia.

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  51. CONCIERTO EN CABO NORTE

    - Te lo dije Johan Sebastian, te vienes a tocar tus sonatas al Cabo Norte sin informarte primero de cómo es esto. Te habrás dado cuenta que los igloos no son todo hielo, eso sólo pasa en los cómics, están hechos con hielo y nieve por encima, sí, pero debajo tienen una estructura y cuando llega el deshielo queda a la vista, y lo que es peor, despiertan los lobos de dentro tras su letargo invernal.
    - No digas tonterías, pero si no son lobos que son hombres, ¿no los has visto?
    - En apariencia son hombres y mujeres pero es debido a la transformación genética que han sufrido durante siglos, pero lobos. Cuando salen de su letargo invernal actúan como tales y el hambre tras su hibernación puede estar rayando el infinito, y tú, Johan Sebastian, ahí dándole al “Andante” como si tal cosa en ese auditorio sin puerta que hace pocos días estaba lleno de nieve.
    - Ya decía yo que la afinación del Steinway no era demasiado buena, si hay tantos cambios de temperatura y humedad es normal que suene como suena, escucha el Fa Sostenido y te darás cuenta que es el que más un Sol que un Fa.
    - Sí, pero no dejes de tocar que vienen todos hacia aquí pensando en lo suculentas que pueden estar tus costillas a la brasa o tal vez tu solomillo asado, y el mío. Aprovecha tu arte que ya sabes que la música amansa a las fieras. Ya te he dicho, no dejes de tocar en ningún momento y cambia algo que con las notas agudas veo que a algunos ya se les cae la baba por la comisura de los labios y enseñan el colmillo. Eso, eso, mejor así, con los graves y con fuerza, “Allegro Vivace”, a ver si los asustas aunque no lo creo, venían muy decididos. Me parece que estamos perdidos, ya no hay remedio, aquí no hay donde esconderse, seremos pasto de los lobos hambrientos.
    - ¡Guau, guau!
    De repente apareció un pastor con sus mastines.
    - Venga, fuera de aquí, al monte que es donde tenéis que estar, sólo faltaba que os merendaseis al señor Bach, que aún tiene que componer Los Conciertos de Brandeburgo.

    Luis M. Gurriarán
    Fonte Cuntín, 24/11/23

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  52. Escuridade e luz

    Tarde de novembro, véspera do San Martiño. Balbordos na escola que delatan
    a inminente fin da xornada lectiva. Adolescentes ansiosos por comezar a vivir a
    fin de semana dende o venres, dende o momento en que Mariano, o conserxe,
    tocara o chifro. Baixaban as escaleiras coas ansias mozas por consumir o
    tempo, ledicia contida por imposición nosa, para garantir certa orde. Conversa
    cos mozos e mozas, xa dispostos na fila, mochila nos ombreiros. Risas e mais
    risas. Falamos da posibilidade de poñer unha guillotina (andabamos a voltas
    con Napoleón) na porta da clase para quen asome antes de tempo. Risas e
    mais risas. Comentarios de cine, humor negro e sangue imaxinada en mentes
    ansiosas por vivir a totalidade do universo, apropiándose dela, ata portala nun
    estoxo de cristal. Risas e mais risas.
    Despedímonos ata o luns.
    Eramos mozas aínda. Eu metinme no coche coa miña familia. Ela meteuse no
    coche co seu único fillo.
    Tarde de auga e vento. Luces da policía. Camión atravesado. Paradas.
    Accidente. Avísame o compañeiro que é o coche da amiga.
    -Por favor, se a coñece axúdenos. A señora está morta e o neno, nun coche,
    con descoñecidos. Resoou a voz do policía moi lonxana, moi lonxana estando
    ao meu carón, acariñando o meu brazo.
    Meteuse en min a escuridade e unha fraquea nas pernas que case me tira ao
    chan.
    Veuse a min o neno. Forza? Necesidade?
    Ambulancia que retira o corpo da muller. Xa sabía que era prioritario. Xa sabía
    que a xenerosidade infinita tería unha fermosa recompensa. A pesares da
    brétema escura que aniñaba nos miolos dos presentes, unha luz acendeuse no
    meu corazón.
    Segunda ambulancia para o neno ao que acompaño.
    Horas no hospital sabendo que ela xa non vivía. Esperanza porque alguén
    puidera facelo en mellores condicións. Silencio que medra ao carón das bocas
    e dos oídos, mudos e pechados, pechados e mudos.
    Casualidades que non o son: fálanme nuns días dunha córnea transplantada,
    dunha moza, dun accidente.
    Milagre feito. Sen comezo nin fin. Ciclos que nunca se pechan. Almas que son
    agasallo nun continuo de soños e paz.
    Había luz para alguén, habería risas e mais risas a través dun anaco de vida.
    Bailaron as estrelas a danza da harmonía, a pesares de que a escuridade
    daquela noite, cubriría para sempre as risas da súa xuventude.

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  53. Hábito.

    Era a nosa mesa. Durante moito tempo, o recuncho dos catro: Luisa e Daniel e Mónica e máis eu. Coñecémonos a un tempo e armamos cuadrilla, que desfixemos hai dous anos. Mellor dito, desfixérona Mónica e Daniel, traidores, que marcharon xuntos.
    Despois, Luisa e máis eu conservamos o hábito e seguimos a xuntarnos nesa mesa, ela co seu café descafeinado con leite sen lactosa, e eu coa miña auga mineral sen gas. E as patacas fritidas que viñan coa auga e que era ela quen as comía.
    A sevicia dos amigos servíu para unirnos, mais non nos xuntamos por afán de desquite. Non había rencor nin sequera o gusto de aproveitar a nova situación, con todo termos logrado unha sensación de gozosa continuidade, aquel deixarnos levar por un costume que quizais simbolizaba a miña vida e tamén a de Luisa. E así se sucedían os días cunha mesma rutina, a felicidade da rutina. Bendita rutina, que diría Benedetti.
    Ata hoxe, que Luisa non véu.
    De pé, miro a mesa dende o mostrador onde o André, o camareiro de sempre, informoume da nova situación. Por un intre dubidei en tomar asento. Sentín que era momento de facer cambios na miña vida, mais tras un suspiro sonoro puiden sobrepoñerme.
    Con todo, decateime de estar só, e por moi remiso que eu sexa a alterar hábitos, que eles vaian agora á cafetaría da praza (máis concorrida e máis de moda, dicían) obrigoume a facer algún cambio. As traicións consecutivas tiveron efecto. Seguirei nesta cafetaría e nesta mesa, se ben a partir de agora deixarei a auga con gas e pedirei o café con leite sen lactosa.

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  54. LA CASA DEL ACANTILADO
    Eran muy jovencitos, poco más que adolescentes, habían descubierto primero el amor: las mariposas revoloteando en sus estómagos, las miradas intensas con imposibilidad de apartar la vista uno del otro, el quedar lejos de su grupo de amigos para decirse las clásicas tonterías de todos los enamorados: que eres el ser de mi vida, sin ti no soy nada, no podría vivir sin ti y todas las demás cursiladas recogidas ya en las canciones de todos los tiempos, pero además habían descubierto el sexo, problema añadido porque tenían que buscar cualquier momento y lugar propicios para dedicarse a ello: Aprovechemos que hoy no están mis padres en casa. Mi hermana me ha pedido que haga de canguro con su niña, en cuanto se duerma te llamo y vienes. Así iban resolviendo sus problemas de no tener casa propia, aunque, claro está, no estaban en edad de tenerla.
    Pero aquel día, ¡Hay aquel día! Habían estado bailando en la disco, aunque más que bailar estaban dando un espectáculo sexual en medio de la pista. El recalentón iba a más y tenían que buscar algún lugar para descargar toda aquella pasión acumulada durante toda la tarde y parte de la noche. Pensaron en algún coche pero todos los amigos con vehículo ya se habían marchado. No podían más, tenían que buscar algún sitio a cubierto porque ya empezaba a hacer frío.
    Los dos, abrazados a la puerta de aquel local, le daban vueltas a la cabeza y de súbito a él se le ocurrió que podían hasta la casa abandonada sobre el acantilado, hacía muchos años que nadie la ocupaba, Antes todos los veranos venían los dueños con una extensa familia pero dejaron de aparecer y allí estaba, con las mejores vistas sobre el mar y la playa, cerrada, eso sí, pero él, que había jugado con los niños de su edad cuando veraneaban en ella seguro que sabría entrar sin tener que romper ni forzar nada. Estaba algo lejos pero el deseo vencía todos los inconvenientes.
    Así fue, entraron por el garaje con muy poco esfuerzo, encontraron una vela en un estante de la cocina y con ella buscaron el mejor dormitorio para descargar sus ansias. Pusieron la vela sobre la mesilla y se desnudaron mutuamente con lentitud buscando las zonas erógenas con las manos temblorosas por la emoción. Estaban en Primero de Kama Sutra y Segundo de Ananga Ranga poniendo sus conocimientos en práctica en cada encuentro y en cada momento.
    Se tendieron en aquella cama que estaba perfecta, incluso limpia, solamente tuvieron que retirar una colcha protectora, se notaba que los dueños pensaban volver como siempre y nadie sabía por qué no lo habían hecho.
    Él comenzó a besarla con suavidad en los ojos, a mordisquearle los lóbulos de las orejas susurrándole palabras de amor sencillas y tiernas, más tarde se aplicó a los brazos para acabar en su boca con pasión. Después y sin perder sensualidad siguió por los pechos jugueteando con ambos pezones para dedicarle a continuación un lametón en el ombligo mientras le acariciaba las caderas. Reían a carcajadas.
    Tiró de ella hacia abajo hasta que sus muslos quedaron colgando fuera de la cama. Él fue bajando con su lengua para llegar a lo que solía llamar la fuente de la vida.
    Saltó sobre la tarima de madera que cedió con estruendo cayendo hasta el piso de abajo con un ruido sordo cuando su cabeza rebotó contra el suelo embaldosado.
    La vela se había consumido y la oscuridad de aquella noche cubriría para siempre las risas de su juventud.

    Luis M. Gurriarán
    Fonte Cuntín, 02/12/23

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  55. La carta


    Le llegó algo que hacía años que no encontraba en el buzón, una carta manuscrita.
    Tenía doble sobre, en el primero figuraba el nombre de alguien que no conocía; con manos ahora temblorosas, la abrió.
    Leyendo la primera carta se enteró de la muerte de ella, ella.
    Le escribía la hija, había encontrado la carta de la madre en una caja que esta siempre había guardado con sumo cuidado. Contenía todas las cartas que él había mandado cuando estaban prometidos y antiguas fotos de de los dos, también había una petición, que reconocía había dudado cumplir, para que le mandase esa carta que le había costado no leer.
    Nunca les había hablado de él, para ellos el único hombre que había habido en la vida de la madre era su padre, fallecido unos años antes que ella.
    Salió del porche y con esas manos ahora temblorosas abrió la carta y lentamente la leyó.

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  56. SE ACERCABA LA NOCHE
    Su mirada mostraba pesar, las cicatrices de su alma afloraban ocultando el brillo que había cabalgado en sus ojos. Sus manos extrañaban la intensidad con que, en el amanecer de su vida, habían recorrido su cuerpo. Aquellas yemas que tantos ríos y paisajes habían dibujado en su piel hoy carecían de la osadía de buscar los espacios de su belleza.
    Presenciaba su ausencia y, buscando en el recuerdo palabras que la habían conmovido, creaba frases que pudiesen disfrazar la abulia que en el atardecer de su vida les estaba invadiendo. Sonaban tan huecas como las oraciones religiosas. El recuerdo de atardeceres que habían despertado pasiones permanecía oculto en la niebla del desdén.
    Incapaz de gritar su desesperación buscando la esperanza, sentía que la oscuridad de aquella noche cubriría para siempre las risas de su juventud.

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  57. UNA DE LAS DIEZ MIL COSAS

    Circulaba por la estepa castellana convertida en verde tras las últimas lluvias, a ambos lados de la carretera se veían las fincas como inmensos campos de golf sin hoyos ni jugadores pero la tormenta había pasado y el atardecer en la meseta es lento y con unos tonos de rojo que se reflejan en las pocas nubes que quedan, realmente impresionantes.
    Buscaba mi balneario que había reservado pocos días antes, estaba a unos kilómetros del pueblo de Almeida de Sayago, en la provincia de Zamora, próximo a la frontera portuguesa. Enseguida vi el cartel de Balneario 600 metros junto a otro que indicaba Al Dolmen del Casal del Gato. Era un buen comienzo. Enseguida distinguimos el arco de entrada con una diosa Shiva, de la meditación y de las artes, y al fondo el edificio principal con su rótulo en fachada LA DAMA VERDE. Al entrar me llama la atención el nombre del restaurante El Unicornio.
    Tras los trámites hoteleros nos fuimos a visitar el Dolmen para estirar las piernas tras varias horas de coche guiados de la perrita Mora que apareció por allí y se empeñó en acompañarnos. Al salir nos percatamos de que en un cercado había un pony paticorto y bastante desgarbado que más tarde nos enteraríamos que se llamaba Al Capony. Esa noche dormimos como troncos, el cansancio del viaje nos dejó baldados. Estábamos solos, los únicos clientes en toda la instalación y daba la impresión de que aquello era nuestro. Además, a partir del 15 de diciembre y acercarse las fechas navideñas de repente nos queremos más que antes y nos deseamos felicidad pero lo cierto es que todos pretendían nuestro bienestar y hacernos una estancia agradable. Era una sensación curiosa y a la vez placentera.
    Por la mañana el ritual de los baños con sus chorros, burbujas, que si ahora agua caliente, después fría y vuelta al agua caliente, que parece que es lo gratificante para el cuerpo y tal vez para el alma, vete tú a saber.
    Cenamos con tranquilidad y nos fuimos a la cama, solos de nuevo en el edificio porque el personal vivía en otro, frente al hotel. A media noche oí un ruido que me parecieron pisadas de caballo al trote. Desperté a mi mujer y se lo comenté. Ya no se percibía nada, me dijo que bien podía ser el pony que se había escapado de su cercado. “Anda, vuelve a dormirte”, se dio media vuelta para seguir en ello. Yo no me quedé tranquilo.
    Al día siguiente nos contaron que el nombre de Dama Verde era porque desde las fotos aéreas en verano se veía todo pardo y una zona verde, de humedal, que era donde estaba el balneario y que recordaba el contorno de una mujer andando y un mapa de las provincias de Zamora y Bragança tenía una zona que recordaba a un unicornio, animal del que bien es sabido y según la mitología qué el que bebe de su sangre se hace inmortal. Todo muy geográfico y real/irreal, y yo que con los años me he ido haciendo un tanto escéptico pues me lo creí/no me lo creí.

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  58. UNA DE LAS DIEZ MIL COSAS - 2 -
    Aguas sanadoras que bien lo agradecen mis viejas y maltratadas articulaciones, excursión y otro día más, o mejor dicho otra noche más y vuelta a oír ruidos extraños de madrugada, está vez de suaves pasos, como si alguien arrastrará los pies con calzado muy liviano por el pasillo. No desperté a mi mujer, con todo cuidado abrí la puerta y me pareció ver una sombra femenina que desaparecía por las escaleras. No dormí más aquella noche dándole vueltas a lo que había visto, de si podía ser una sugestión tras oír los ruidos propios de la madera de la construcción, de los árboles que rodean todo, del viento,…
    El cansancio de noches de poco dormir se iba acumulando en mi cuerpo y me quedaba dormido en cualquier lugar pero esperaba la noche con impaciencia para ver si podía aclarar todo lo estaba sucediendo. Seguíamos solos en el Hotel Balneario.
    Esta vez me despertó un fuerte ruido de cascos de caballo, no podía ser el pony, era más bien un bravo corcel. Los sonidos provenían del exterior. Me senté en el borde de la cama, me restregué los ojos intentando despertarme lo más posible y seguía oyendo lo mismo. Esta vez sí desperté a mi mujer que oía lo mismo que yo. Abrimos el balcón y vimos el espectáculo, la dama vestida de verde esmeralda cabalgaba un unicornio que empezó a trotar hacia la entrada para dar tres vueltas por el jardín y seguir con un galope tendido hacia las estrellas. Vimos claramente un catéter que salía de la yugular del unicornio directamente al corazón de la Dama Verde que se estaba así asegurando la inmortalidad, la sangre brotaba con tal fuerza que decenas de miles de pequeñas gotas se esparcían por el aire, yo esperaba que una cayese sobre mí como regalo de Navidad para poder vivir eternamente.
    Luis M. Gurriarán
    La Dama Verde, 15/12/23

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  59. Una de las diez mil cosas


    Tenía una pequeña lista y esta vez la tenía pensado cumplir, llevaba unos años barruntándolo, pero nunca se había atrevido a hacerlo.
    Primer punto, no piensa ir a la casa de los padres a aguantar a la pesada de la hermana y sus insoportables hijos en las fiestas.
    Segundo, no piensa pisar ninguno de los centros comerciales para comprar regalos que no tiene ganas de hacer.
    Y tercero y principal, con todo el dinero que se ahorre de los regalos se va a comprar un billete y se va a pasar las fiestas a cualquier lugar en el que la temperatura no baje de veinticinco grados.
    Una vez llegue allí sólo va a pensar en si misma, porque por fin va a hacer una de las diez mil cosa que siempre piensa hacer y nunca hace, para ella la más importante, por fin va a empezar su novela, la novela que hace tiempo tiene pensado escribir y nunca escribe porque todos a su alrededor le dicen que ella no tiene nada que contar.

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  60. LIGERO DE EQUIPAJE
    Cada mañana mi pequeño Lois corría desde su cama hasta el salón, descalzo, siempre descalzo y se sentaba en la sillita de madera de haya que mi padre le había construido con mimo. Había empezado a cortar las tablas el mismo día en que nació. Con suma pulcritud y esmero había armado los laterales y el asiento, había fijado su respaldo y lijado todos los bordes, esos bordes que Lois, sin pensar, acariciaba al sentarse. No llegó a conocer a su abuelo, pero yo no podía dejar de espiar los bordes de la silla y pensar en él.
    Mi pequeño permanecía sentado mientras yo, a las ocho y media de la mañana, fotografiaba cada día el nacimiento del sol, siempre desde el mismo lugar y situando el trípode a la misma altura. Nuestro ritual secreto culminaba con una pregunta ¿ Por dónde nace el sol , Lois ? y su respuesta señalando el ventanal “Por Bastiagueiro”. Mientras lo cogía en brazos, yo observaba las nubes recordando a su madre y él perseguía las gaviotas y sus graznidos o un barco pesquero atracando. Me hablaba pero yo no podía dejar de espiar los bordes de las nubes y pensar en ella.
    Tantos años con su compañía y tantos años con su ausencia y mis principales recuerdos eran sus enfados y decepciones infantiles por lo que él llamaba entonces “malditos embustes” cuando descubrió que no existía Ratoncito Pérez ni los Reyes Magos y que el sol nacía por el este. El tiempo me había enseñando que la vida iba en serio y aprendí a disfrutar del envejecimiento y a esperar la muerte ligero de equipaje. Me había ido desprendiendo de todos mis bienes y entregado mi saber a quien pudo y supo escuchar. Sólo había conservado una sillita de madera de haya y un album de fotos del sol naciendo por Bastiagueiro. Esperaba el final pero no podía dejar de espiar los bordes de la cama y pensar en Lois.

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  61. UNA DE LAS DIEZ MIL COSAS

    Fragmento de la tesis doctoral de Sabeliña Preixigueiras, estudiante de neurología:
    Se trata de determinar, a nivel electro neurológico, cuando un momento concluyente entre diez mil, cien mil o millones de cosas o, perdón, dicho con rigor científico, factores desencadenantes, se produce en el córtex cerebral el inicio de esa reacción en cadena que desemboca en actos fisiológicos, visibles o audibles, unas veces banales, otros sublimes, que constituyen el habitual devenir material de la vida humana. Me propongo describir aquí un ejemplo, no por doméstico menos ilustrativo, de la interacción entre las apenas perceptibles nanocorrientes cerebrales y sus efectos tangibles en la más ordinaria cotidianeidad.
    Una de las diez mil gotas de whisky (mis cálculos indican que alrededor de la ordinal 8995) que se trasiega mi abuelo el día de Nochebuena es la que provoca el efecto Zener en su cerebro. Me refiero, para el vulgo acientífico, a la ruptura de esa microscópica barrera eléctrica, que desemboca en el efecto “Espíritu Navideño”. Esa diferencia de potencial (0,2 nanovoltios) que abre paso a una minúscula corriente eléctrica (del orden de 0,003 microamperios) que, emitida por la ordinal 82.721.128 de los 100 mil millones de neuronas de su cerebro, a través de innumerables vericuetos del sistema nervioso que sería prolijo enumerar aquí, provoca una reacción muscular de lengua, labios, paladar y cuerdas vocales consistente en la entonación de una ardorosa pero destemplada interpretación, con lágrimas en los ojos, del aria “E lucevan le stelle” de la ópera “Tosca”: También seria, si no prolijo, temerario, intentar establecer las causas neurológicas de las diferencias de calidad interpretativa del pobre de mi abuelo con las de un tenor consagrado como, pongamos por caso, el gran Pavarotti.
    Más inexplicable todavía me resulta establecer (aunque me cueste el doctorado) las causas por las cuales, con las mismas constantes, a saber: misma gota de whisky numero 8995 (de la misma marca, 12 años en barrica de roble), mismas características nanoelectricas Zener, misma neurona emisora (la 82.721.128), la misma mesa y la misma compañía, a este neurológicamente iconoclasta demonio de mi abuelo, en la cena de Fin de Año, se le da por sustituir la sublime melodía de Puccini por una estruendosa y vagamente erótica melopea acompañada de vigorosas palmadas sobre la mesa, haciendo vibrar peligrosamente (a una frecuencia de 10 Kilohertzios / 60 decibelios de intensidad) las copas y las bolas del árbol de navidad. Vocifera algo así como: “E pousa, pousa, pousa, e non me toques naquela cousa”.

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  62. EL VAMPIRO Y LAS MUJERES DE PAPEL

    Ahora que era mayorcito ya no leía “El Capitán Trueno”. Ni “Superman”. Ni a Salgari ni Alejandro Dumas. Ni la versión resumida del “Quijote” para adolescentes que le habían obligado a leer en el instituto. Ahora, como perversa contrapartida a la alegría, los goces y las risas de aquellas lecturas juveniles, solo leía cosas sombrías: Poe, Sheridan Le Fanu, Anne Rice, Stoker, Lovecraft y cosas así. Pero, oh paradoja, aquellas lecturas morbosas no conseguían hacerle olvidar la alabastrina garganta de Sigrid en su reino de Thule, dormida entre pieles bajo las gélidas luces del norte. Ni el palpitante escote de Lois Lane soñando con Clark Kent en su apartamento de Metrópolis. Ni el bronceado cuello de cisne de La Perla de Labuan en su dorado palacio de Borneo. Y como olvidar los suaves latidos del de Constanza Bonacieux, ávido de los besos de D’Artagnan. Incluso le tentaba la asilvestrada garganta de Dulcinea del Toboso holgando en los desvanes de los mesones castellanos. Sabía que no eran ni habían sido nunca reales, solo mujeres de papel y tinta, que todo eran desvaríos, sueños sobre sueños de su mente de ratón de biblioteca.
    Pero un día, en una librería de viejo de su vieja ciudad se topó con un viejo códice maldito: “El Libro de los Brujos”. Corrió con él a su casa y en la penumbra de su gabinete, combatiendo su aprensión ante una copa de vino, lo abrió, recorriendo con dedos estremecidos las fórmulas mágicas y blasfemos encantamientos de sus páginas carcomidas por las termitas del tiempo. Se detuvo ante uno, adornado en los márgenes de la página con un pentaculo trazado con tinta roja o tal vez con sangre: “De las minúsculas larvas que, producto de la descomposición, brotan de los lagrimales de un cadáver de siete días, cocidas en una solución de siete gotas de rocío recogidas de la superficie de la lápida, y mezcladas con la sangre del propio brujo, se obtiene un elixir que proporciona a este el acceso carnal no solo a cuerpos desaparecidos en la noche de los tiempos, sino también a cuerpos existentes tan solo en el firmamento de la imaginación y los sueños”. Mientras lo leía, el sabor a frutas rojas y regaliz del vino se trocó en un leve matiz agridulce, parecido al de la sangre. Hacia justo siete días que había oído repicar un toque de difuntos a las campanas del cementerio próximo.
    El Capitán Trueno destronaba tiranos en todos los confines de la tierra. Sigrid dormía bajo la aurora boreal. Superman desbarataba los planes del malvado Luthor. Lois Lane dormitaba. La flota de piratas de Sandokan hostigaba los puertos del virrey de Borneo. La Perla de Labuan yacía en una tibia duermevela. D’Artagnan y sus mosqueteros arruinaban los planes de Milady y el Cardenal. Constanza soñaba con los besos de su gascón. Don Quijote “desfacía entuertos” bajo el imperturbable cielo de La Mancha. Dulcinea, sesteando en un pajar, fantaseaba con pretendientes de menos triste figura. Pero ahora, él sería dueño de las palpitantes carótidas de sus doncellas mientras aquellos idiotas, doblemente idiotas por mantenerlas en su doncellez, vivían sus absurdas aventuras.
    Mientras caminaba bajo un cielo sin luna ni estrellas, entre los fuegos fatuos del cementerio, con un pico en la mano derecha y una pala en la izquierda, su alma negra exhaló un voluptuoso suspiro de satisfacción, aun sabiendo que la oscuridad de aquella noche cubriría para siempre las risas de su juventud.

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  63. EL ANCIANO HUIDIZO

    Tengo que reconocer que era una mosca muy elocuente. Y con una sólida formación escolástica. No era como las otras, que iban a lo suyo sin molestarme, paseando indolentes sobre mi pecho, mis piernas y mis brazos. Esta, posada en el lóbulo de mi oreja, desgranaba toda clase de argumentos filosóficos encaminados a consolarme. Hablaba del inminente advenimiento del Creador, del día en que los cielos se abrirían para darle paso. Del día eterno en que El vendría para enjugar las lágrimas que anegaban este perro mundo. Los inconmovibles cimientos del ateísmo practicante que me había acompañado a lo largo de toda mi vida parecían resquebrajarse ante la inflamada contundencia de su oratoria. Por momentos, irritado, me asaltaba el deseo de aplastar de un manotazo a aquella intrépida mensajera del Señor. Pero yo no podía dejar de espiar los bordes de las nubes esperando ver surgir tras ellas la gloriosa aparición del Anciano de la Barba Blanca y entonces me faltaban las fuerzas,
    Pero aún más imparable que el devoto bisbiseo de la mosca, era el inexorable transcurrir de las horas y llegó el atardecer tiñendo el cielo de un impenetrable muro gris oscuro de nubes sin bordes, al parecer, impenetrable incluso para el Anciano patrón de la incansable y minúscula profeta.
    Entonces sonó la campana y el reverendo cerró su libro de oraciones.
    Así que ahora espero impaciente el momento en que me entierren de una vez, más que nada, para librarme de su insoportable verborrea.

    SIEMPRE PONGO RUMBO A LAS NUBES

    Es que al final siempre pasa lo mismo. En esta sociedad de borregos adocenados el que se sale del redil la caga. Tras las protestas de la bruja del segundo derecha, del matrimonio de jubilados del tercero izquierda y del violinista de la Filarmónica del piso de arriba, que me martirizaba todas las tardes rascando las tripas de su Stradivarius, el presidente de la comunidad me reconvino “llamándome al orden”. Pero yo no podía dejar de espiar los bordes de las nubes. Así que me echaron de casa. No lo entiendo. Pagaba religiosamente el alquiler, mis costumbres eran irreprochables e incluso era una especie de héroe nacional. Pero se excusaron con la peregrina disculpa de que asustaba a los niños que jugaban en el parque cuando salía volando por la ventana. Probablemente el malvado Luthor habría infiltrado alguno de sus agentes en la comunidad de vecinos.
    Pero, en fin, dejémoslo correr. Ahora me he mudado a los Cárpatos, vivo en un castillo y nadie se escandaliza de mis vuelos nocturnos. Espero que a estas alturas de la película el capullo del profesor Van Helsing y sus acólitos hayan pasado a mejor vida.

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  64. LLUVIA

    Siempre he pensado que el verdadero amor, como la misma vida, es lluvia. He conocido y creído amar a muchas chicas: en el instituto, en la oficina, en puticlubs, a una esposa, en el círculo de jubilados, pero ninguna era lluvia. Desde entonces, innumerables tormentas han bañado mi cabeza cana, pero ninguna traía la verdadera “lluvia” que había perseguido durante toda mi vida. Ahora, recién operado de cataratas, los oftalmólogos me habían recomendado que no levantara demasiado la cabeza hacia la luz. Pero yo no podía dejar de espiar los bordes de las nubes esperando “esa lluvia”. Hasta que una tarde de otoño los filos purpúreos de los cúmulos sobre mi cabeza, me anunciaron la llegada torrencial del verdadero amor. Entonces, salí al parque y una ráfaga de lluvia se materializo en un cuerpo de mujer y bailamos desnudos, fundiéndonos jubilosos, mientras los marchitos pétalos de nuestros cuerpos decrépitos se transmutaban milagrosamente en tiernos y erectos retoños de juventud. Naturalmente, la policía municipal nos arrestó por escándalo público. En interior del calabozo continuó toda la noche cayendo aquella inconfesable lluvia que jamás podré olvidar. Cuando a la mañana me desperté, exhausto, a mi lado en el suelo solo quedaba un pequeño charco perfumado de nubes. Pero ella había estado allí. Porque entre los característicos dibujos e inscripciones groseras que adornan las paredes de estos lugares lucían, primorosamente trazadas, innumerables nubes de bordes purpúreos. Los atónitos guardias tuvieron que arrastrarme por la fuerza para sacarme de mi Templo de la Lluvia.

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  65. Ojos cerrados


    Estoy tumbada en medio de nada, de la nada, los ojos cerrados, completamente cerrados.
    Intento volver a verte, volver a encontraros, incluso estiro el brazo en un vano intento de sentir tu mano, vuestras manos.
    Antes estabais aquí, conmigo, me acompañabais y juntos, tumbados, cerrábamos los ojos, teníamos que cerrar los ojos, pero yo no podía dejar de espiar los bordes de las nubes y me castigasteis, me dejasteis sola, uno a uno desaparecisteis, os fuisteis, tú el primero, los demás contigo y aunque inútilmente sigo cerrando los ojos dejé para siempre de veros.

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  66. Sospeita

    Díxome moitas veces que me quería, e gustaba de facelo no quiosco da praia, sempre moi ben atendidos por Alberto, o atractivo camareiro cubano, decote sorrinte e servicial. Mirabamos o solpor arroubados: cirros , nimbos e estratos como espumas, formas tinguidas en maxenta e contornadas por fíos de prata a facer figuras caprichosas e efémeras.
    Unha vez, mentres abrazaba a Marie pareceume ver no ceo unha desas formas de significado desacougante, mais desbotei a atención. Volveu outro día a parecerme que a vira, unhas mans a se mover como un abano, e tampouco non fixen caso. Outra vez as figuras eran mans de prestidixitador, a rotar sobre si mesmas, unha tapando a outra (xogos de mans, xogos de viláns). Non era cousa de entregarme á sospeita, e no momento do abrazo tentaba mirar para outro lado, pensar noutros asuntos, mais eu non podía deixar de esculcar o bordo das nubes. Aínda vin outra vez esas figuras: mans abertas a repartir labazadas, como esas que se dan para acordar xente adurmiñada, como dicíndolle “A ver se espreguizas”
    Despois deu en chover uns días, e o ceo chumbo non deixou ver raio algún. Pasabamos pois o tempo a falar co camareiro do quiosco. Mellor dito era Marie quen falaba con el, porque eu quixen comprobar sen estorbos esas aparicións no ceo, camiñando só pola area a enxergar o horizonte, ata ver de novo aquelas imaxes. Tras unha raiola amosou unha nube como man aberta a andar de esquerda a dereita e viceversa que de súpeto fechouse en puño e estricou dous dedos, o maimiño e o furabolos, en evidente significado de poñer os cornos.
    Volvín as vistas cara a terra, e a carón do chabolo o cubano e a Marie estaban, abrazados, a facérenme iso mesmo con moito entusiasmo.

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  67. CENA DE NOCHEBUENA

    - Tío, ya sé que estas reuniones familiares acaban contigo. No me extraña, es que son agotadoras, todos a opinar voz en grito, encima los que más tienen que decir son los que no pertenecen a la familia. Para más inri tú eres ateo y tienes que festejar la Navidad casi por Decreto Ley.
    - Mario, a mí no me importa la reunión porque mientras en teoría unos celebran el nacimiento de Jesucristo, que no le veo yo la cosa, porque el espíritu religioso no acabo de vérselo por ningún lado, otros festejamos el solsticio de invierno, el cambio de ciclo, donde muere la vida para nacer de nuevo. A partir de estas fechas los días vuelven a crecer y eso de alguna forma imprime alegría. Pero volviendo a la cena de esta noche, no hay quien lo aguante, a la tercera copa de vino empiezo a estar mejor, aun así…
    - Mira tío, yo desde hace varios años lo que hago es tomarme una pastilla de estas y me río hasta de las tonterías del pesado de Alberto con sus chistes y gracietas que lo qué no tienen es eso precisamente, ninguna gracia.
    - Pero tú estás un poco trastornado, cómo me voy a tomar una de esas pastillas que no se sabe qué llevan, además, yo no consumo ninguna droga desde los años 60, eso sí, en aquella época era capaz de fumarme toda la cosecha que producían en Chiapas, pero eso se acabó hace muchos años.
    - Hazme caso, tío, poco antes de ir a la cena te pones conmigo una pastilla de estas debajo de la lengua y ya verás como nos lo pasamos los dos se pongan como se pongan. Cógela, hombre, no tengas miedo.
    - Pero qué es esto que me estás dando.
    - LSD pero muy suave, lo que llaman dosis de Hippy.
    - No, ya sé, creo que te voy a hacer caso porque cada vez se me hace más pesadas estas reuniones.
    No esperó Ambrosio a que se acercase la hora de la cena y se metió la pastilla en la boca. Enseguida empezó a hacerle efecto. Estaba sentado frente al ordenador intentando escribir un relato para el Taller de Escritura en el que participaba y ya empezó a elucubrar:
    - Jajaja, y ¿qué haremos con Papa Noel mañana?, podemos meterlo al congelador con Walt Disney hasta el año que viene. Jajaja, parece mentira lo que se le ocurrió a la seño, tenemos que escribir un texto con la frese “pero yo no podía dejar de espiar el borde de las nubes”, el borde de las nubes, como si se pudiesen espiar así, sin más, como si fuésemos unos James Bond de la vida. No veo esto nada claro porque no hay ni una nube, jajaja, está todo despejado, y aunque las hubiese, para qué voy a espiarlas, qué voy a averiguar, además no tengo pistola, ni periódico para vigilar oculto sin que se den cuenta de mi presencia, si tuviese al menos alguna chica Bond cerca podría hacer un esfuerzo extra para averiguar algo, si apareciese alguna nube, pero así, en frío, no creo que salga de esta. Jejeje, si me dijeran que espiase durante la cena, seguro que algo averiguaría entre todos los comensales, eso sí que tiene material del bueno, que aquí cada uno es de su padre y de su madre, y vaya líos se montan, ahí sí que habría asuntos para espiar, porque las nubes…
    - Pero tío, qué haces riendo solo, ya te has tomado la pastilla y aún faltan dos horas para la cena, qué voy a hacer contigo.
    - Ya veo que tienes conexiones con Electra, lo sabía, te estaba esperando, tengo licencia para matar, eso es lo que quieren decir los dos ceros de mi nombre de espía, no saldrás vivo de esta si no confiesas cuál es tu misión.
    - Hola a todos, el tío Antonio no vendrá a la cena, se encontraba indispuesto y se fue a la cama, me encargó que os lo comunicase, no es nada grave pero esta noche no va a poder acompañarnos.

    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 25/12/23

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  68. El álbum

    Mira, aquí estoy con mi bisnieta, ella está empezando y yo acabando ¿La ves? ¡Qué pequeña parece en mi colo!
    A ver, cuatro esquinas y poca cantidad que tú también te vas acabando, pero mira, lo estamos consiguiendo, estamos terminando el álbum, tengo que pegarlo con cuidado ¡Ay! Este temblor de manos...
    ¿Recuerdas cuándo lo empezamos? Antes tenía todas estas fotos guardadas en una caja, vi el álbum y no pude resistirlo, haría compañía a los anteriores,.
    Al poco te compré para ayudarme y aquí estamos los dos, página a página, foto a foto ¡Que pena que Marisa ya no este conmigo! Le habría gustado ver que continuo su labor.
    En fin, creo que ya no nos quedan muchas más, nos falta tan poco como a esta última página vacía.
    ¿Llegaremos al primer cumpleaños de Gelines?

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  69. EL IMPARABLE OCASO DEL GRAN SUPERGEN

    No puedo cerrar los ojos a la realidad. He de reconocer que mis buenos tiempos como superhéroe han pasado. Los despiadados capitostes de la Marvel, aduciendo que, en estos tiempos de superrapidos pegamentos de cianocrilato, mis anticuados métodos para atrapar en mi adhesiva viscosidad a los villanos resultaban patéticos y ridículos, me echaron con cajas destempladas. Allá ellos con sus Thor, Aquaman, Spiderman, Ironman y demás “mans” de mierda. No me dejaría arrinconar tan fácilmente, como el ya amortizado SuperImedio Pero, sin embargo, con gran dolor he de reconocer también que en Tokio los editores de publicaciones Manga, me despidieron a patadas, haciendo mofa, aquellas ratas amarillas, de mi precioso y “vintage” color anaranjado. Desesperado y, como buen superhéroe, siempre deseoso de prestar un servicio a la sociedad, acudí al Vaticano, institución al parecer tan trasnochada como yo, ofreciéndole mis servicios adhesivos para mantener cohesionada una institución tan volátil hoy en día como el matrimonio, pero a aquellos orondos cardenales célibes, tan satisfechos y bien servidos en su celibato, el asunto les importaba un pito, con lo que se rieron en mis barbas y con su característica, pero firme, melifluidad, me pusieron de patitas en la intemperie de la Plaza de San Pedro. La naturaleza de esta nueva derrota excitó la imaginación de mi cuñado (hasta los superhéroes tenemos un cuñado), un tipo no sabría decir si demasiado creativo o demasiado chiflado, que me apostrofó: “Claro, cuñao, has de reconvertirte, adaptarte a los tiempos. En adelante en lugar de “Supergen” serás “Supergenital”. Infiltrándote sabiamente en lubricantes vaginales, geles potenciadores y otros productos de entrepierna tan en boga hoy en día, obtendremos si no la indisolubilidad del matrimonio, la indisolubilidad del coito. ¿Imaginas un mundo de parejas firmemente unidas, como amorosos siameses, por los genitales, en un eterno sexo tántrico, ajenas a guerras, twitters, cotizaciones de bolsa y miserias laborales? ¡Cambiaremos el mundo!”
    Accedí, no demasiado convencido y con una leve premonición de catástrofe inminente. Y así fue, la intentona terminó con innumerables ingresos en urgencias seguidos de traumáticas separaciones de “siameses del amor” mediante complicadas intervenciones quirúrgicas e incluso algunas amputaciones. El aluvión de denuncias termino con los huesos de mi emprendedor cuñado en chirona. Yo, olvidada y borrada para siempre mi efímera condición de “Supergenital”, en atención a mi anterior hoja de servicios como simple “Supergen”, fui indultado.
    Ahora, porca miseria, manipulado por diligentes operarios, entusiastas bricoladores y aplicados escolares, contribuyo a la perfecta fijación de suelos, moquetas, tableros de contrachapado, planchas de formica y cromos de futbolistas.

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  70. EN UN PISO DE VALLECAS

    Entrecerrando sus ojos miopes, contempló con una cierta melancolía el tubo de pegamento. Se conocía de memoria las minúsculas letras con las precauciones e instrucciones de uso. Había pasado mucho tiempo, ¿Cinco? ¿Seis años?, desde que había empezado a usarlo. Era parte del regalo que le habían hecho su esposa y sus hijos el día de su jubilación a los sesenta y cinco. Ahora ella había muerto y ellos se habían ido.
    Con aquel tubo de pegamento como compañero había cruzado el Cabo de Hornos y navegado por océanos remotos, cantando viejas salomas a través de los trópicos. Compañero infatigable de Fletcher Christian y el Capitan Bligh en busca del árbol del pan. Venciendo ciclones en el Pacifico. Tendiendo palos, masteleros y gavias. Fondeando en atolones de aguas color turquesa poblados por angélicas nativas de piel y ojos del color de la canela. Pero su periplo de navegante enlutado por la muerte de su esposa, tocaba a su fin. Ahora solo le quedaban cuatro o cinco gotas de pegamento. Las utilizó para pegar cuidadosamente el bauprés, luego a modo de despedida se tomó el tiempo de fumarse un cigarrillo y dejó deslizarse sus trabajosos viajes de cinco años por la rampa de porcelana.
    “Es realmente marinera” se dijo, suspirando satisfecho, al ver la maqueta de “La Bounty” deslizarse grácilmente en la bañera llena.
    “Al fin he terminado” – murmuró mirando con ojos brillantes el retrato de su esposa – “Ahora podremos viajar para conocer el mar”.

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  71. MI GEPPETTO

    Al regresar del colegio subía corriendo las escaleras de madera deseando descubrir la comida que mi madre nos había preparado. Tras percibir el olor a lejía de las escaleras recién fregadas, al cruzar la puerta y aspirar el aroma procedente de la cocina, gritaba el nombre del plato que intuía nos esperaba en la mesa. No siempre acertaba y, a veces, me disgustaba acertar. Daba igual, el hambre tras tantas horas en el colegio sin probar bocado hacía apetecible cualquier cosa. Aquel día me gustaba especialmente la comida, ropa vieja y antes una sopa caliente.
    No teníamos clase por la tarde, era jueves, el día de la semana que aprovechábamos para visitar a mis abuelos. Antes de salir de casa, mi madre pasaba revista al brillo de nuestros zapatos y al cepillado de los dientes. Mi hermano casi siempre tenía que repetir ambas tareas. Para llegar a casa de los abuelos, tomábamos el trolebús y como teníamos que recorrer casi toda la ciudad, el viaje se convertía en una aventura, inventábamos historias acerca de las personas que nos acompañaban y nos reíamos del conductor y el cobrador que, durante el trayecto, tenían que descender, al menos un par de veces, para recolocar los troles en el tendido eléctrico.
    Entrábamos corriendo en casa para saludar a la abuela que siempre estaba sentada y pedaleando en su máquina de coser, rodeada de cojines y cortinas de colores y materiales que llamaban nuestra atención. Le dábamos un beso, nos sonreía y, sin parar de trabajar, comenzaba a charlar con nuestra madre. Enseguida les pedía permiso para ir al taller para saludar al abuelo.
    El taller era mi paraíso, entraba corriendo y llamando a gritos a mi abuelo, mientras los empleados, a los que recuerdo siempre alegres, le decían “cuidado maestro que llega la revolución”. Me resultaba gracioso y me encantaba que le llamasen “maestro”, sentía que era alguien importante y, años más tarde, sabría que para todos ellos sí había sido importante.
    Quería tocar todo lo que veía, los tejidos , la guata, las mechas para vivos o los hilos, sentarme en los sillones pendientes de tapizar y ordenar las agujas por tipos y tamaños. No me gustaba pisar las chinchetas y tachuelas que se clavaban en la goma de los zapatos y rechinaban cuando caminaba. Pero mi placer era coger los tubos de pegamento y jugar, antes de la suave riña con que siempre acababa el juego, a pegar los restos de tela y madera que encontraba. Mi abuelo insistía en que los materiales no se podían despilfarrar, pero a mí me encantaba el olor del pegamento y sentir en mis yemas sus restos pegoteados que, al llegar de noche a casa, tendría que frotar con fuerza para que desapareciesen.
    Ese olor a pegamento lleva asociada la imagen del abuelo, trabajando sin parar ni un momento “siempre hay cosas que hacer” decía. Aquel anciano, bajito, delgado, con su cabello blanco y siempre de buen humor. Lo recuerdo con sus gafas, las lentes decía él, con la patilla atada con un alambre y su delantal de cuero. El maestro. Un pionero en reducir el consumo, reciclar y reutilizar.
    Aquel jueves fue especial porque no sólo llevé a mi casa los restos de pegamento en mis dedos, el abuelo me regaló un tubo casi vacío o, tal vez, totalmente vacío, pero que conservaba el olor a pegamento y a su taller. Antes de dormir mi madre nos leyó “Las aventuras de Pinocho” y al describir al creador de la marioneta descubrí que el abuelo era mi Geppetto.
    Desde entonces en cada una de las casas que he vivido y en los lugares que he trabajado, en un cajón del escritorio siempre tuve y tengo un tubo de pegamento. A veces dejo que se pegue un poco en mis dedos y conservo los restos durante horas; en otras ocasiones, lo esnifo y dejo que mi mente me lleve lejos. El mundo en esos momentos desaparece, pero mi Geppetto permanece a mi lado.

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  72. Un tubo de pegamento

    —Amáñoo eu—dixo, moi disposto, aínda coa bata prestada tomada a tentas da alfombra.
    A lámpara de louza caera da mesa de noite e esgazara a figura—un corpo de muller de seos superlativos— co desprendemento dalgún anaco, mesmo no medio do frontal esquerdo, onde salientaba antes o botón máxico e marrón. Unha desgraza naquela casa tan noble, tan señorial, tan ben amoblada e tan ordenada na incríbel sucesión de adornos, pinturas, cortinas e pequenas e decorativas obras de arte.
    Compría disimular a pequena desfeita, e asemade darse a valer como home con habilidades e solucións. Había que restituir o botón desprendido. A señora da casa ergueuse atemorizada de que o marido chegase e detectase o desperfecto.
    —Pegamento incoloro, necesito pegamento incoloro—solicitou o galán.
    Tras unha procura polos caixóns das cómodas e aparadores do cuarto onde xaceran e tamén nos colindantes, ela trouxo un tubo de cola instántanea e transparente.
    Pega e repega, el coloca o anaquiño, ela limpa os bordos e usa o seu camisón para luír a louza.
    Satisfeitos, tornan á actividade previa e el acorda e pregunta polo tubo. Inician a procura e non aparece, só o tapón, mentres na busca, nalgún recuncho da roupa, do tubo seguía a manar o produto unitario. Dedos, mans e camisón fican envisgados e ao fin a parella resulta inseparábel.
    E chega o marido da señora, ela tenta dar explicacións mentres o amante tira das mans sen éxito e o que consegue é dar sacudas no ar coa prenda íntima tensando así os seos da dama. Cando o ofendido marido comprende a orixe de o contacto non se ter resolvido, vai esculcar a lámpara, víraa sobre si, érguea e abáixaa e parece aliviado, exclamando:
    —Apenas é perceptíbel, menos mal.

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  73. EL MURO DE LAS MEDITACIONES

    Un gigante de piedra, sin final a lo alto,
    es el inmenso muro de las meditaciones.
    A veces, cabizbajos transeúntes del mundo,
    quedamos, junto a él,
    parados frente al sol del pensamiento,
    con ese atisbo humano perdido en el deseo
    de que al final de un lado…
    de la esquina visible…
    pueda surgir la luz que nos sorprenda
    y colme de respuestas nuestro arcón de las dudas.

    Cada mente es un mundo;
    cada cuerpo un espejo de la vida vivida
    donde, en justa medida, se nos refleja el alma.

    Pero somos distintos… tan distintos
    que, a pesar de apariencias similares,
    análogos estatus,
    culturas adyacentes,
    costumbres reiteradas o gustos parecidos,
    no existe un ser humano
    que, por forma, manera, consecuencias o aspectos,
    encaje con justeza en otro molde ajeno.

    Cada cual se procura su sol del pensamiento
    y elucubra sus sueños
    según el paraíso que recrea
    y que espera aparezca, no tardando,
    por la esquina visible que vislumbra cercana.

    Inmersos en la espera,
    cabizbajos, profundos,
    metidos en la cueva de la elucubración
    libramos tempestades
    curvados sobre el telar que teje los proyectos.


    Todavía alimenta, frente al muro,
    un sol que es de mañana.
    Todos saben, lo piensan, yo lo pienso…
    que llegará la tarde,
    y en la tarde, las sombras se acercan a los cuerpos
    y todo se oscurece.
    Pero no les importa; a mí tampoco…
    Todos siguen… yo sigo buscando luz y calma.
    Todos siguen… yo sigo mirando hacia la esquina.
    Todavía calienta el sol…
    todavía calienta… y es un sol de mañana.

    Quijote.
    A Coruña, 26 de enero de 2024

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  74. Mañana más

    Ahora sólo hay tres delante, cada día venimos menos, cada día menos esperanzas.
    Estamos aquí, esperando como ganado y ya somos reses viejas, ya no nos quieren, a veces pienso que hasta se olvidan de nosotras, de que estamos aquí fuera, bajo el sol o la lluvia, aguardando inúltilmente a que un jovencito venga e indulgentemente nos diga que hoy sí , que hoy hay trabajo para alguna de nosotras, con mucha suerte para todas nosotras.
    Pero nada, hoy tampoco nadie abrirá esa puerta, nadie querrá nuestros servicios y yo estoy cansada, agotada.
    Y mañana de nuevo esta inútil espera, ver a los demás entrando a primera hora, yendo a ocupar sus puestos y nosotras aquí, mendigando por las sobras de su trabajo, en fin, creo que por hoy es suficiente, mañana volveremos a ver si hay suerte y por fin nos caen unas pocas migajas.

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  75. NADA

    Nadie sabía de donde habían venido. Pero estaban allí. Inconmovibles. Día y noche. Tan inconmovibles como el muro tras ellas. Algunos decían que eran madres esperando a hijos e hijas desaparecidos. Otros que esperaban a sus esposos perdidos en la última guerra. Los más chuscos aseveraban que estaban esperando el tranvía. Algunos, los más románticos, afirmaban que aquellos cuerpos decrépitos esperaban la llegada del amor verdadero. Pero, en el fondo de su corazón, todos sabían que la última dictadura militar y la última guerra habían terminado hacia ochenta años. Y que los tranvías habían desaparecido de aquella plaza medio siglo antes. Y naturalmente, que el amor verdadero, que risa, es tan solo un sueño de idiotas. Los más filosóficos aventuraban que las cuatro damas eran en realidad cuatro preguntas y que desde el otro lado del muro se oían respuestas que solo ellas alcanzaban a oír. Con el paso del tiempo, la población se acostumbró a la perpetua imagen de las cuatro mujeres ante el muro, y cundió la indiferencia. La gente, presurosa, pasaba por la plaza ensimismada en sus asuntos y quehaceres cotidianos. Tan solo algunos escolares traviesos se paraban para tirar del borde de las faldas de las cuatro impertérritas damas. Y de vez en cuando, grupos de turistas despistados se detenían para fotografiarlas. Así que la vida siguió su letárgico curso, hasta que un día, cuatro operarios a bordo una camioneta, enviados por la Autoridad Competente, retiraron los cuatro acartonados cuerpos para trasladarlos al Depósito de Mobiliario Urbano Obsoleto. Entonces estallo el motín. ¡La ciudad se había quedado sin preguntas! La otrora indiferente multitud, enfurecida, derribó el imponente muro de granito huérfano de las cuatro damas, en busca de respuestas, para encontrarse que al otro lado no había nada. Nada: tan solo el estéril y mudo pavimento y al fondo otro muro, desnudo de damas, aún más alto que el que habían derribado.

    “ALLONS ENFANTS DE LA PATRIE…”

    Se decían que sus hijos no habían muerto en vano en el Somme y en Verdun. Habían contribuido con su sangre a salvar a la patria de los “boches”. Así se consolaban mutuamente, hablando entre dientes, sin descomponer la figura, porque intuían que el Mariscal llegaría de un momento a otro para imponerles las medallas a título póstumo y no era momento para chácharas. Se pusieron aún más rígidas y solemnes cuando oyeron acercarse un ruido de tambores. Pero no era el Mariscal. Era un pelotón de fusilamiento. Protestaron enérgicamente, lloraron, imploraron, intentando deshacer el error. Pero un enérgico sargento, tras vendarles los ojos, dio la orden de disparar y allí, ante el paredón, se quedaron aquellas heroicas madres, condenadas a la fosa común destinada a los traidores a la patria.
    Al otro extremo de Paris, en un bosquecillo del extrarradio, el mariscal Pétain, imponía a Mata Hari y otras tres heroicas mujeres, espías del Kaiser Willy, la medalla de Mártires de la Patria.
    Entretanto, en el centro de la ciudad, el sargento Gillipois, enlace entre la sede de los Tribunales Militares y el Ministerio de la Guerra, abandonaba el local de Pigalle donde hacia siempre una pausa en el camino para tomarse unas copichuelas, despotricando contra las putas que, muy bromistas ellas, siempre le revolvían los papeles. Aun así - el Calvados, ya se sabe - el cabronazo entonaba airosamente “Allons enfants de la patrie…”

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  76. CONFERENCIA EN LA UNIVERSIDAD - 1

    Pasaba unos días en Barcelona y mi sobrina Gemma, que estaba muy relacionada con el mundo de la música por trabajar con Ramón Gener en sus producciones musicales para televisión como This is Opera y otras por el estilo, y sabiendo mi afición por la música me facilitó una entrada para una conferencia sobre Enrique Granados en el paraninfo de la antigua Universidad Central.
    Llegué algo tarde y me senté en la última fila. En el estrado había tres hombres y una mujer, uno de ellos, al que casi no entendía porque farfullaba las palabras, estaba disertando sobre la relación de Granados con Albéniz en lo personal y en sus composiciones. Miré el programa de mano y parece ser que era una autoridad sobre ambos compositores pero entre su defectuosa dicción y su erudición que yo no llegaba a alcanzar, no sabía qué hacer. Aguanté al menos un cuarto de hora más y me levanté sigilosamente como quien se va al lavabo apurado. Eché una ojeado al estrado y vi al resto de los conferenciantes en posturas y caras de aburrimiento, tal vez por eso dejaron a este hombre hablar primero para levantar los ánimos musicales a continuación. Mientras salía escuché la melodía de una pianista china Hye-Won Cho de la que ya había oído hablar y que hacía versiones de compositores españoles de la corriente modernista con mucho arte.
    Fuera del salón todo estaba desierto en aquella hora tardía y se me ocurrió meter la nariz por el vetusto edificio. El de seguridad estaba en la puerta para no dejar entrar pero yo ya estaba dentro, alumnos y profesores hacía horas que se habían ido. Accedí a uno de los patios, encontré una puerta entreabierta y bajé por una escalera estrecha hacia un sótano. Estaba poco iluminado, sólo por las clásicas luces de emergencia, pero en cuanto se me acostumbró la vista a la penumbra fui viendo cada vez mejor y aquello estaba lleno de deshechos, desde pupitres rotos hasta un caballete de pintor o una estatua de yeso sin cabeza. Empecé a encontrarme cómodo curioseando entre aquellos trastos inservibles hasta que al fondo escuché unas voces. Me fui acercando con cautela y vi a ocho personas sentadas en corro conversando, asomé la cabeza y me di cuenta como quince ojos (uno era tuerto) podían amedrentarte de tal manera que quedases paralizado. La voz de unos de ellos me asaeteó: -¡¿Tú qué haces aquí?! Pasa, pasa y no te quedes ahí como un gilipollas. Contesta a mi pregunta. Les expliqué lo de la conferencia aburrida mientras me miraban con cara amenazante. Estaba pasando mucho miedo y no sabía cómo reaccionar. Se hizo un silencio total y de lejos sonaban los compases de un piano, no sé si obra de Granados o de Albéniz. Rompió el silencio el tuerto que dijo: -Ven y siéntate, no te quedes ahí y cierra la puerta porque como empiece a bajar gente esto va a ser peor que Las Ramblas.











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  77. CONFERENCIA EN LA UNIVERSIDAD - 2

    No se me ocurrió otra cosa que preguntarles que hacían en aquel lugar. Resulta que eran estudiantes de fuera, que su economía era escasa y preferían gastarse el dinero en otras cosas que en vivienda instalándose allí cada trimestre. Nadie lo sabía y llevaban dos cursos en el sótano, durante el día iban a clase, entraban y salían como los demás alumnos y por la noche se recluían en aquel subterráneo que me mostraron, amplio y que habían equipado completamente, incluida nevera.
    -¿Pero alguna vez saldréis por la noche?, les pregunté.
    - Pues claro, me dijo uno, el padre de aquel, dijo señalando a otro, es cerrajero y él aprendió el oficio. Cambió la cerradura de una puerta de atrás que no se utiliza y tenemos una llave cada uno, nunca salimos en tropel. El problema es que ahora conoces nuestro secreto y tenemos que hacerte desaparecer.
    No tenía escapatoria, me tenían rodeado y no veía salida. Empecé a soltar una perorata explicándoles que no era de Barcelona, que no les contaría a nadie su secreto, que me parecía muy bien lo que estaban haciendo, que no había derecho con los precios de los pisos para estudiantes, y mil argumentos más mientras me miraban con sonrisas poco tranquilizadoras.
    -¿Quieres tomarte una copa?, será tu última en este mundo bajo tierra, me dijo uno.
    -No, gracias, le contesté.
    -Pepe ya sabes lo que tienes que hacer, dijo el que parecía el cabecilla del grupo haciendo un gesto al otro con la cabeza.
    Pepe, que era como un armario de músculo puro, me cogió del brazo y me llevó casi a rastras por un pasadizo mientras volvía a oír de fondo las notas de la performance de la pianista china, yo cagado de miedo.
    -Mira tío, de esto ni palabra o te la cargas, y no es broma, te habrás dado cuenta que alguno te sacó una foto, así que ya sabes, estás controlado. Sacó la llave, abrió una puesta y me dijo: ¡Lárgate!
    - ¿Y esto a dónde da?, pregunté.
    - A dónde va a dar, que pareces idiota, a la calle Enrique Granados.
    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 29/01/24


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  79. La danza de las hojas

    Vengo a este parque siempre en otoño, siempre cuando caen las hojas, lentamente, como caen las notas de un piano ¿Te acuerdas? Ese piano que tanto nos gustaba escuchar juntos.

    Siempre que veíamos en el programa a Granados y su “Danza española nº 5” ahí estábamos nosotros, no faltábamos nunca.

    Y ahora, mientras paseo por debajo de estos árboles, cuando alguna de estas hojas doradas, granadas, cae sobre mi abrigo vuelvo a sentir el leve peso de tu cabeza al apoyarse en mi hombro y escucho de nuevo esas notas cayendo, contigo.

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  80. MÚSICA DE AUGA

    Hai músicas que incautan o corpo todo, que volven xelatina o sistema nervioso e poñen un home inválido e volátil. Hai un trance de pasar a un estado transparente, perdido xa calquera vestixio da resistencia que a opacidade ofrece.
    Hai músicas que te enganchan coa terra. Iso é a saudade, o desexo íntimo de así confundirse coa materia da que o home procede. Retorno, encollemento sublime ante o ciclo da vida. Con que alegría ese regreso, ben mirado!. Con que orgullosa traslación do que ao fin resta, nese periplo que no seu remate iguala e finiquita! A saudade, un sentimento especial nunha terra singular. Como todas, claro. Mais é bon distinguilas mediante a paisaxe, a música, a comida, os versos.
    Con todo, esta música non fala da terra, se acaso da praia, fala de Andalucía. Agora ben, quen vive nesas notas arrincadas dos fíos metálicos é sobre todo a auga. . Auga tímida onde nadan cabezolos e zapateiros. Auga dun río novo que aínda non busca o mar. Tal vez a que se desprende dos canos de cinz rebozados de inverno, xeada branca e efémera. Brotar de río breve, xunqueira florida, remanso da troita inocente, leva e achega dun muiño xa silenciado.
    Seméllanme suspiros dun piano que súa en frío bágoas de nostalxia, Queixumes dun río pequeno, o Monelos, que encerraron antes de chegar ao mar. Un andantino case allegretto, estor de beixos dun orballo insuficiente.
    Penso nas lágrimas de Boadil a caer no estanque dos nenúfares, Esferiñas brillantes que se albergan nos graus granates da granada. Granada, terra (digo auga) soñada por min.
    Auga ou música que nos procura e nos molla, tenaz e morna. Atrápanos pra revivir as humidades plenas. Pra esluírmos a modo a vida. Así debería ser a morte, docemente abrazado a ti.

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  81. GRANADOS, SCHUBERT Y MI CHINA
    No pude por menos que prorrumpir en una estrepitosa carcajada cuando Yoo Jung, aquella especie de exótico bombón oriental que me había echado por novia, me confesó que su mayor ambición en la vida consistía en convertirse en pianista. No creáis, esta trascendental confidencia no me la hizo en la intimidad del jergón ni ante uno de los bonitos atardeceres en la escollera del rompeolas en los que compartíamos nuestros besos, salivas, ácidos desoxirribonucleicos y otros fluidos corporales que el pudor impide nombrar. Que va, no sé cómo, sin venir a cuento, me disparó tan insólito deseo un amanecer, después de la verbena del barrio, tras una prosaica taza de chocolate con churros. Entonces, como decía, sorprendido mientras devoraba un exquisito pastel por mi propia carcajada rabelesiana, de mi boca se proyectó un pegote de nata justo en la entrepierna de sus ajustadísimos pantalones de piel de leopardo del Serengueti. Se sonrojó muchísimo, mirando avergonzada a los circunstantes y tras limpiarse apresuradamente, con mirada furibunda me espetó: “Pero que bestia eres, Paco, te crees un fauno de los bosques de Tracia y en realidad no eres más que un grosero ñu de la sabana africana. Deberías ser un poco más sensible, hombre”. Mientras yo, fingiendo contrición, me limpiaba la nata de la barbilla, añadió muy seria y al borde del llanto: “Es que ayer estuve leyendo la historia de Yuja Wang, la célebre pianista, china como yo” Confundido, no pude evitar echar una mirada desconfiada al camarero pensando: “¿Qué demonios le habrá echado este en el chocolate a mi mujer pantera?” pero me repuse y para ganar tiempo le pregunté: “¿Pianista de rock and roll? Con tu tipo de tigresa del desierto de Gobi harías arder el escenario que ni el Jerry Lee Lewis” “Pero que cretino eres, Paco – me respondió con los rasgados ojazos ardiendo de cólera – Yuja es una consagrada pianista de música clásica” y acto seguido, tras arañarme la mejilla con sus uñas de gata, con una pericia digna del mas diestro de los torturadores del gran Fu-Man-Chu, se levantó muy ofendida rumbo a los lavabos. Aproveché su breve ausencia para documentarme con el móvil acerca de la tal Yuja y los interpretes orientales de música clásica para así poder reforzar mis argumentos disuasorios. Cuando regresó, todavía llorosa, ya tenía preparado mi discurso: “Pero “Yujú”, esa chica de la que hablas comenzó a tocar con seis añitos y sus padres eran músicos y tú eres la hija, y a mucha honra, eh, del chino del bazar del barrio. Además, no sé yo…el célebre violinista Pinchas Zukerman expresó sus dudas acerca de la capacidad y sensibilidad de los orientales para interpretar la música clásica occidental…”. “¿Que sabrá ese mierda de judío presuntuoso acerca de nuestra sensibilidad? – tronó interrumpiéndome – Aun menos que tú, patético macarrilla de vía estrecha. Además, que sepas que llevo seis meses de academia y que ya he interpretado con éxito la Danza Española Nº 5 de Granados en el Centro Cívico y que los profesores me han animado a seguir en el conservatorio”. Y tras abrir el bolso, con un brillo de orgullo tras la humedad de sus pupilas, me mostro unas partituras. “Schubert - Impromptus D935” ponía allí, sobre aquella serie de indescifrables cagadillas de mosca. Casi me da un “impromptu” cuando agregó, rompiendo abiertamente a llorar: “Y ahora estoy con esto, pero tú…tú…detestable ñu de la sabana… “
    Continúa…

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  82. Continuación…
    Su llanto me tocó el corazón y, conmovido, acaricié su arrebolada y húmeda mejilla susurrándole al oído: “Venga, mi tigresa, no te pongas así, estas decisiones tan trascendentes hay que meditarlas con mucha calma. Vámonos a casa y después ya veremos”.
    Y allí, en nuestra buhardilla, arrullados por la luz del amanecer derramada sobre los tejados y la selva de las antenas, no sé si por mi novedosa y bestial condición de ñu de la sabana y la suya de acariciadora de teclas blancas, oh, y negras, uh, tuvimos la más salvajemente húmeda, musical y placentera sesión de sexo de nuestras pobres vidas.
    Ni que decir tiene que cuando nos desnudamos, lo primero que hice fue cubrir con mis calzoncillos las amenazadoras partituras del Schubert depositadas sobre la mesilla.

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  83. Marfil rosa

    Quizás no hayas oído hablar de mí, soy un Laxadonta cyclotis, más conocido como elefante del bosque, seguramente sí que hayas oído hablar de mis parientes, el elefante de la sabana y el gran elefante del Kalahari.
    Nosotros somos los más pequeños, los que queremos pasar desapercibidos en las selvas, sólo nos reunimos de vez en cuando en los claros del bosque, ahí aprovechamos para ponernos al día y abastecernos de las sales minerales de los suelos.
    Como en la mayoría de las reuniones familiares nos saludamos con placer y, al cabo de un tiempo, volvemos a las profundidades de la selva amiga, la selva que nos protege y acoge, porque no podemos despistarnos, no podemos confiarnos.
    Como ya te dije, seguramente tú no nos conozcas, pero hay personas que aprecian algo que, a nuestro pesar poseemos, que nace con nosotros y de lo que no podemos deshacernos.
    Se llama marfil rosa, una particular variedad muy apreciada, así que amigo, si algún día ves esa preciosa talla en la que me han convertido, acuérdate de mí, acuérdate de mi familia y niégate a llevarme contigo.

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  84. C U L T I V A D O
    La tranquilidad se vio interrumpida por los graznidos de gaviota. Eran las nueve en punto y el salón se inundó de ese sonido que tanto desagradaba y asustaba a Andrea. Había estado mil veces en la casa de Marcos pero seguía sorprendiéndose cada vez que el maldito reloj de pared marcaba las horas con sus sonidos de animales marinos. A las diez escucharán a una ballena beluga, a las once sonará un albatros, a las doce un delfín cerrará el día.
    Marcos , al escuchar las quejas de Andrea, reía en la cocina mientras finalizaba la preparación de un lacón con grelos. ¿Un plato pesado para cenar, no crees? inquiría desde el salón. Él le respondió que era una condición de la “idiota invitada” de la cena. Se llama Pilar ¿cómo se llama tu idiota?
    Habían organizado la cena bajo el titulo de Cultivado. Ella había convidado a un compañero de su coro universitario, Lukas. Lukas Mozart, descendiente de la hermana del compositor austríaco. Su “idiota” era lo que se podía considerar un hombre cultivado. Especialista en la obra de su ilustre antepasado, ejercía también de crítico literario y, tras varios fracasos sentimentales, había renunciado a su bisexualidad y se consideraba cómodo en su soledad, tal vez, buscada.
    La voz contralto de Lukas Mozart no brillaba especialmente en el coro pero su directora lo mantenía por el valor añadido de su apellido. Había aceptado gustoso la invitación de su compañera Andrea ya que sentía curiosidad por probar el lacón con grelos, algo que le parecía “ancestral y salvaje”. Al conocer su reacción, Andrea supo que había encontrado un buen idiota para la cena cultivado.
    Se llama Lukas, con K. Es de Burgos y su apellido paterno es austríaco. ¿A qué se dedica Pilar? Cuando Marcos detallaba, con mucha ambigüedad y un léxico rebuscado, los estudios y dedicación de su invitada, Andrea era incapaz de intuír qué y quién era Pilar. Sólo averiguó que era egresada en Coristanco, nombre de una población que jamás había escuchado, entendió algo sobre estudios de medio natural y, eso sí, supo que se había encargado de suministrarle los grelos, aunque no sabía el motivo de esa decisión. Marcos sentía cierto regocijo al observar la inquietud de su amiga.
    Puntual, coincidiendo con los sonidos de ballena beluga, Lukas, con un elegante sobre de cartón que contenía un disco de vinilo, llegó al apartamento de Marcos y, antes de que Andrea se lo presentase y descubriesen el disco que le regalaba, Pilar alcanzaba los útlimos escalones con un contagioso alborozo y una enorme bolsa verde de tela con letras negras impresas que entregó a Andrea, dejándola al lado de sus pies descalzos.
    Anfitriones e invitados se abrazaron efusivamente y cruzaron sus nombres, al tiempo que Lukas explicaba el valor del disco de Mozart , recalcando su parentesco, y Pilar loaba las virtudes de las patatas de Coristanco que contenía la bolsa con el misterioso mensaje que escondían las letras Z A N T R A U E L A. Todo maravilloso, pero lo mejor, sin duda, son los grelos que envié esta mañana.
    La cena avanzaba como habían imaginado Andrea y Marcos, el cultivado Lukas parecía ridiculizarse a medida que insistía en explicar permanente la obra de Mozart que sonaba en el comedor y Pilar, que se definió como agricultora, detallaba cada paso del cultivo de los nabos de grelos, desde la siembra hasta la recolección de sus brotes florales tiernos. Con cierto tono de mofa, Marcos pidió coincidiendo con el sonido de un albatros ¡ un brindis por nuestra cultivadora !
    Varias copas de vino después de finalizar el lacón con grelos Pilar explicó a Andrea, susurrandole al oído, que el misterio del mensaje de la bolsa de patatas era la recomposición de la naturaleza. Mientras tanto Marcos imploraba a Lukas detalles y misterios de su bisexualidad abandonada.
    Minutos antes de que el sonido del delfín ahogase la música de Mozart, las dos nuevas parejas se habían abandonado al cultivo del amor o, tal vez, sólo del sexo.

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  85. MI FRAGA FAVORITA
    Por aquel claro del bosque Iba con relativa frecuencia cuando hacía buen tiempo, se trataba de una fraga muy densa de arbolado autóctono: laureles, abedules, robles y castaños, lo que más predominaba. Después de ir por allí varios años a sentarme a leer a la sombra de los vetustos árboles que al menos llevaban siglos plantados, aquel día me apoyé en un viejo castaño, tal vez centenario o milenario, en función de quien lo date. Me pasé un buen rato en aquella postura hasta que acabé de leer un libro de relatos con introducciones de poemas que había escrito una amiga. Me levanté algo entumecido por acomodarme en el suelo pensando que la próxima vez que viniese por aquellos andurriales me traería algo para sentarme, que mis huesos ya no estaban para andar revolcándome por la hierba.
    Me llamó la atención aquel árbol de gran porte y di una vuelta a su alrededor. Era lo que en mi tierra llamamos una caracocha, es decir, un árbol horadado del que prácticamente sólo queda la superficie del tronco, se podía entrar en su interior ya que tenía una gran abertura por la parte contraria al claro del bosque. Me metí dentro observando aquellas delgadas paredes que quedaban del castaño, ennegrecidas por el tiempo. Estaba absorto pensando que a pesar de lo poco que quedaba del tronco el árbol estaba vigoroso, como si se tratase de un ejemplar joven. De repente el suelo cedió y me vi arrastrado al fondo de un espacio amplio. Cuando reaccioné tras el susto miré alrededor, había bastante claridad, la luz del mediodía entraba por el agujero que había hecho en mi torpe caída, me sacudí la ropa en un acto reflejo, de aquel espacio salía un túnel y al fondo se veían haces de luz que entraban, pensé que podían ser otras caracochas a las que se le había hundido su interior como me pasó a mí.
    No iba a ser fácil salir de allí porque la caída había sido de varios metros aunque amortiguada por la tierra arrastrada. No tenía más daños que algunos pequeños golpes y rasguños. Pensé alumbrarme con el móvil para acercarme a las otras luces por si allí la superficie era más accesible pero me lo había dejado en casa. Me fui a tientas intentando memorizar el camino por si tenía que volver atrás, pasé por varios agujeros y no encontraba ninguno fácil. Seguí caminando por aquella semioscuridad escuchando multitud de ruidos y algún animal que pasó rozándome la pierna. Pensé que eran topos, ratoncillos de campo y otros animales que pululan bajo tierra, estaba acostumbrado a la vida en el campo y no me asustaban.
    Llegué a uno de los agujeros por los que entraba más luz y en un rincón, sentada en el suelo, me encontré con una hermosa mujer llorando. Se me abrazó con desesperación, dijo que se llamaba Dafne y me contó que le había pasado lo mismo que a mí, que llevaba tres días sin encontrar salida comiendo castañas de las que habían caído de la superficie. La cogí de la mano y me propuse buscar cuanto antes alguna forma de salir de aquella red de túneles hasta que encontré una boca que podría valernos ya que había bastantes raíces que nos servirían de apoyo. Poco a poco fui subiendo hasta la superficie y una vez arriba, tumbado en el suelo ayudé a Dafne a salir. Cuando se encontró en el exterior se abrazó a mí con tal energía que rodamos por la hierba en un carrusel que sin mediar palabra acabó en un inesperado y explosivo polvo no buscado pero de una intensidad inaudita dada la circunstancia.
    Llegué a casa y le expliqué a mi madre la aventura del hundimiento del suelo y el encuentro con Dafne, le facilitó ropa limpia y fue a ducharse mientras le seguía contando a mamá lo de los túneles y demás.
    Pasó mucho tiempo y la chica no salía, no había otro camino al exterior que donde estábamos nosotros. Nos acercamos para ver si pasaba algo, llamamos, entramos y el único rastro de ella no era otro que restos de barro junto al desagüe de la bañera.

    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 03/02/24

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  86. Xordomudo

    Tiña mal carácter o Sindo, aquela persoa con diversidade funcional, capacidade non corrente, diferente expresividade ou dotes comunicativas singulares. Quérese dicir, un xordomudo. Sexa como for, el apañábase pra facer vida coma todo o mundo, e formaba parte da cuadrilla, un máis entre os amigos.
    Unha vez na Coruña pensaron que lle ía mal porque deu en berrar nunha taberna, ao seu xeito, con aquela emisión de sons guturáis onde predominaba un A sostido e ascendente, ao tempo de se lle poñer a faciana corada, e houberon os colegas de tranquilizar aos parroquians do Tarabelo, indicándolles que levaba varias xarriñas viradas e agora, contente, estaba a cantar o Asturias patria querida con moito entusiasmo.
    Foron ver un concerto no Palacio da Ópera, nos días de Entroido. Non sabían de que estraña maneira o seu amigo captaba a esencia da música e gozaba vendo as orquestras, sobre todo a de Aninovo en Viena ou a banda municipal no Palco do Cantón aínda que tamén o enardecían as bandas de gaiteiros. Doutra música non facía caso. Ao sairen do palacete da Avenida de Arteixo fixo ademán de reter os colegas nunha esquina e expresar algo con ambas mans a debuxar figuras diante a cara con incomprensíbeis e enérxicos movimentos
    O Licho pareceu atinar co que o amigo estaba a facer
    —Está a dirixir a orquestra, gustoulle Mozart!
    O Sindo negaba coa cabeza de dereita a esquerda e intensificaba o ir e vir das mans no aire.
    —Pois semella remedar o director. Son movimentos de batuta—dixo o Teo—fixádevos, a sinfonía número 40, non hai dúbida.
    A faciana do Sindo avermellaba cada vez máis, mais sosegou un pouco, reclamou atención, e fixo uns movimentos de rotación coa man dereita ao mesmo tempo que a elevaba e, mirando ao ceo, abría a boca dunha cuarta.
    —Ostia!—dixo o Licho—Grelos, quere comer lacón con grelos, o larpeiro!

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  87. La flauta trágica

    Mi nombre es Andrés del Adalid, el ilustre flautista coruñés, en la taberna donde trabajé en Viena me conocían como Pepe el español.
    ¿Qué por qué acabé de cocinero? Enseguida os lo cuento.
    Llegué a Viena con el único y firme propósito de que el gran Mozart compusiese un concierto en el que poder lucir mi maestría con la flauta, reconocida ya en todas las cortes europeas en donde había tocado; otros grandes compositores como Carl Philipp Emanuel Bach y Luigi Boccherini ya habían compuesto obras para mí anteriormente, pero Mozart no, Mozart no quería, me dijo que estaba harto, que sólo había compuesto obras para flauta por dinero y que era un instrumento que no soportaba.
    ¿Lo entendéis? ¡Qué no soportaba!
    Me despidió con cajas destempladas y yo me juré que esas ofensas a mí y a mi arte no iban a quedar impunes.
    Después de informarme gracias a una conversación en apariencia trivial que tuve con Salieri, que sí que supo reconocer mi arte y compuso una obra para mí, de que Mozart desde pequeño como otra más de sus excentricidades tenía predilección por los sabores amargos, me dieron trabajo en la taberna donde Mozart almorzaba después de sobornar al anterior cocinero y, aunque en Viena nadie come grelos, sí que cocinan un insulso puré de nabos, así que me puse de acuerdo con nuestro proveedor para que me proporcionara un gran manojo.
    Cociné mi último plato en la taberna, un buen lacón con grelos y le reservé un plato especial con orden a la tabernera para que le dijese que estaba preparado con toda la admiración que el cocinero sentía por él y su excelsa música.
    ¡Pobre Salieri! Sobre él recae la sospecha de mi venganza.

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  88. El contexto lo era todo.
    La iluminación cálida y tenue, diversas lámparas elegidas con el mimo de un coleccionista para que la luz y el cristal jugasen a seducirse y a seducir con proyecciones de sombras confusas, la decoración en tonos dorados, ocres y granates en paredes, tapizados y alfombras afirmaban un estatus económico solvente que apoyaba el sello de calidad del servicio, el terciopelo de mi mesa camilla en donde mis manos de manicura esmerada mantienen el contacto con este plano de la realidad, mi moño elevado con alfileres de mariposas, las pestañas que maquillan mi mirada, las sedas nacaradas de mis blusas parísinas y mis joyas de autor. Mozart, indispensable, llena la estancia como el aire. Solo Mozart alimenta mi cerebro y corazón y me aporta las condiciones para el trance. Solo Mozart anula el ruido.
    El contexto lo era todo hasta aquella mañana en la que una clienta de mi consultorio con consintió en dejar la bolsa de la compra en la sala de espera.
    _ ¡De ninguna manera! ¿Sabe usted lo difícil que está conseguir los grelos? ¡y lo que valen! ¿A tres cincuenta el manojo! ¡Y que manojo más escaso! Tiña máis rosas o centro que lle levei á madriña por difuntos e hai moitísimos anos que morrío.
    _Puede dejarlo con toda la tranquilidad, no pasará nadie a esta sala en su hora_ yo insistí con acento extranjero indefinido poco acostumbrada a la resistencia de los clientes, normalmente aceptaban mis normas sin rechistar impresionados por la experiencia de la comunicación con los espíritus desencarnados de sus seres queridos.
    _Yo quiero hablar con mi madrina: Maria Enriqueta Alonso de los Reyes. Fallecida en 1981.
    _Guarde el silencio necesario para proceder a la comunicación y ver si el espíritu de Maria Enriqueta quiere manifestarse ¿tiene usted algo pendiente con ella?
    _Nada, madrina hizo muy bien su testamento y me dejó de heredera universal, nada pendiente, quiero que me diga en que luna de agosto planto yo los grelos porque no me fio de nadie, pero quite esta música que no le va a gustar, a ella le aburrían los conciertos que la banda municipal daba tras la misa del Sacramento, y no le quiero contar de los recitales de habaneras, si venían corales al pueblo de otras parroquias se encerraba en casa de muy mal humor.
    _Guarde silencio, necesito esta música para el contacto.
    _Non lle vai vir, fágame caso e poña a Camilo Sesto. Y si me entra en la tarifa otra pregunta quiero saber cuanto tiempo los cocía, yo creo que los dejo poco tiempo y el grelo así estriñe, ¿a usted no? ¿a usted le gustan los grelos? ¿tiene tarifas planas o abonos mensuales para hablar con los difuntiños? Cuando conecte quiero que me diga si está contenta con el padrino, yo la enterré con él pero ella no quería, y también la contraseña, ¿ahora se dice así no? Una palabra clave para saber si es ella, por si se cola algunha interesada que miña tía Angustias siempre andaba celosa, quiero preguntar: madrina ¿quere tortilla de ghrois? Así ya sabré si es ella. A ver, ¿esto vai levar toda a mañán? Apaghe esta música que me poño nerviosa.
    Sin saber muy bien para qué, me fui quitando un alfiler del moño.




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  89. Víspera de Reyes. Mamá estaba intranquila. Era la primera cabalgata de Reyes Magos de mi hermanita pequeña, se habían suspendido por la guerra pero por fin volvían sus Majestades a esta tierra esclavizada por los hombres que se habían aliado con el demonio”. Lourdes tiene ya tres años y se fija mucho en todo, el bullicio de la gente la excita. Los tambores y clarines de la banda, los caballos, los porteadores de antorchas, bailarines y zancudos, los Magos y sus pajes. Mamá vio pasar la comitiva reflejada en los ojos abiertos de su pequeña. Lourdes sonreía y repetía inocente, con su desparpajo de parlanchina precoz ¡Arriba España! ¡Arriba España! Esperando comprensión mamá miraba a sus amigas que con miradas furtivas aquietaban sus nervios.
    Luego tocaba entregar las cartas con los deseos de los niños. No había en ellas ilusión ni alegría, la petición de la mayoría de los que teníamos un poco de conciencia era ver una vez más a los padres, prisioneros o desaparecidos, conservábamos la esperanza de la infancia, donde todo debe ser posible todavía. Aurora, Toñi, Cata y mamá hacían la cola juntas, cada una con sus hijos de la mano.
    Luego, entrada la noche, esperé en duermevela para escuchar como mamá colocaría en mi zapato una cajita de lápices de colores, un mazapán o una pelota de trapo, jamás pensé que nunca más la volvería a ver.
    Dicen que las fusilaron contra la pared del cementerio que fue construida para aguantar lluvia, vientos y rayos pero no balas aunque toda la parte baja de la pared, hasta una altura de persona, está agujereada por disparos de bala hasta el hueso de la piedra. Veintinueve años tenía la mayor de ellas, mamá veintisiete.
    No puedo mirar ese muro sin imaginarlas, y a la vez que me hice yo mismo mayor, me las figuro casi ancianas viviendo sus vidas tranquilas, con su traje de paseo los domingos tras la misa. Mamá de abrigo blanco y pelo blanco. De blanco limpio, de blanco paz. Tan hermosa.
    Ella es la única que no ha aparecido en la fosa común, los restos de Aurora, Toñi y Cata fueron exhumados, identificados y entregados a los suyos. De ti, me queda mi vida, con la esperanza de la infancia, creo que todo puede ser posible y escribo cada año mi carta a los Reyes pidiendo enterrarte y pasar contigo la eternidad.

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  90. UNA CUESTION VOCACIONAL
    Como buenos padres que éramos, estábamos muy ilusionados con el futuro de nuestro hijo. Cuando le salieron dos manchas violáceas en las sienes rezamos para que no fuera el sarampión. Pero respiramos aliviados cuando unos días después comenzaron a brotarle los cuernos. Había llegado la hora del Armagedón. Nuestro pequeño Anticristo gobernaría el mundo. Ni que decir tiene que cuando sus pantorrillas y pies se transformaron en caprinas pezuñas y sus muslos se cubrieron de una espesa pelambrera negra celebramos una fiesta con nuestros compañeros de la Secta.
    Pero nuestras ilusiones se desvanecieron el día que lo sorprendimos persiguiendo a las excursionistas en el claro del bosque, oh blasfemia, aquel mismo claro del bosque del aquelarre en que tan devotamente lo habíamos concebido.
    Le reprendimos. Quisimos exorcizarle – a la inversa, claro - pero no atendía a razones.
    El muy imbécil no quería responsabilidades. Decía que él se conformaba tan solo con ejercer de sátiro.

    EL EXPLORADOR
    Los apergaminados planos que me había vendido el viejo chaman de Mombasa no podían estar equivocados. La leyenda tenía que ser real. Sabía que estaba cerca del Claro en que se asentaba el Obelisco y el Templo de la Vida – algunos decían que de la Vida Eterna – pero la húmeda floresta que me rodeaba era tan intrincada, que apenas podía avanzar trabajosamente centímetro a centímetro, sin embargo, sabía que estaba llegando al Sagrado Lugar por los pequeños movimientos sísmicos que sacudían aquella selva jamás hollada por el hombre blanco. Y cuando, ya exhausto, acosado por la sed y el hambre, mientras arreciaban los temblores de aquella terra incógnita, parecía a punto de desfallecer, el Claro apareció abriéndose ante mí, presidido por el Obelisco, que más bien era una especie de singular menhir, rosado, acuoso, vibrante, como si tuviera vida propia. Cuando, loco de contento, comencé a tocarlo con la punta de la lengua, la voz de Yarelis, mi diosa de ébano tronó desde lo alto: “¡Venga Manolo, deja de hacer el idiota y penetra de una vez en el Templo! ¿Es que no ves que ya estoy en llamas?” Y mientras yo, como un erecto corderito, obedecía mansamente sus órdenes, agregó: “Y quítate de una vez ese ridículo salacot, coño, que ya me tienes harta con tus fantasías de explorador de las Fuentes del Nilo”

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  91. BALBINO, MOZART Y LOS GRELOS DE LA ABUELA

    Balbino era un niño labriego que nunca había escrito unas memorias, pero a cambio tocaba el violín en la orquesta. Era un niño labriego que nunca había encallecido sus manos con el azadón, pero las yemas de sus dedos estaban endurecidas de pulsar las cuerdas en interminables vibratos, staccatos, y cadenzas. ¿Cómo puede ser esto? Decimos que era un niño labriego porque sus padres eran labriegos emigrados a Alemania, pero incluso allí, las húmedas brumas de su Dusseldorf natal y las lluvias acidas de la cuenca del Ruhr fertilizaban ese indestructible torrente telúrico y primordial que, extraído del zumo de nuestra tierra, discurre tercamente a lo largo de las generaciones por nuestras venas.
    Además, era un niño labriego, porque su abuela, que era el mismísimo diablo, enarbolando enérgicamente, bajo el orvallo, el azadón con el que cultivaba los grelos de su pequeña huerta, se había opuesto rotundamente a que lo bautizaran con el pétreo nombre de Wolfgang: “No quiero nombres de hierro, el niño ha de llamarse Balbino como su abuelo, que en paz descanse”. De manera que, los apenas germanizados padres no tuvieron más remedio que plegarse a las enérgicas demandas de la matriarca.
    Así, durante los veranos vacacionales en el terruño, cuando ya era alumno aventajado en el conservatorio y reprochaba dulcemente a la abuela su remoto veto al nombre del gran Mozart, esta, entre caricias, le respondía: “¿Acaso no es por llamarte Balbino que tocas como los ángeles esa mariposa marrón de madera? Luego, entre mate y mate – la abuela había estado en Buenos Aires en tiempos de la emigración – pasaban las tardes entablando dulces diálogos: ella, nostalgias porteñas con ecos de bandoneón, recordando al abuelo, que reposaba allá, en la Chacarita, él, contándole sus anhelos de virtuoso, su sueño de formar parte de la Filarmónica de Berlín. Luego, al atardecer, la abuela se iba a la huerta, a los grelos, con el violín de Balbino sonando entre los surcos de su alma y él, a su vez, se quedaba ensayando, con el alma y los surcos de la abuela entreverados en las líneas del pentagrama.
    El último verano, Balbino, tuvo que adelantar el regreso de las vacaciones. Tenía una función. “¡Abuela, al fin, me han admitido en la Filarmónica! Tocaré acordándome de ti, de tus mates, de tus historias y de tu huerta”. La abuela, ya muy anciana, como si fuera una despedida que nuestro exultante virtuoso no llegó a intuir, le puso en el estuche del violín un minúsculo sobrecito de papel. “Son semillas de grelos. Te traerán suerte, ya verás”.
    Horas antes del concierto, la muerte de la abuela temblaba en un escueto y dolorido telegrama de sus padres entre los delicados dedos del violinista, Lloró mientras se ajustaba el frac antes de salir al escenario. Y su llanto también se deslizó, furtivo, hasta las cuerdas del violín mientras acompañaba al coro en la “Lacrimosa” del Réquiem de Mozart, ante la discreta mirada reprobatoria del maestro Von Karajan.
    Cuando después de unos días en que la tristeza le impedía tocar aquel violín que, al igual que él, a través del dolor, el llanto y el amor se había hecho hombre, abrió el estuche, vio que tal vez alguna lagrima suya o, quizás, del mismo violín, habían hecho germinar las semillas de la abuela en las flores amarillas del grelo, que anuncian jubilosas el final del invierno.
    Nunca llego a saber que en Viena justo aquel día, en la tumba de Mozart – aquel mismo Wolfgang que Balbino no alcanzara a ser – ante el estupor de los jardineros, también brotaron flores amarillas. Y es que la abuela había sido, era aún, el mismísimo diablo.

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  92. BALBINO, MOZART E OS GRELOS DA AVOA

    Balbino era un neno labrego que nunca escribira unhas memorias, pero a cambio tocaba o violín na orquestra. Era un neno labrego que nunca había encallecido as súas mans co sacho, pero as xemas dos seus dedos estaban endurecidas de pulsar as cordas en interminables vibratos, staccatos, e cadenzas. ¿Como pode ser isto? Dicimos que era un neno labrego porque os seus pais eran labregos emigrados a Alemaña, pero mesmo ali, as húmidas brumas da súa Dusseldorf natal e as choivas acidas da conca do Ruhr fertilizaban ese indestructible torrente telúrico e primordial, que extraído do zume da nosa terra, discorre teimudamente ao longo de xeracións polas nosas veas.
    Ademais, era un neno labrego, porque a súa avoa, que era o mismísimo diaño, enarborando enerxicamente, baixo o orvallo, o sacho co que cultivaba os grelos da súa pequena horta, opúxose rotundamente a que o bautizasen co pétreo nome de Wolfgang: “Non quero nomes de ferro, o neno ha de chamarse Balbino como o seu avó, que en paz descanse”. De modo que os apenas xermanizados pais non tiveron máis remedio que encartarse ás enérxicas demandas da matriarca.
    Así, durante os veráns vacacionais no terruño, cando xa era alumno avantaxado no conservatorio e reprochaba docemente á avoa o seu remoto veto ao nome do gran Mozart, esta, entre aloumiños, respondíalle: “¿Seica non é por chamarche Balbino que tocas como os anxos esa tua bolboreta marrón de madeira? Logo, entre mate e mate – a avoa estivera en Buenos Aires en tempos da emigración – pasaban as tardes establecendo doces diálogos: ela, nostalxias porteñas con ecos de bandoneon, lembrando ao avó, que repousaba alá, na Chacarita, él, contándolle os seus anhelos de virtuoso, o seu soño de formar parte da Filarmónica de Berlín. Logo, á tardiña, a avoa íase á horta, aos grelos, co violín de Balbino soando entre os surcos da súa alma e el, á súa vez, quedaba ensaiando, coa alma e os surcos da avoa mesturados entre as liñas do pentagrama.
    O último verán, Balbino, tivo que adiantar o regreso das vacacións. Tiña unha función. “¡Avoa, ao fin, admitíronme na Filarmónica! Tocarei lembrandome de ti, dos teus mates, das túas historias e da túa horta”. A avoa, xa moi anciá, coma se fose unha despedida que o noso exultante virtuoso non chegou a intuír, puxolle no estoxo do violín, un minúsculo sobre de papel. “Son sementes de grelos. Traeranche sorte, xa verás”.
    Horas antes do concerto, a morte da avoa tremía nun conciso e doloroso telegrama dos seus país entre os delicados dedos do violinista. Chorou mentres se axustaba o frac antes de saír ao escenario. E o seu pranto tamén se deslizou, furtivo, ata as cordas do violín mentres acompañaba ao coro na “Lacrimosa” do Réquiem de Mozart, ante a discreta mirada reprobatoria do mestre Von Karajan.
    Cando despois duns días en que a tristeza lle impedía tocar aquel violin que, do mesmo xeito que el, a través da dor, o pranto e o amor fíxose home, abriu o estoxo, viu que talvez algunha bagoa súa ou, quizais, do mesmo violín, fixeran xerminar as sementes da avoa nas flores amarelas do grelo, que anuncian xubilosas o final do inverno.
    Nunca chegou a saber que, en Viena, xusto aquel día, na tumba de Mozart – aquel Wolfgang que Balbino non alcanzara a ser – ante o estupor dos xardineiros, tamén brotaron flores amarelas. E é que a avoa fora, ainda era, o mismísimo diaño.

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  93. COMIDA DE CARNAVAL
    Va a ser una buena comida de carnaval, le encargué todo a mi madre y seguro que antes del martes tengo aquí el material. Espero que el transporte no falle, ya le dije que lo mandara por avión que es más seguro y sobre todo más rápido, pero tengo que elegir la música que también es importante. Pensé que tal vez Händel pero me parece un poco meapilas y para una reunión de ese tipo que se conocen poco tal vez tenga que pensar en algo más del gusto de todo el mundo. Son autoridades y seguro que se querrán hacer los entendidos, ya se sabe como es esta gente, no sé, tal vez alguna fuga de Bach o una sinfonía de Beethoven, que así no me tengo que preocupar de la música en bastante tiempo.
    Tengo que resolver esto ya para no tener que andar dándole vueltas a nimiedades e ir a lo importante, si al fin y a la postre se trata de una puñetera comida de negocios aunque lo disfrace del tipismo de mi tierra gallega, pero tampoco les voy a poner muiñeira tras pandeirada todo el rato. Creo que voy a optar por Mozart, buscaré lo que tengo y prepararé una mezcla de cosas sencillitas, se lo largo a poco volumen y como música de fondo va a estar bien.
    Bueno, ya está aquí el paquete, voy a abrirlo a ver todo lo que puso mi madre, aunque hice muy bien la lista, que la pobre ya anda mal de memoria.
    Qué bien huele todo esto, cachucha, lacón, costilla, chorizos, patatas de Coristanco, de todo, y grelos, muchos grelos, qué es lo que más echo de menos cuando estoy fuera de Galicia en esta época.

    -Hombre, qué bien me viene que hayas llegado tan temprano, me puedes ayudar a poner la mesa y preparar un bufet de bebidas.
    -Lo que quieras que para eso vine pronto, ya sabes que los amigos-socios estamos para ello y además espero participar en los negocios que se cierren hoy.
    -Se me hace raro, les dije a las dos y ya son las tres y media y no aparece nadie.
    -Pero le enviaste la invitación formal, le preguntó el amigo mientras sonaba el Adagio en Mi mayor K 261 de Mozart.
    -Cómo no se la iba a mandar, incluso les puse el menú para animarlos más.
    -Y, ¿qué tienes de menú?
    -Pasa a la cocina y verás. Mira, cocido completo con material de primera enviado por mi madre desde Galicia, con grelos, cantidad de grelos, como a mí me gusta.
    -Desde luego no puedes ser más imbécil. En medio de Burkina Faso, todos musulmanes, invitas a los jefes de las tribus a comer un cocido. Si en vez de cocido hubieses puesto un costillar de misionero con los grelos seguro no te hubiese fallado ninguno.

    Luis M. Gurriarán
    Fonte Cuntín, 10/02/24

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  94. MAQUILLADOR DE TEATRO

    Llevaba poco tiempo trabajando en la funeraria pero las cosas no andaban bien en el mercado laboral y tuve que acogerme a aquella oferta. Yo era maquillador de cine y teatro, había quebrado la compañía en la que estaba y no encontraba nada dentro de lo mío, hasta busqué en peluquerías, centros de estética,… pero todo negativo. Al fin me contrataron en esto de maquillar a los muertos para que los viesen presentables en los velatorios, al menos no se quejaban ni protestaban por nada, encima se estaban quietos, que lo peor para el maquillador es que se te estén moviendo todo el rato. Aquí esto no pasaba, todos quietecitos y callados, no como algunos actores que no paran de moverse, de hablar con el que está al lado y si les dices algo se cabrean. Ahora bien, como no les guste tu trabajo es un vuelta a empezar. Aquí nada de eso y siempre tienes tiempo de sobra y si algo no sale del todo bien no hay quejas, los familiares pagan y no se fijan demasiado, al final el difunto se parece a un difunto y con un poco de color en las mejillas y algún toque más para quitarles esa cara de muerto que traen, pues todos contentos.
    Estaba yo maquillando a una señora joven muerta en accidente de tráfico, la estaba dejando como un primor, con su rimmel, las cejas bien remarcadas, en los labios un rosa pálido con una fina línea en su entorno que parecía se iba a levantar en cualquier momento. Cuando te traían los cadáveres enseguida, sin el rigor mortis muy consolidado, era más fácil hacer un buen trabajo, como era este caso. De todas formas siempre pensaba que alguno se te podía levantar diciendo que no le gustaba ese tono de maquillaje, que se lo pusiese más bronceado o algo por el estilo.
    Me acostumbré enseguida y no me importaba hacer esto, al principio me daba algo de reparo, la verdad es que a todo te haces y aquí casi siempre estaba solo, iban y venían pero mi espacio era muy tranquilo y las bromas de que se podrían levantar y cosas así me las hacía yo a mí mismo sonriendo.
    Entraron con un féretro de un señor diciéndome que en cuanto me avisasen cerrase la caja que se la llevarían en un coche fúnebre para enterrar. De repente me llegó un olor nauseabundo, como de sudor reseco. No estaba acostumbrado, normalmente me traían a los “clientes” aseados y limpios. Ya había acabado con la señora y me acerqué para ver al difunto que lo iban a enterrar con un magnífico traje azul de raya diplomática. Era insoportable el hedor, pensé en cerrar la caja y que así se notaría menos. En cuanto me acerqué hice un comentario en voz alta: ¡Qué mal huele el jodido!
    Se levantó, me cogió por la pechera poniéndome una pistola a la altura del cuello y me dijo: Tú te vienes conmigo, acomódate aquí dentro y cierra dejando una rendija.
    -¿Pero a dónde?, contesté yo.
    - Ya te lo contaré de camino al cementerio, que me rocié con esa mierda maloliente para que no se acercara nadie y no hay quien lo aguante.
    Tenía todo previsto, estaban simulando la muerte de un perseguido de la justicia, el coche fúnebre tenía un doble fondo para esconderse mientras hacían el paripé del entierro a caja vacía y ya tenía en el bolsillo documentación falsa y un jet privado esperándolo en el aeropuerto para salir zumbando con toda la familia. Lo peor es que yo estaba en el ajo y no podía dejarme ir, así me lo dijo, te vienes con nosotros y después ya veremos.
    Y aquí me encuentro yo, en una pequeña isla griega, maquillando a la familia del gánster que me dice que arreglará mi vuelta cualquier día pagándome generosamente mis servicios, pero llevo ya más de tres meses y no creo que pase una semana más sin que me meta en la cama de su preciosa hija de 23 años que no hace más que insinuarse y coquetear conmigo, eso sí, arriesgándome a recibir un par de tiros de su padre.

    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 19/02/24

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  95. La Moraleja

    Había recorrido un largo camino para llegar al campo de golf, desde la madera de mis antepasadas, pasando por las bolas de plumas, continuando por el látex y llegando al caucho con el último elemento, el urano, con el que nos recubren.
    Y por fin lo he conseguido, soy la más sofisticada y perfecta pelota que haya visto jamás ningún golfista, mi destino, evidentemente, está en los cuidados campos de La Moraleja, desentonaría en cualquier otro lugar.
    Estoy ansiosa, aunque no entiendo porqué me metieron en esta caja con las demás, no merezco esto, como ya os he dicho, no soy una pelota cualquiera.
    Me lo tomaré con calma, seguro que se trata de un malentendido.
    En fin, parece que después de todo este ajetreo ya hemos llegado a destino.
    ¡Ay! ¡Cómo voy a disfrutar de esos verdes prados!
    Pero espera...¿Qué pone ahí?¿Decath qué?¿Dónde demonios me han metido?¿Qué dice esa de Campo Municipal?¿Coruña?
    No, me niego rotundamente, a mí nadie va a llevarme a un vulgar sitio público, ya os lo dejé bien claro.
    ¡¡¡Mi destino está en La Moraleja!!!

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  96. ANDREA, OMAR Y EL OLOR

    Andrea fijó la costumbre de acudir a las siete de la tarde al Coliseum, participaba, cada día, en una clase de zumba y, en solitario, nadaba en la piscina con la única intención de relajarse. Tras largas jornadas de estudio en su casa preparando unas oposiciones que le permitirían algún día ejercer como secretaria judical, se enfundaba sus mallas rosas, una sudadera que le había regalado su hermana y su gorra fetiche, recuerdo de una breve estancia en New York completando sus estudios universitarios. La proximidad del centro deportivo le facilitaba realizar una corta carrera de quince minutos desde su domicilio y regresar del mismo modo, lo que le permitía ducharse en su casa. Siempre tuvo rechazo a hacerlo en los vestuarios.
    Tras dos meses decidió romper su rutina y sustituyó las clases de zumba por una actividad de jumping buscando que ese ejercicio le permitiese sudar más y así liberar su carga diaria de estudio. Al finalizar las sesiones notaba su olor corporal y le generaba incomodidad, especialmente cuando Omar, el monitor, pasaba por su lado al abandonar la sala, pues, a pesar del ejercicio realizado, él desprendía un olor fresco. Observó como al finalizar la clase frotaba su cuerpo con unas toallitas húmedas y espolvoreaba una pequeña cantidad de talco. Ese era el secreto.
    Andrea nunca había prestado hacia Omar mayor atención que la precisa para seguir sus instrucciones durante las sesiones de jumping, hasta que una tarde él tuvo que abandonar con urgencia la clase, precindiendo por tanto de su ritual higiénico. Al pasar al lado de Andrea desprendía un olor a sudor ácido que a ella, de modo inesperado, le produjo una sensación de atracción física que jamás había experimentado. Esa noche fue incapaz de concentrarse en el estudio y tuvo dificultad para conciliar el sueño. Se preguntaba si su olor corporal podría generar en Omar la misma atracción.
    Con la disculpa de interesarse por el problema que el día anterior le había obligado a abandonar la sesión, Andrea se acercó a Omar antes de que se aplicase las toallitas y el talco, buscando la máxima aproximación que le permitiese, con seguridad, trasladar al monitor su olor a sudor. La mirada de Omar confirmó sus previsiones y esa noche fue la primera que compartieron en el dormitorio de Andrea.
    Hasta el nacimiento de Laura, basaron y disfrutaron su convivencia en la atracción física que su olor les generaba. Cuando Andrea regresaba del juzgado subía a la carrera los cuatro pisos provocando el sudor. Omar, que permanecía ocioso en casa, sin mucha intención de buscar ocupación profesional, se limitaba a abandonar el uso de la ducha y cualquier hábito higiénico, con lo que el olor a sudor que a ella le atraía estaba asegurado.
    La presencia permanente en el hogar de Andrea que generó la maternidad, provocó , poco a poco, el distanciamiento de la pareja. Cuanto más tiempo pasaban juntos más se alejaban. Ella no abandonó la costumbre de ducharse diariamente y él, tampoco modificó su ausencia de hábitos higiénicos. Sus antes atractivos olores que coincidían en las escasas horas que compartían, ahora apenas emparejaban.
    A Omar la situación no le alteraba, él permanecía ocioso en casa, sin mayor ambición que esperar la llegada de Andrea, en realidad lo que esperaba era el olor a sudor de Andrea, pues ella estaba todo el día en su hogar, aunque él la ignorase al igual que ignoraba a su pequeña Laura. Andrea, en cambio, fue dándose cuenta que, desde el principio, sólo habían mantenido emparejamiento físico, no se conocían. Comenzó a apreciar que aquel asombroso olor a sudor ácido del gimnasio se había convertido en un olor a sudor rancio y sus encuentros sexuales se habían tranformado en una desagradable experiencia de desprecio.

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  97. Andrea sabía que la comodidad de Omar sería difícil de vencer, su ausencia de ambiciones le permitían vivir satisfecho, ajeno a su pareja y, por supuesto, a su hija a la que tampoco había considerado jamás. Sólo había un camino de salida y se puso en marcha, comenzó a utilizar tratamientos higiénicos y sanitarios hasta que le permitieron que su cuerpo no produjese ninguna muestra de sudor. De ese modo fue minando la ya escasa voluntad de su pareja, hasta que una afortunada tarde un fontanero con pocos hábitos higiénicos acudió a reformar un desagüe y Omar desapareció de su vida.

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  98. “Dulce y decorosa es la muerte del que entrega su vida por la patria”

    “La bruma del mar de Irlanda trepando por las laderas, cubría nuestras montañas. Traía salitroso sudor de ballenas. De Tritones. De navegantes ancestrales. Se fundía con mi dulce sudor de niño campesino en los prados. Fragancia de sudor verde mezclado con el roció de la hierba recolectada. Después, cuando me hice hombre, fragancia del sudor honrado, negro, brillante, impregnado del carbón de la mina. Dicen que el carbón no tiene olor. Pero a mí sí me olía a toneladas de sudor con olor a trabajo y oscuridad de mi padre, de mi abuelo y del padre de mi abuelo. Y también, oh madre, al sudor de tu angustia cotidiana. Sudor mezclado con saliva silabeando oraciones por la vida de los que descendíamos cada día en aquella Barca de Caronte vertical a las entrañas de la tierra. Pero un día, el Rey Jorge nos anunció que había una guerra en los campos de Francia. Me dieron un bonito uniforme. Fusileros Reales de Gales. Y tú estabas tan orgullosa, madre. “Mi hijo luchará por el Rey y la Patria” Todo el vecindario tenía que saber que tu hijo era ahora todo un soldado. “Haz todo lo que te diga el capitán, hijo”. “Volverás cubierto de medallas”. Pero, al otro lado del canal, en las trincheras del Somme, conocí otra clase de sudor. Distinto. El hedor del sudor bilioso del miedo. El hedor del sudor ya helado, con olor a heces y a vísceras, de los camaradas muertos entre los viñedos también muertos y calcinados. Aquellos mismos viñedos que en vida habían llenado con su dulce sudor dorado las burbujeantes copas de los brindis de generales y estrategas. Recordé el dulce olor negro de mi sudor de carbón y tus palabras como si todo fuera un eco de las del capitán: “galés”, “minero”, “cavarás túneles bajo las minas enemigas”, “animo, muchacho, seguro que ganaras una medalla”. Y, así, bajo la tierra retumbante, batida arriba por la artillería, otra vez el horrible sudor. Metro a metro. Sudor con olor a rata. Metro a metro. Sudor con olor a topo. Metro a metro. Sudor con olor a babosa. Metro a metro. Sudor con olor a amonal. Y el encuentro con el enemigo. Galerías convergentes. Mineros galeses. Mineros de Silesia. Por el Rey. Por el Káiser. Y la explosión. Y el cráter. Y el cielo gris. Y las gotas de lluvia cayendo mansamente sobre los cuerpos destrozados. El del enemigo y el mío. Y él, que al morir suspiró su última palabra: “Mutter”. Y yo, que al morir suspiré mi última palabra: “Mother”. Y yo, que nunca había visto de cerca la cara del enemigo, supe en aquel momento que su sudor, su miedo y su rostro rorto eran como los míos. Eran los míos, Y que su “mutter” era la mía y que tú, “mother”, eras la suya.
    Y ahora, madre, sé que apenas puedes reconocerme, lo mismo que yo ya no puedo reconocer esta estación y este pueblo y esta mina. Porque el muchacho cuyo sudor se nutría del verdor de los prados y de la brillante negrura de nuestro bendito carbón, un títere en esta comedia de hermosos ideales, héroes y patrias, ha muerto entre la tierra y los viñedos abrasados de Francia. Ahora solo queda mi fantasma y su sudor, el sudor sulfuroso de la ira que poco a poco corroe el metal del armazón ortopédico que, rodeándolo, apenas mantiene mi cuerpo erguido bajo este bonito uniforme y estas medallas”.
    Y esbozando una gélida y mecánica sonrisa en aquel rostro inexpresivo reconstruido por la cirugía, mientras se las arrancaba, dejó caer las heladas medallas en la mano temblorosa de su madre.

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  99. SOMBRAS EN EL HOYO 18

    Había recorrido un largo camino para llegar al campo de golf, aunque las distancias para las sombras blancas no se miden con los mismos parámetros que las de los hombres. Pero allí estaba al fin. Al fin del final. En el último hoyo.
    También el General había recorrido un largo camino para llegar al campo de golf y tampoco las distancias para el General podían medirse con los mismos parámetros que las de los hombres del común, a los que guardias en motocicletas, expulsaban a los márgenes de la carretera, la única sin grietas en el pavimento que había en todo el país. Tras ellos, el silencioso y brillante automóvil blindado de color negro, trasunto de su alma, devoraba veloz y plácidamente la distancia entre el Palacio Presidencial y el Club de Golf “Padre de la Patria”. Pero ni siquiera la vertiginosa velocidad del vehículo que provocaba una nebulosa visión de las cosas tras los cristales tintados, podía ocultar a sus ojos los brumosos chamizos, bohíos y chabolas, brumamiseria, que flanqueaban la carretera. “Es irritante, – pensaba – la visión de esta chusma de desharrapados no contribuye al estado de ánimo propicio para mejorar mi hándicap”. Por el celular, ladró a su ministro del interior, la orden: en el plazo máximo de dos días – buldóceres, guardias, equipos de demolición, soldados – aquel lamentable espectáculo había de desaparecer de su vista de viejo ave rapaz.
    Luego, bajo el sol que proyectaba su sombra negra, trasunto de su alma, sobre el esplendoroso esmeralda de la hierba, la visión de los cipreses, la blanca arena de los búnkeres y las refulgentes lagunas casi le habían hecho olvidar la miseria que había vislumbrado en el camino por última vez. Si, por última vez, porque ay de aquel pendejo de lacayo que tenía por ministro de interior sí a la vuelta de su estancia de tres días en aquel paraíso artificial, volvía a verla. Cuando llegó al hoyo 18, el ultimo, su aliento sulfuroso de sátrapa exhaló un suspiro de satisfacción: había mejorado considerablemente su hándicap. Un último putt. Solo tenía que embocar la bola.
    Entonces la vio.
    No era un fantasma de los muchos que atormentaban sus noches insomnes. Era una mujer. Desnuda. Sedosa cabellera blanca. Rizado vello púbico blanco. Una tenue sonrisa de dientes afilados. Unos extendidos brazos de alabastro que lo llamaban. Un cuerpo de una albura tal que le sugería una bandera blanca de rendición.
    Miró hacia atrás. Ni el caddy, ni los escoltas de su guardia de corps que le seguían a una discreta distancia, parecían verla. Solo él.
    No pudo resistirlo. Experimentando una de sus vigorosas erecciones de viejo chivo, decidió tomar la plaza, corriendo a fundir sobre el intachable verde del césped su sombra negra, trasunto de su alma, con la sombra blanca que proyectaba el cuerpo de la mujer.
    Entonces bajo la bandera roja del último hoyo, las dos sombras, la blanca del ángel y la negra del tirano, se fundieron en un orgasmo de vapor, desapareciendo ante la atónita mirada de los guardias.
    Los miembros de la Guardia de Corps abandonaron la institución. Y hoy en día, mientras el país se consume en las llamas de un fragor revolucionario, en un infecto tugurio de la capital, un borracho balbucea en una eterna letanía, a quien tiene la paciencia de escucharle, que el hoyo 18 del Club de Golf “Padre de la Patria” es en realidad la boca del infierno que se tragó la sombra negra del Patriarca, mientras la bandera roja ondeaba jubilosamente en señal de despedida a la liberadora sombra blanca.

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  100. RELATO DE MATILDE


    Procurando un mundo completo. Matilde González
    A aboa facíalle cuspir tres veces no medio da súa salmodia antes de ditaminar. Se non tiña mal
    de ollo a súa nai a levábaa ao médico. Daquela era unha nena que cría en dragóns e en fadas,
    en bruxas e nos reis magos, nas meigas e na santa compaña, en todos os seres que poboaban
    as historias coas que os seus maiores a entretiñan nas tardes de inverno, mentres eles
    espilicaban patacas ou facían na rede. Por iso ter o mal de ollo para ela era tan posible coma
    ter a gripe e que o baluro te atendera na enfermidade tan adecuado como que te vira á
    médica.
    Case todos os seres fantásticos que a acompañaban no inverno desaparecían no verán, cando
    pasaba os días fora perseguindo bolboretas e saltóns mentres ía co pai a regar o millo,
    recollendo as moras crecidas no valo do eido, ou bañándose na praia ata que o sol deixaba de
    quentar e se poñía logo a coller coa nai as minchas que quedaran agarradas nas rochas
    descubertas pola marea. Toda a xornada entretida, ata a noite que volvían a casa por camiños
    iluminados de resplandecentes vagalumes. Algún día de néboa pesada, desa que anuncia
    treboada, parecíalle ver asomar o cabalo branco de Santiago correndo para chegar a destino
    antes do primeiro lustro, por detrás da Pena das Pegadas. En días ventosos cría oír como a
    Moura da Ourela do Castro chamaba por ela, pero co tempo calmo e solleiro os habitantes
    lendarios do lugar andaban tan enfaenados como os humanos e non acadaban a verse.
    Aprendeu a ler, e de seguido, comezou a relatar en voz alta para aboa, que non as sabía
    descifrar, as historias quietas dos libros. Pola Comuñón regaláronlle un diario e un bolígrafo de
    xiro que estreou decontado, e pronto caeu na conta de que ao escribir podía desdobrarse en
    dúas, a que sinte as marabillas do universo e se impresiona coa súa potencia e a que logo se
    distancia delas, como lle ensinaban na escola, para examinalas e razoalas. E mentres crecía
    estudiaba, examinaba, comprobaba, infería e relacionaba, a maxia foi desaparecendo da súa
    vida, a ciencia e a lóxica comezaron a rexer o seu mundo.
    Xa profesional exitosa, quixo facer un alto no traballo para acompañar os últimos días da súa
    nai. De volta na casa, buscou os lugares da infancia no intento de acalmar a angustia dunha
    perda que xa era a última dos seus devanceiros, mais solo atopou derrubas. O camiño da praia
    era unha pista asfaltada sen vagalumes nas veiras, as rochas das minchas as cernas do
    formigón con que se “humanizara” o paseo marítimo, a Pena das Pegadas o soar dun chalé,
    onde apoiaría agora os pezuños o cabalo branco de Santiago?, os mouros do castro víanse
    reconstruídos con todo detalle, sen parecerse en nada aos que conservaba no seu maxín, nos
    carteis do castro que os presentaban como habitantes da idade do ferro, no prado do lado do
    río xa non vía saltóns... e a lóxica e a ciencia non lle puideron clarexar coma unha paisaxe
    construída, explicada e interpretada ao longo de xeracións ata acadar aquela forma tan
    redonda e completa na que habitaron os seus devanceiros e a súa infancia, puido esvaecerse
    daquel modo.
    Comprendeu entón que a maxia era unha forma de explicar o mundo tan plena e
    tranquilizadora contra a angustia do ignoto coma a que fornecía a ciencia, e moito máis
    respectuosa coa vida e o co medio. E pensou que para acadar unha existencia ditosa, na que a
    ciencia non traballase fronte á vida, tiña que atopar a maneira de conxugar ambos relatos do
    mundo: o que nos achega a todos os seres que habitan na terra, coma un máis deles, e o que
    nos separa para estudiala, comprendela e utilizala. Pensou que ese era o máis grande reto da
    ciencia do século XXI e así foi como atopou a súa única razón para vivir

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  101. A H Í

    Noches insomnes seguidas de mañanas de hastío. Se refugiaba en las palabras de Eco, Lope o Cortázar. Efímeras cabañas de paz. Una madrugada de otoño, envuelto en una falsa soledad, abandonó sus párpados y abrió la mirada. Era Ella, siempre estuvo ahí, hermosa y próxima, y así fue cómo encontró su única razón de existir.

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  102. QUEDÁNDOSE NÚS
    No máis espeso daquela fraga hai un carballo do que xa nin se sabe o tempo que leva alí. Non sei se contarvos que é fermoso, porque quizás a súa casca engurrada non luza tan ben coma cando era máis novo, naquel tempo no que estaba coa sabia na forza das poucas primaveras. Pero o que si teño que dicirvos é que é grande, robusto, con pólas que terman das arroutadas de infantes, que fan zonchos para abanearse ao son dos golpes e das ansias de voos de paixón e de risas.
    Esta árbore sabe moitas historias e observa as idas e vidas de ideas e teorías ao longo dalgúns séculos de vida. Puido desfrutar de nacementos e rolos, dos pasos soñadores do comezo, das conversas e non conversas dos primeiros amoríos. E, outra vez de novo, xogos infantís. E a escoitar aqueles que pasaron do zoncho ao caxato nunha reviravolta de luares e amenceres, e contan, unha e outra vez, as inquedanzas do paso do tempo. Mesmo falan de soidades e miserias, de inxustizas e traizóns.
    O carballo só se comunica co tacto, aportando calma e forza, porque sabe que a vida volve e volve cada primavera, ata que, un amencer calquera, comeza a estar un chisco máis núa a alma. Ao longo dos anos, rompéranlle pólas cos temporais, pero a maxia da vida facía que subira un pouco máis e saíran pólas novas, que eran coma as súas fillas. Un día soubo que as súas landras, a parte de alimento, servían para repoboar o corazón do universo. E púxose ledo. Pero todo ten un final, ou quizás non, e sempre é o mesmo espírito da reencarnación que volve. O noso carballo, como calquera árbore vella, absorbe os coñecementos que, a través dos lustros -porque hai quen di que a vida enteira se renova cada cinco anos- se introducen no máis tenro e sutil da súa anatomía. E gardaba para si, e loitaba coa forza rexia e vella, contra actos vandálicos que atormentaban o mundo a través do que deron en chamar progreso. Tamén coñeceu cores e fermosuras de alentos daqueles que, aos ollos humanos, estaban mortos, e, sen embargo, insuflaban vida e ledicia aquí e aló. Tamén soubo que, as máis das veces, reproducimos desgracias e problemas, porque non somos quen de mirar con agradecemento e aprender do pasado. Pero esta árbore, cada vez con menos pólas e moitas cavilacións, sabe que as súas próximas primaveras xa non aportarán nada novo. Máis, un día calquera, veu con orgullo e placidez a vida arredor súa, e decidiuse a ofrecer ledicia. Centrándose no que acontecía ao carón dos seus pés, soubo que das súas últimas polas, fixeron lapiseiros de cores para que, coa forza de cada comezo, pintasen, nenos e nenas, o novo mundo da fantasía. Tamén veu lapis de escribir, para deixar constancia dos seus medos, da súa ilusión e do seu paso polo mundo. Cada poucos días, caía unha póliña, pero en vez de perda, era ledicia, imaxinando e imaxinando canto podería facer para ver con ollos sabios a historia da humanidade. Así, case espido, cando xa habitan nel máis noites ca días, decidiu que tiña moita luz acumulada coa que agasallarnos. E así foi como atopou a única razón de existir.

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  103. MOZART E OS GRELOS

    Eu nacín nunha aldea do interior de Galicia. Alí é moi común escoitar unha lenda que une Salzburgo coa nosa terra. Non se sabe moi ben como, pero aló polos anos 1750 comezou a emigrar xente da aldea cara a Alemaña, atraídos pola súa corte, o alto nivel de vida e o desenvolvemento da agricultura. O caso é que unha parella dos nosos galegos, mozos con gañas de vivir o seu amor sen as cargas nin os xuízos das nosas terras, andaron cara a Alemaña. María e Manuel tiñan 17 anos e ilusión por compoñer unha sinfonía de liberdade nos seus folgos de xuventude. Estes rapaces non sabían moi ben o que os esperaba alí, pero unha noitiña marcharon, entre lusco e fusco, cun peregrino que viñera a Santiago de Compostela. Este home falaba coma eles, non se sabe por que, e, conmovido polo seu amor, ofreceuse a buscarlles un traballo digno na súa terra. Os rapaces non sabían moito de escola, pódese dicir que eran analfabetos, aínda que algunhas letras si bailaban nos miolos para compoñer palabras sinxelas. Pero tiñan gañas de estar xuntos e de aprender. O que si sabían é a historia da Arca de Noé, pero eles animais non podían levar. Cando chegaron a Salzburgo, cidade que despuntaba pola vida de opulencia na Corte, o amigo cumpriu o trato: pasaron a ser os serventes do Profesor Leopold Mozart e da súa dona Anna María, que estaba en cinta.
    O demais xa case non volo conto: unhas semillas na faldriqueira da rapaza, os grelos que nacen na Alemaña ao mesmo tempo que o neno Wolfang Amadeus Mozart viña ao mundo, un 27 de xaneiro de 1756. Xa remato a historia: a mamá alimentada polos nosos grelos e o neno que chucharía, dende os primeiros días de vida, ese sabor agre que lle deu a inspiración e o desenvolvemento, fixeron que se formara o músico grandioso e inimitable.
    Mercedes

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  104. Mentes confusas
    Cando oín a música, o meu corazón comezou a latexar con forza. Outra vez non, pensaba. E a música seguía a petar nos meus miolos como se se tratara dunha orquestra instalada no cerebro. Eu sabía que me esperaba unha noite complicada. Cando empezaba ese son de instrumentos, en vez de relaxarme, gozar e agardar, o meu corpo comezaba a tremer coma se un cento de demos andasen a abanear as súas campaíñas de premonición fatal.
    Lembro ben aquel día no que tocabamos as dúas xuntas o piano, a mamá e eu, a catro mans. Na realidade eran as dúas dela e as miñas inocentes e diminutas que estorbaban, pero desprazábanse con rapidez, intentando premer todas as teclas á vez. Ela ría e ría co resultado. Un golpe, ruídos estraños, berros, a mamá no chan. Unha figura de home, borrosa, mentres eu me transportaba a un mundo de soños e luz. Non volvín ver a mamá. Tampouco ao meu papá.
    Fai anos disto, pero estes sons melancólicos toléanme. Dinme as gardiáns do reformatorio, perdón, do centro tutelar de menores, que é para que nos relaxemos. Mañá tornarán de novo. Desta vez, si, intentarei manter o control escribíndovos.
    Mercedes

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  105. Carlos Neira Taller de Escritura Creativa. Venres, 15 de marzo do 2024

    Firmeza


    Dende o seu leito de prostración, a xanela case sempre aberta permitíalle ver unha paisaxe limitada, os cotos verdecidos de maraña, xestas e toxos, e unha incipiente invasión de eucaliptos enxoitos. A brisa salitrosa non lles sentaba ben. A brisa do mar aí detrás. O mar, a natureza, podían ser unha razón de existir, se ben non o eran. Tamén o cariño dos seus. A súa irmá, tan entregada, tan silenciosa e sempre atenta, e o seu cuñado, un home cabal, un tanto maior ca el, inmensamente respectuoso con canto lle podía dicir. Por eles, a razón de vivir era presente e continua, mais non.
    A veciña Lola, que non se sabe por que lle colleu lei, unha muller de sentimentos fondos e intelixencia clara, de ollada sincera e limpa como poucas. Unha muller que sería unha perfecta compañeira. Quen puidera! A catalá que veu mirar como estaba e, contra todo o que pensaban os máis, a axudar no que decidise, poñendo por diante, porén, cantas razóns hai para manterse neste mundo.
    A decisión estaba tomada. Comunicoulla a todos catro, e non ocupou moito tempo en explicalo, xa eles intuían a súa firmeza e tiraban do grande respecto que por el tiñan, sabendo asemade da dificultade de combater unha argumentación sólida, extensa, matinada durante anos, e respaldada por casos similares na loita ata agora inútil para ser este dereito así recoñecido.
    Ía acabar coa súa vida.
    Faltaba unha quinta persoa por sabelo da súa boca directamente, o sobriño Simón. E veu falarlle. Escoitou só o primeiro argumento e logo falou el:
    —No o fagas, tío. Non quero perderte.
    —Non me perderás, terásme na túa memoria, e tal vez poidas verme ou escoitarme cando necesites de min. Andarei polos sitios, como ese deus dos cristiáns.
    —Abonda con terte neste lugar, saber onde estás, falar contigo.
    —A ver, Simonciño. Non son máis ca un vexetal. Gustaríame andar contigo por eses montes, volver á praia, xogar ao fútbol…non teño máis que esta cabeza que asoma polo embozo, non hai nada do home que fun, nin do home que puidera seguirte, disfrutar contigo no tempo que nos tocase xuntos, ser o teu compañeiro acaso nalgunhas cousas…Non teño máis ca esta cabeza.
    Simón calou, foise ao seu dormitorio e volveu cunha libreta, un álbum de cromos da Liga de Fútbol.
    —Tío…Vexo xente que ti non ves, teño amigos e colegas, veciños e veciñas dos que gosto, teñen pernas e brazos, e tórax; móvense. Mais eu mírolles a cara. A miña medida da xente é a cara. A vida que hai darredor está nos rostros, na cabeza, no que pensan e din. A vida que tes ti….mira
    Abríu o álbum e así aberto mostroullo ao tío Ramón. Alí estaban os xogadores da primeira división do fúbol, bustos de mozos cheos de vigor, caras todas diferentes.
    —Son facianas, tío, miradas, e se puidera escoitalos, sobre todo aos que admiro, sería feliz. Como son escoitándote a ti.
    A palabra, o último que a Ramón lle quedaba, ficou atoada na súa gorxa E así foi como atopou a súa única razón de existir.

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  106. UN HOMBRE EN LA MULTITUD

    Esa mañana no fue a la fábrica. La oscura fábrica. No volvería más. Porque esa mañana había visto la luz. No las frías luces de neón que abrasaban el cerebro y el alma. No las luces de los automóviles brillando moribundas en el esmog. Ni siquiera la luz del sol, ese astro que, girando cada día alrededor de la tierra, nos atormenta con el desvaído brillo de su arrogancia. Había leído el Libro. Había visto la luz cegadora de su Creador. Había visto el esplendor del Paraíso prometido.
    Ahora, caminaba seguro entre la multitud. Ya no era el zombi que se levantaba cada mañana sin razones para existir. Ya no era el paria mal pagado. Ya no era el “paisa” de los compadritos del gueto. Deslumbrado por la luz. Deslumbrado por la fe. Se sentía nimbado por el halo de los elegidos. Había buscado y había encontrado.
    Llevaba una pistola en el bolsillo. Un cinturón de explosivos bajo la parka. El Libro. El Halo de los mártires. Y así fue como encontró su única razón de existir.

    SIAMESES

    Gloria siempre sonreía. Con su extraño vestido lleno de corazones y lunas, corazones que latían y lunas que brillaban, sembraba amaneceres.
    Miguel siempre suspiraba. Con sus oscuras ropas de hortelano de camposantos que regaba con lágrimas, cosechaba sombras y besaba calaveras.
    Gloria soñaba vuelos de albatros. Sobrevolaba Borneo, Camboya, milenarios templos habitados por selvas esmeralda, mares fosforescentes. Serena, sin sospechar sufrimientos.
    Miguel se soñaba explorador de insondables simas nocturnas de las que a duras penas salía sano y salvo, murmurando oscuros sofismas sobre la inencontrable razón del existir.
    Sin saberlo, Gloria se sentía sola sin Miguel.
    Sin saberlo, Miguel se sentía solo sin Gloria.
    Se sospechaban siameses antagonistas separados sin sedación.
    Gloria sonreía suspirando por Miguel.
    Miguel suspiraba sonriendo por Gloria.
    Siameses simétricos en la penumbra: mixtura de luz y sombra, de sombra y luz.
    Tras un eclipse sin luces ni sombras, se separaron.
    Sabiéndose sin salvación, Miguel quiso suicidarse.
    Sintiéndose salvada, Gloria quiso seguir su soleada senda.
    Miguel sabía, reflexionaba. Sabiduría, reflexión: sinónimos de abismo.
    Gloria sentía, vivía. Sentimientos, aliento primordial: sinónimos de cumbre.
    Miguel, sin Gloria. Solo. Sepultado en el blanco abismo de un hospital.
    Gloria, salvada en su cumbre, seguía sintiéndose sola sin el abismo de Miguel.
    ¿Miguel sepultado? ¿Gloria salvada?
    No.
    Gloria bajó de su cumbre al abismo del hospital.
    Miguel, emergiendo del abismo de sombras, tomó la mano de Gloria. Y en el unísono de sus latidos de siameses descubrió lunas, lagrimas, corazones, brumas, amaneceres, calaveras, albatros, mares fosforescentes, oscuras simas y arcaicos templos cubiertos de verdor.
    Y así fue como encontró su única razón de existir.

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  107. Serendipia

    Todo empezó un día que subía a casa de madrugada.
    El vecino que más de una vez, a pesar de las continuas quejas, les había fastidiado la noche con su música y colegas, bajaba las escaleras tropezando contra las paredes.
    Al cruzarse con él, cuando casi se le cae encima, se apartó en un acto reflejo.
    Lo vio en el rellano con el cuello y la cabeza colocados en un ángulo imposible.
    Subió a casa y durmió lo que le quedaba de la noche tranquila.
    Nadie en el edificio lo echó en falta.

    Pocos días después iba conduciendo, a una velocidad mayor de la permitida, y no pudo evitar lanzar por los aires a una mujer que se introdujo en la calle sin mirar hurgando en el bolso.
    Bajó a todo prisa y se disponía a llamar por el móvil cuando le vio la cara.
    Guardó el teléfono. Subió al coche y arrancó sin mirar atrás.
    Había reconocido en ese rostro a la encargada que les había hecho la vida imposible a ella y a las compañeras en su estresante trabajo, desde que despidieron al anterior encargado, de teleoperadoras, muchas se fueron hastiadas peo ella resistió y terminó ganando el juicio por despido improcedente.
    Al día siguiente las nuevas teleoperadoras no pudieron evitar una leve sensación de alivio al enterarse de la “trágica” muerte de la encargada.

    Lo siguiente sucedió cuando iba corriendo, como hacía tres veces por semana, por una zona poco transitada a esas horas.
    Lo vio, iba corriendo de frente y lo reconoció, acababa de salir de prisión, era el hombre que había matado hace unos pocos años a su mujer con más de treinta puñaladas en las que el juez no vio ensañamiento.
    Esta vez la caída no fue accidental.
    En la prensa, dos días después, salió en un rincón de la portada el hallazgo del cadáver entre las rocas.
    La familia de la mujer respiró, por fin, resarcida.

    Después de esta tercera ocasión lo tuvo bien claro, no todas las personas tienen derecho a estar en este mundo, se propuso remediarlo.

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  108. CUATRO BAJO PAR
    Había recorrido un largo camino para llegar al campo de golf, de noche, con tormenta; los rayos caían alrededor del coche sobre los eucaliptos que tan alegremente había mandado para Galicia Fray Rosendo Salvado desde Australia; hoy, al menos por estos andurriales, servían de pararrayos.
    Tarde, se me hizo tarde, y es que tuve que pasar a recoger a mi cuñado y la puntualidad no es lo suyo, así que espera que te esperarás y ya es noche cerrada. Menos mal que la tormenta es seca y no nos mojaremos para hacer el trabajo, aunque tengamos que alumbrarnos con linternas.
    -A ver, Toñito, ¿trajiste las palas?
    -Pues claro, no viste como las metía en el maletero.
    -Vale, recoge todo el material que yo voy mirando por donde podemos entrar al campo y después dejarlo como estaba.
    -Toñito ayúdame con un alicate que aquí está la junta de la tela metálica y después no se va a notar por dónde hemos entrado.
    Ahora vendrá lo complicado, acarrear el paquete y borrar el rastro, a ver si somos capaces con estas linternas de mierda, que a este socio cobrar sí que le gusta pero no se gasta un euro en herramientas, todo de los chinos, y él, de matar nada, sólo ayudar en las faenas auxiliares. Menos mal que esta vez ya me lo dieron difunto, sólo nos toca hacerlo desaparecer y no sé por qué narices tenía que ser precisamente en el campo de golf, hubiese sido más fácil tirarlo al mar con unos zapatos de hormigón, pero bueno, el que paga manda y soltó un buen fajo de billetes.
    -Vente para aquí, Toñito, que en este sitio hay arena y será más fácil enterrarlo.
    -Vale, ya está listo, reparemos la alambrada y para casa qué tanto rayo y relámpago me está poniendo de los nervios.
    .-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
    -Borja Mari, ¿cara o cruz?
    -Cruz. Ok, salgo yo. Niño, dame el driver y coloca bien la bola, dice dirigiéndose al caddie.
    Tras un perfecto swing la bola sale trazando una hermosa parábola hasta caer en el bunquer del primer hoyo.
    De nuevo le toca golpear a Borja Mari, se coloca nivelando los pies en la arena y pide un hierro 4. Golpea con tal fuerza que sale la bola por un lado y un pulgar humano por otro que va a parar al Green.
    -Mira que eres bestia Borja Mari, hice que enterraran aquí el cadáver pensando que nadie lo iba a encontrar en el Club de Golf y vas tú y lo sacas de la arena.
    -Bueno, ¿pero ahora qué es lo que vale, la bola o el dedo?, que lo tengo en el Green casi embocando al hoyo 1.
    Luis M. Gurriarán
    Fonte Cuntín, 02/03/24

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  109. Alaridos


    Al principio eran miles
    después cientos
    decenas
    nadie

    Por fin logramos el silencio.

    ¿A qué precio este silencio?

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  110. EXCURSIÓN INVERNAL POR LAS SIERRAS DE TREVINCA
    Estábamos próximos al Portillo de Puertas cuando se nos echó la niebla encima, intentábamos llegar al Circo del Tera, donde nace el río del mismo nombre ya en la provincia de Zamora pero todavía estábamos en la vertiente ourensana. Íbamos haciendo escalones en una nieve dura como una piedra, no mucho antes veíamos al fondo el valle del Teixadal y la laguna Penedo con la superficie helada, donde nace el arroyo que atraviesa el bosque, la temperatura, a pesar de ser mediodía no creo que subiera por encima de los tres o cuatro grados bajo cero. De repente uno de los compañeros pierde pie y se desliza sobre su cuerpo por la pendiente sin poder asirse a ningún lado, en la caída había perdido el piolet y lo vimos en los primeros instantes descoyuntar la figura como si fuera un muñeco de trapo para de inmediato desaparecer de nuestra vista gritando desesperadamente con unos alaridos que nos hacían temer lo peor porque en el recorrido habíamos visto algunas rocas sobresalir sobre el blanco elemento. Dejamos de oírlo.
    -Tenemos que bajar a rescatarlo con toda la precaución del mundo para no correr la misma suerte, le dije al compañero.
    Comenzamos el descenso sin ver poco más de un metro delante de nuestras narices, con mucho cuidado, cada paso que dábamos nos asegurábamos antes de dar el siguiente y así fuimos descendiendo muy poco a poco. Paramos en la primera roca del recorrido mirando a ver si encontrábamos rastro de sangre, al parecer contra ella no había topado. Seguimos bajando, la niebla tampoco levantaba. Llegamos a la laguna y no estaba nuestro amigo. No podía haber ido muy lejos, era un valle glaciar, cerrado y con una sola salida por donde manaba el agua del arroyo vertiente abajo. Empezamos a llamarlo chillando su nombre sin recibir respuesta alguna. La tarde estaba avanzando y pronto se iría la luz. Nos planteamos seguir el cauce pensando en la posibilidad de que con los golpes de la caída hubiese quedado despistado y empezado a caminar sin rumbo. De todas formas teníamos que buscar un lugar sin nieve donde pasar la noche.
    Entramos en el bosque de tejos y fue como si nos hubiésemos trasladado a otro mundo: un silencio impresionante, las ramas de los árboles caían sin concierto hacia el suelo como brazos de monstruos antediluvianos, la oscuridad era ya casi total aunque no había entrado la noche y la temperatura subía al menos 7 u 8 grados al amparo del arbolado. Encontramos un claro abrigado donde montar nuestro vivac y al día siguiente seguiríamos buscando. De todas formas, una vez que dejamos nuestras mochilas en aquel lugar, iniciamos una descubierta en círculos próximos con las linternas intentando ver alguna huella y por supuesto chillando como posesos.
    De repente aparece detrás de uno de aquellos centenarios árboles y con todo el desparpajo nos dice que dejemos de gritar indicando que le siguiésemos hasta una cueva próxima.
    Nos indica que nos sentemos sobre un tronco a modo de banco. Allí estaba hecho el amo entre unos extraños y diminutos seres que cantaban mientras daban buena cuenta de una botella de licor café.
    Me lo pensé, conociéndolo: este no se cayó, se olió la fiesta qué es lo suyo y se tiró nevero abajo, ¡el muy cabrón!
    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 18 de marzo de 2024

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  111. SIN HACHE
    Alarido : Grito lastimero en que se prorrumpe por algún dolor, pena o conflicto (Diccionario de la R.A.E.) El alarido puede surgir por sorpresa, miedo, alegría u otras emociones.

    Ester, sin hache. Siempre se presentaba así, añadiendo la expresión sin hache a su nombre. Era mi vecina del quinto izquierda. Apenas nos conocíamos ni habíamos intercambiado más frases que las de cortesía en el ascensor. Siempre me esforcé en mostrarle, a pesar de esa distancia, mi simpatía. Una reacción al odio que el resto de mis vecinas le profesaban. Odio que, en realidad, estoy segura, era envidia.
    La Sin Braga la llamaban en sus cotilleos haciendo mofa de su costumbre de salutación. Hartas, decían, del continuo ir y venir de follamigos, novios que no duraban más de tres meses e incluso novietas esporádicas. Hartas, decían, de sus alaridos nocturnos y matinales. Hartas, decían, de que sus maridos y sus hijos, pobrecillos, tuviesen que escuchar el resultado de tanto vicio. Alaridos que, por supuesto, jamás se escuchaban en sus casas.
    Hartas estaban , pensaba yo, de que la Sin Braga saludase sonriente cada mañana. Hartas, pensaba yo, de que cenase acompañada o en soledad según lo desease. Hartas, pensaba yo, de su independencia. Hartas en fin, pensaba yo, de su felicidad.
    Ante los alaridos que escuché en el quinto izquierda , una mañana, a la hora del rezo del ángelus, insana costumbre que heredé de mi abuela, acudí, asustada a la policía. Al no responder a sus llamadas, los agentes, antes de forzar la vivienda de Ester, pidieron información puerta a puerta.
    Las vecinas refutaban mi preocupación. Hartas, decían, de oír alaridos en casa de la Sin Braga, eso no era ninguna novedad. Harta, pensaba yo, de sus envidias malsanas. Los alaridos de Ester siempre son de placer, pero los de hoy eran lastimeros, de dolor, de angustia, dije a la policía.
    Añadí que había visto, a través de la mirilla, a un hombre mayor en el rellano, tomando el ascensor. ¡Un hombre mayor! dijeron al unísono, era don Cristóbal, el abogado, todo un señor.
    El cadáver de Ester Santos presentaba signos de violencia, parecía haber sido torturada y violada. En mi testimonio insistí en que tras los alaridos, sin hache, de Ester había visto en el rellano a un señor, con aspecto elegante y sofocado, de unos sesenta años que portaba un maletín.
    Esta mañana han detenido a don Cristóbal , el marido de la peluquera, la que utiliza mucho maquillaje facial y siempre viste blusas de manga larga y faldas pantalón, la que nunca se atrevió a denunciar.

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  112. El dedo de Dios

    Le dijeron que tenía el dedo de Dios y se lo creyó.

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  113. O DEDO DE DEUS

    Percibín unha impetuosa labarada na mirada dos seus ollos pechados. Ese atardecer desexaba sentirme seu, á vez que libre ao seu lado. Ansiaba crear no sofá, unha vez máis, o noso fogar secreto. Cediamos as camas aos conxugais amores puros.
    Pousei os meus beizos espindo as súas pálpebras, os meus bicos percorreron a súa fazula e entreguei o meu alento ao seu ombreiro. O seu pescozo alzábase buscando ser abordado. Os meus dentes acariñárono. Os seus ollos abertos atoparon os meus. Rumoreeille "Falemos". As nosas voces, as nosas palabras, avivaron o lume.
    As súas pernas rodeáronme, simulamos o vaivén dunha hamaca mentres os seus beizos percorrían amodo os meus ombreiros descubertos e as miñas xemas debuxaban nas súas costas mapas imposibles. As nosas miradas perdidas ofrecíanse en barra libre.
    A miña voz, mentres ela arquexaba o seu corpo, rompeu o vibrante silencio "Es a miña deusa ! " Sentíame o mozo máis desexado e feliz da cidade. "O meu deus ! " respondeu coa súa máxica mirada copulatoria.
    Souben que era o momento de sentir a súa verdade e que o meu dedo axudáselle a volverse certa.

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  114. O dedo de Deus
    Foi o primeiro que lle veu ao maxín. A frase así, en galego, semellaba un trabalínguas.
    Dende a súa infancia no nacional-catolicismo tiña sido sucesivamente ateo, agnóstico e escéptico en moitas cousas, mesmo as científicas, cando non estaban contrastadas coa súa propia experiencia, ata que naquel marco a priori nada favorábel tivo lugar a súpeta iluminación, unha fervenza de estrelas, un sacudimento dos sentidos, un tremor centrífugo e intenso, distinto dos que ata entón tiña coñecido. Non era levitación mística, se acaso precipitación abismal.
    Tivo de fechar os ollos para intentar comprender a orixe daquela conmoción.
    E cando os abríu, o doctor quitábase a luva azul.
    —O tamaño da próstata é normal—dixo.

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  115. JAMÁS DE LOS JAMASES

    El jefe comanche “Cicatriz” tenía la fea costumbre de secuestrar a jovencitas hijas de colonos allá por el Monument Valley de Arizona con el poco loable propósito de reeducarlas, lejos del hombre blanco, en el culto al Gran Manitú. Menos mal que teníamos al viejo John Wayne para ajustarle las cuentas a aquel plumífero traganiñas.
    Y lo bueno que era James Stewart, banquero filantrópico, amigo de los humildes, arrastrado a la ruina y al borde del suicidio por la sucia “ingeniería financiera” de un oligarca “made in USA” de toda la vida - ¿Os suena de algo? – salvado en última instancia por la solidaridad popular en un final navideño como para llorar a moco tendido.
    Y que alegría la restallante explosión de color, música y movimiento en el baile previo a la construcción del granero, en que los siete hermanos montañeses pugnan por las siete novias con los jóvenes palurdos del pueblo.
    Y, que más y que más, ah sí… una para paladares más delicados: La melancólica lucidez del Príncipe Fabrizio di Salina-Burt Lancaster, contemplando el desmoronamiento de su viejo orden en aras de otro que tampoco intuye mucho mejor.
    Y así, muchas más: las sensuales transfusiones de sangre victorianas de Dracula-Christopher Lee. Y Gene Kelly bajo el paraguas. Y Jack Lemmon con sus faldas y su contrabajo tras las locas piernas de Marilyn. Y Errol Flynn en el bosque de Sherwood. Y Robert de Niro, taxista insomne, dándole mulé al chulo pederasta Harvey Keitel en el Bronx o Don Vito Corleone presentando equinas ofertas “imposibles de rechazar”.
    De todas esas cosas estaba hecha “la materia de los sueños”, como decía Bogart en el epilogo de “El Halcón Maltés”. Esos sueños que desfilaban infaliblemente, unas veces en Technicolor, otras en blanco y negro, todas las noches en mi lecho de solterón impenitente.
    Pero claro, desde que me había visto obligado a cerrar el “Cine Imperial de Matalascabrillas”, que yo regentaba en el pueblo, tenía mucho tiempo libre y no me bastaba con mis “aventuras” oníricas. Tenía que matar el tiempo con cosas más tangibles y sólidas, y os juro que para cosas tangibles y solidas no había nada mejor en Matalascabrillas que las carnes de Purita.
    Nos lo pasábamos muy bien haciendo el amor en los lugares más inverosímiles. A veces, con riesgo de nuestras vidas, yo de pie y ella sentada en el brocal del pozo de mi caserío. Otras, más romanticones, sobre el rocío matutino de los prados aledaños al pueblo. Otras, cuando nos sentíamos transgresores, en la sacristía de la ermita, aprovechando la ausencia de Don Simón, que iba a decir misa al pueblo vecino. La única nube que enturbiaba el cielo de aquella gratificante relación era la insistencia – maldito sentido práctico mujeril – de la Puri en que al menos algunas veces utilizáramos mi cama como teatro de operaciones de nuestros escarceos. “Jamás de los jamases” contestaba yo desabridamente.
    Y es que me irritaba sobremanera que ella, como curvilínea acomodadora que había sido del “Imperial de Matalascabrillas”, no fuera capaz de comprender que yo, que había renunciado a la viabilidad del negocio negándome a reconvertirlo en sala X, jamás mancillaría las maravillosas e indelebles imágenes que habían desfilado por la pantalla, ahora reciclada cuidadosamente por mi en la blanca sabana que envolvía mis sueños, con la prosaica humedad de nuestros fluidos corporales.
    Jamás de los jamases.

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  116. UNA DE HITCHCOCK

    Los geranios, parecían velar los sueños de las begonias, las rosas, las petunias y resto de flores de las macetas de aquel patio andaluz. Aun lado, un naranjo ponía notas de azahar en el ambiente y se dejaba querer por la luna llena que aceraba el brillo de los frutos rojos de su verde frondosidad oscurecida. Todo el espacio central lo ocupaba un, bien formado, batallón de sillas en posición de descanso. Al fondo, un improvisado escenario sobre el que, una sábana blanca tensada desde sus cuatro extremos, semejaba querer ser una gran pantalla donde proyectar algo.
    Había entrado por curiosidad, después de leer un cartel que anunciaba afuera: “>Una de Hitchcock< A las 22 H. Gran espectáculo”. Ya era la hora anunciada para que empezase lo que me intrigaba ver y, excepto la señora de la taquilla a la entrada, no se veía a nadie ni dada sucedía. Sentado en la tercera fila, miré en mi entorno y todas las sillas estaban vacías. Ya me iba a levantar, temiendo haberme equivocado, cuando el fogonazo de un haz de luz me paralizó y la sábana, en ese preciso instante iluminada, reclamó mi mirada.
    Como con sombras chinescas difuminadas, se vislumbró sobre la sábana blanca la silueta de Alfred Hitchcock mientras el sonido chirriante de unas cuerdas de violín hería el silencio del patio. Como en un trávelin cinematográfico, la luz proyectada fue dejándose vencer por un resplandor creciente y agrisado que ardía en el fondo del escenario. La sabana comenzó a transparentar la figura de una mujer duchándose relajadamente. El agua era real y mojaba el tejido. Resultaban muy sensuales los roces esporádicos del cuerpo enjabonado y desnudo contra la tela humedecida a la que se pegaba. De pronto, el sonido de los violines se aceleró estridentemente y una compacta siluete humana con un cuchillo amenazador se transparento, negra, sobre el resplandor del fondo. Un grito sobrecogedor pareció amplificarse en el caudal de los violines enloquecidos. Vi, entonces, la atónita cara mojada de la mujer resbalando por la tensada tela de la sábana blanca. Caía lentamente, como mirándome… Caía lentamente… como pidiendo ayuda con su mano ensangrentada que iba dejando una macabra marca roja al resbalarse. Con la presión de su peso, cedió la sabana y el cuerpo malherido de aquella mujer desnuda se desplomó. Un escalofrío pinzó mi espalda. No era posible tal realismo escénico. Me acerque. Aquella actriz no respiraba. Le tomé el pulso y no se lo encontré. Volví a sentir el escalofrío. Estaba aturdido. Miré en mi entorno y, de nuevo, nadie había; ahora ni siquiera la señora de la taquilla. Salí despavorido. En un café, a varias manzanas de distancia, entré a dosificar mi desasosiego. Esa noche no pude dormir. Al día siguiente, repase la prensa, escuche la radio, vi la televisión: Nada. Yo había visto morir a aquella mujer. Oí como gritaba. Olí su sangre. ¿Y nada…?
    Hoy hace un año de aquello. He vuelto al café refugio, cercano al patio. ¿Por qué estoy nervioso?


    ALFONSO MODROÑO MÁQUEZ
    Taller de Escritura Creativa (B.G.G.)
    A Coruña, 12 de abril de 2024.

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  117. EL DEDO DE DIOS
    Agnósticos del mundo:
    ¡Descerrar vuestras mentes!
    Qué el necio superego no os impida
    ver el dedo de Dios…

    Aunque neguéis el hecho,
    bajáis, sin indulgencia,
    hasta el fondo profundo de la duda
    que dentro de la entraña os reconcome.
    Vuestro terco inconsciente, que insiste sin descanso,
    porfía en el debate al que se afrenta
    la ciencia de conciencia
    contra el ignoto opaco que, en el alma, se niega
    a descubrir secretos del infinito eterno.
    Camináis por la senda segura de la lógica,
    pero vuestra razón se tambalea
    sobre el puente invisible que conecta
    lo humano y lo divino.
    Estáis hechos de tierra, en cuanto a cuerpo
    —cual animal cualquiera—,
    pero soñáis…, quién sabe, si como sueñan ellos…
    Mas, los sueños son eco de un enigma
    y no se amoldan nunca a los barros continentes:
    vuelan lejos, y danzan en el cosmos,
    perennemente etéreos.

    ¿A dónde irán los sueños del alma peregrina
    cuando la tierra venza…?

    ¡Hijos de Adán ateos,
    sabed que vuestro padre primigenio
    rozó el dedo de Dios!

    Hubo un dedo de Dios en cada tribu.
    Hubo un dedo de Dios en cada era.
    Hay un dedo de Dios que no se ve
    pero que siempre estuvo, sobre la mente humana,
    proyectando su fuerza.

    Cuando un niño indefenso
    remueve con su llanto sentimientos que arañan,
    es la aldaba de Dios
    la que está aporreando nuestra puerta cerrada.
    Si un perro abandonado que reclama caricias
    es capaz de obligarnos
    a entender cuanto dice su mirada,
    son los ojos de Dios,
    sin duda, los que miran.
    Si hay miseria escondida y vergonzante
    que un día descubrimos alado de nosotros,
    y remueve las fibras de nuestro corazón,
    es el dedo de Dios
    el que nos zarandea,
    aunque nunca lo entienda la razón.

    En la gota del agua que da vida,
    en el sol que no quema,
    en la luz que amanece y se va al mar,
    en la lejana línea del horizonte inmenso,
    en la noche que asciende a las estrellas,
    en los pies invisibles del tiempo relativo,
    en el magma paciente del centro de la idea,
    en cada mente humana, en cada pensamiento…
    hay un dedo de Dios.

    Hay un dedo de Dios
    —¡agnósticos del mundo!—
    que roza, a cada instante;
    aunque la mente ciega, que niega y que domina,
    no os permita, jamás, pensar en ello.

    ALFONSO MODROÑO MÁRQUEZ
    A Coruña, 5 de abril de 2024.

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  118. DESOLACIÓN

    Hacia muchos meses que las calles del pueblo ya no sufrían la macabra tortura de la desolación. La cruenta “mascletá” tras las sirenas y la pavorosa fiesta, intermitente, de luces voladoras bañándolo todo con su polvo de muerte, se habían ido, como un circo ambulante, a otro lugar, aunque aún podían verse fogonazos subiendo y bajando como una noria de luz gigante en la oscuridad ardiente de la lejanía. Todo estaba destruido. Escasos desprotegidos supervivientes, mal vivían junto a los escombros, sin más alternativa que soportar su miseria sobrevenida. No quedaban en pie ni escuelas, ni hospitales, ni un sólo establecimiento que no hubiese sido expoliado. Una infecta letrina común, y un conjunto de lonas eslabonadas sobre un escampado, era todo cuanto tenían como desdibujado halo de supervivencia. Las guerras aniquilan, pero los seres humanos que la sufren se aferran a clavos ardientes, si es necesario, para seguir respirando.
    En la calma confusa de aquel campamento, los días eran largos de ocio y cortos de esperanza. Aun así, habilitaron un lugar bajo las lonas para el esparcimiento. Con enseres recuperados de las ruinas y libros salvados de las cenizas, conformaron un salón biblioteca donde ofrecerse consuelo y limarse entre sí las durezas de los pies de sus miedos.
    Una noche, de no menos cerril negrura que todas, el alargado corte de un bisturí de rabia rasgó la bóveda de su silente oscuridad. Fue un prolongado alarido aterrador. Parecía un sonido animal de bestia herida, pero surgía humano desde las mismísimas entrañas del dolor. Venia de las ahumadas cavernas de los edificios derruidos donde, ahora, crecía una hediondez insoportable.
    —Nadie vive allí. —dijo alguien.
    Todos corrieron despavoridos hacia ese llanto aullante que parecía provenir del más allá. En la cavidad de un edificio derruido, una mujer yacía sobre los escombros con las piernas atrapadas por una pesada biga. Las ubres le caían, resbalando, como viejos odres vacíos, sobre su pecho desnudo. Mirando con atrición al infinito de sus sentimientos, abrazaba, fuertemente contra sí misma, a su bebé muerto. Le había dado hasta la última gota de cuanta leche pudo escurrir de sus enjutas hambres. Pero la muerte no paró su reloj, y el cuco de la sombra fría había abierto su pico letal para morder el último segundo de vida de su lactante.
    Entre varios, forzaron algo que permanecía en pie y un techo tambaleante se desplomó con su negra nube de polvo mortal sobre los dos cuerpos inmóviles. Y en ese instante, el alarido desgarrador de aquella pobre madre impotente, se ahogó bajo la losa de niebla pestilente que la engullía.
    Alguien dejo su bufanda palestina a modo de ofrenda floral sobre los escombros polvorientos; y todos, con aquel alarido interminable como una corona de espinas hiriéndoles las sienes, volvieron, lentamente, al cobijo de sus lonas sucias.

    Alfonso Modroño Márquez
    Taller de escritura creativa
    Biblioteca González Garcés
    A Coruña, 22 de marzo de 2024

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  119. EL DEDO DE DIOS

    Estaba en catequesis preparándome para hacer la primera comunión y no sé en aquella edad de siete u ocho años, cómo se me ocurrió pensar que la vida era un gran círculo donde cabían todos: mis amigos que me acompañaban en la iglesia, los del barrio, mis padres, hermanos, tíos, abuelos y hasta el perro viejo de casa. También las cosas, sobre todo las mías: los juguetes, cuadernos, libros, etc., e incluía, como no, los regalos que recibiría por la comunión esperada, que consideraba el primer paso para hacerme un hombre, como mi hermano Eustaquio dos años mayor que lucía un hermoso reloj desde aquel evento.
    Pasaron unos años y volví sobre la idea del círculo, un círculo más pequeño pues ya habían desaparecido el perro, mis abuelos y un niño clase que le había dado muy fuerte el sarampión, o al menos eso era lo que se nos dijo.
    Fui creciendo y me tuve que ir a vivir a la ciudad para iniciar los estudios en la universidad y, como un mantra, volvía siempre con los círculos. La vida son círculos, me repetía y analizaba mi visión apoyada por mis estudios, todavía inacabados, de Económicas, incluso me planteé una nueva teoría sobre la economía global en base a los círculos concéntricos que se iban reduciendo. Si para mí, en la vida, funcionaban así, por qué no en el resto de disciplinas. Tengo que meditarlo algo más para plantearlo un día en clase y saber cómo lo ve el profesor y mis compañeros, aunque después pensé en dejarlo para más adelante, cuando pudiese adornarlo con más conocimientos y teorías filosófico-económicas en que basarme. En ese momento el círculo se limitaba a los compañeros de clase y a una casi novia, estudiante de arquitectura, que había conocido en una fiesta, prácticamente me había olvidado de incluir a la familia y a mis antiguos amigos. La vida es así, pensaba.
    Me casé con aquella chica que acabó abandonándome al liarse con un delineante del estudio donde trabajaba. Aquello estaba confirmando mis teorías, el círculo iba reduciéndose a marchas forzadas, sólo me quedaban los dos compañeros de trabajo con los que solía tomar café y a veces salir de fiesta, hasta que me dejaron de lado diciendo que era un obseso, que sólo hablaba de círculos y que a saber que quería decir con todo aquello.
    Mis teorías se confirmaban definitivamente y al fin el círculo se convirtió en un punto, en medio estaba yo solo. En frente veía aquel rubio y fuerte irlandés con su jarra de cerveza en la mano, escogió un dardo, chupó su dedo índice introduciéndolo completamente en la boca, asió el venablo, apuntó, lanzó y dio en el mismo centro abriéndome en canal.
    Demasiado tarde pero ahora sé por qué al irlandés le llaman El Dedo de Dios.

    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 25/03/24

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  120. ENREDO

    Entreabro los ojos todavía en la oscuridad de la madrugada. Momento de duermevela. Estoy enredada en la sábana. De repente me vienen a la cabeza Los Sabandeños, tal vez por pensar en la puñetera sábana y por asociación de ideas o juego palabras. Alma Llanera, el Joropo que cantaban y decía: Soy hermano de la espuma, de las garzas, de las rosas,… y del sol.
    Sudor, calor. La sabana americana con sus jinetes cabalgando, las reses corren, los perros corren. Calor, más calor.
    La sábana enredada en los pies impide mi movimiento. Quiero correr como los animales de la sabana, no puedo. Tengo la sensación de que me caigo, pongo las manos contra la almohada. Desenredo los pies como puedo, extiendo la sábana y me cubro por completo, hasta la cabeza, siento sensación de ahogo, vuelvo a destaparme. El calor no cesa, continúa implacable, ya no sé qué hacer con la sábana ni cómo ponerme. Sigo sudando, ni despierta ni dormida: aletargada.
    Veo borrosos los cuadros de la pared, todos iguales, como envueltos en una calima asfixiante…


    FINAL 1
    De repente mi compañero de cama suelta: -Ya que estás despierta podíamos hacer el amor.
    Simulo un ronquido, doy media vuelta, le suelto un sopapo con el impulso y sigo con el falso ronquido.
    - ¡A ver si se va de una puta vez, que echas un polvo y ya se creen con derechos!

    Costa Teguise (Lanzarote), 07/04/24






    FINAL 2
    De repente la sábana cobra vida, se mueve sola. Se levanta, ocupa todo mi espacio mental y físico. Se despega de la cama, adquiere una forma humanoide, se mueve por el dormitorio, se dirige a la salida y se sume por la rendija inferior de la puerta.
    Doy media vuelta y sigo durmiendo.

    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 12/04/24

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  122. El juego de sábanas

    Tenía el juego de sábanas mejor cuidado.
    Lo lavaba personalmente en días en los que el sol brillaba, así tendidas el blanco resplandecía, después de de plancharlas las colocaba con mucho cariño en el armario poniéndoles los saquitos de lavanda que tan buen olor les daba.
    Vieja, soltera, nadie a su alrededor entendía porqué le dedicaba tanto cuidado a ese juego de sábanas para no darle uso, sólo su sobrino favorito al que había hecho único depositario del deseo de que a su fallecimiento estuviesen acompañando su cuerpo en el lecho de muerte.
    Todo el mundo vería lo bien cuidadas que estaban, valorarían la conocida exquisita calidad del tejido, envidiarían aún más el delicado bordado, comprenderían por fin el empeño en cuidarlas con tanto afán. La acompañarían en el último adiós, la última despedida.
    Llegó el ansiado día, su sobrino cogió con sumo cuidado el juego de sábanas blancas, lo envolvió y guardó con mucho esmero en un maletín y le dio a la criada otro juego que había comprado para la ocasión, blanco también pero ni la mitad de bueno.
    -La vieja pretendía que pusiesen estas sábanas en su cama para que se estropeasen con sus jugos¡Con lo bien qué lo pasamos tú y yo aquí bomboncito! Chinchín cariñito, un brindis por mi tía que tan generosa ha sido al dejarnos estas sábanas blancas y toda su fortuna.

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  124. S A Ú D E !
    Hai xa moitos anos que a miña nai non cose, pero mantén o costume de sentar durante horas ante a súa vella máquina de coser Singer e, cunha mirada ausente, utilizar o pedal, á vez que a súa man, cada vez menos enérxica, manexa o seu volante.
    Hoxe é un día especial e decidín darlle unha sorpresa. Collín unha gastada saba branca e pedinlle que fixese unha pausa coa máquina e axudáseme a cortala coa tesoira de costura. Notaba que lle gustaba sentirse útil. Cortamos un anaco de máis ou menos, un metro e medio por un metro.
    Propuxen aos meus netos un xogo. Estendín no chan o anaco de saba, pedinlles que achegasen a caixa da pintura de dedos e díxenlles que cada un tomase unha cor, Uxío o vermello, Martiño o amarelo e Aldara o morado. A pintar ! Aos cinco minutos lograran a combinación de cores que buscaba.
    Entretiven aos nenos mentres secaba a pintura e fomos á habitación da costura para que lle desen á bisavoa o agasallo. Ao ver a saba pintada, a miña nai, como lle vía facer en tantas ocasións, chorou sen soltar unha bágoa, mentres dicía “ Saúde, Moncho”. Vin como apoiaba a súa man no colo mentres pechaba o seu puño e miraba o retrato do meu pai.

    14 de abril de 2024

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  125. Pies

    Ahora deja de pisarme, ¿por qué no quitaste ese pie de ahí antes?
    Un pie grande, frío, pesado.
    Pie, pie, pie...
    Sólo yo veía ese pie.
    Sólo yo sentía ese pie.
    ¿Todos los pies pisan?
    Números, ¿todos los pies tienen número?
    Dicen que hay pies muy pequeños otros son demasiado grandes.
    Unos livianos, otros pesados.
    Te pedía “quita ese pie, quita ese pie”
    No me hacías caso y, ahora, ahora...
    Por fin levantas el pie.
    Por fin llevas el peso a otra parte.
    Pisa, por favor, lo más lejos que puedas de mí.
    Floto, sin tu pie floto, no echaré ese peso de menos.
    Pero sigo soñando con pies, pies, pies, pies...
    Floto, con un peso de pies, tú quitaste tu pie, yo me he puesto otro pie.
    Me hundo, hundo, hundo...
    Anclas, el pie ahora es mi ancla.
    Glup, glup, glup tengo que salir de aquí, respirar, respirar, respirar...
    Lo consigo, salgo, floto y lo veo, su sombra me persigue y de nuevo me hundo, hundo...
    Aire, aire, aire...
    Esta vez sólo aire.

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  126. Pastel de postre


    Cierro los ojos y los veo, vienen saltando, brincando, con sus risas argénteas, el pelo y los brazos al viento, el campo verde y amarillo, trébol, la flor del trébol.

    -¡Vamos que llegamos tarde!
    -sí, la abuela se va a enfadar si la comida se enfría
    -la abuela nunca se enfada, se amplía la sonrisa, y me va a dejar comer el pastel de chocolate
    -¡es verdad! ¡qué hizo pastel para el postre! ¡corred, corred! ¡qué la abuela nos espera!

    Abro los ojos y ahora dime, ¿de verdad tú no puedes verlos?

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  127. JUKEBOX
    Una gramola o rocola también conocida en español como sinfonola o cinquera, es un dispositivo parcialmente automatizado que reproduce música. Se compone de una máquina que opera introduciendo monedas y que permite seleccionar canciones.
    - Eufrasio, haz el favor de apagar de una vez esa máquina infernal que siempre reproduce la misma canción.
    - Don Escolástico, es que está averiada y cuando no ponen moneda salta una y otra vez la de Anduriña de Juan y Junior, y a usted que es gallego debiera gustarle.
    - Claro que me gusta, pero una y otra vez en bucle, cómo puedes imaginar, me tiene hasta los mismísimos, y yo siempre vine a almorzar aquí por la buena comida que prepara tu suegra y la tranquilidad que me permite ir escribiendo frases lapidarias para la posteridad, y con aquello de la pandemia, habéis retirado de las mesas las servilletas de papel que era donde escribía mis frases más inspiradas, sobre todo cuando dejabais la botella de vino en la mesa, porque ahora si se me acaba la copa tengo que pedir que me sirváis otra y parece que no ponéis buena cara. Encima como a estas horas soy el único cliente me ponéis bajo la ventana para no encender la luz y ahorrar en la factura.
    - No diga eso, que es cliente de siempre y muy apreciado en esta casa, de hecho yo le voy haciendo propaganda entre otros clientes que no coinciden con usted, si no le importa le diré que ya le llamamos el Paulo Coelho de Casa Agustina y tengo un álbum con las servilletas que ha dejado por ahí tiradas con frases que no tienen desperdicio, verdaderas sentencias de actualidad y de intelectualidad.
    - Pero que dices, eso es infringir todas las leyes y normas de la propiedad intelectual.
    - No se ponga así, don Escolástico, es sólo para uso propio, no le dejo a nadie copiar ni fotografiar ninguna, incluso les paso las páginas deprisa para que no se fijen mucho en cada una, todas con aquellas servilletas que ponían Casa Agustina y Feliz Día en azul.
    - A esas me refería yo, a ver si volvéis a ponerlas en las mesas y no darnos una en cada comida y se acabó. Y para la máquina infernal de una vez o voy a arremeter a palos con ella.
    - Si le mete una moneda y elige otra canción cambiará aunque al final vuelva a la misma. No le importa que copie para mi álbum esa frase de “para la máquina infernal de una vez o…”
    - Me parece que con quien voy a arremeter a palos es contigo mientras quemo tu colección de frases. A ver, me puedes decir alguna, qué me estás preocupando, soy un escritor serio y qué tú recojas lo que yo desecho me parece un latrocinio.
    - Qué bien habla usted y qué palabras más bonitas usa. Qué sepa que lo de arremeter y latrocinio me han gustado mucho. Voy a buscar el álbum y le digo, porque no sólo son las de las servilletas, también fui recogiendo frases y palabras que suelta usted y las copio de puño y letra.
    Mientras tanto don Escolástico se servía la copa de costumbre incluida en el menú (pan, vino, postre, café y copa de la casa) y la sinfonola seguía sonando: “era un pajarillo sin plumar…” a la vez que el escritor por lo bajini susurraba: La madre que parió a esta pareja y a su anduriña.
    - Mire ésta que dijo usted un día: Ser o no ser, he ahí el dilema. Y esta otra: Carpe diem. Esta se la digo muchas veces cuando llega la hora del cierre y algunos no quieren irse, causa mucho efecto, los dejo con la boca abierta y se van. Cómo se nota que es usted un intelectual, don Escolástico, y la que más me gustó siempre, porque es del sector de la hostelería, y que usted dijo al principio de venir por aquí y, que yo con su permiso, repito con frecuencia cuando se quejan del vino de la casa: In vino veritas. Que nosotros siempre ponemos un verdadero vino, no como en otros sitios.
    - ¡La madre que te parió, Eufrasio! Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 22/04/24

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  128. SOLO DE PIANO
    -Déjalo ya que el ensayo nos ha salido perfecto. Vente a cenar conmigo y después nos tomamos una copa.
    - No Mihai, prefiero quedarme un rato más, ya sabes que tras un ensayo general me gusta hacer dedos tocando piezas ligeras y cortas, además la acústica del Gran Teatre del Liceu es impresionante y tú, como buen rumano, qué ya te conozco, eres un liante y prefiero no trasnochar el día anterior a un concierto de la importancia de éste.
    - Tú te lo pierdes.
    Mihai dejando a Jutta al piano, depositó su valioso instrumento en el camerino y salió con intención de pasar un buen rato, el concierto del día siguiente para piano y violín lo tenían bordado tras muchas horas de preparación.
    No conocía bien Barcelona y se aventuró por las calles próximas sin saber que por aquel lugar se movía el lumpen de la ciudad aunque al principio le pareció que por allí sería fácil encontrar pareja para una sola noche. Su condición de homosexual a veces le impedía entablar relaciones en las reuniones de músicos como hacían muchos de sus colegas heteros, de hecho, en muchos casos disimulaba sus ademanes un tanto afeminados para no llamar demasiado la atención. No siempre pasaba lo mismo, pero sí era lo habitual.
    Llegó hasta el carrer Robadors y atraído por el olor de los Pollos a l`Ast se acercó a un puesto callejero donde asaban las aves a la vista, pidió un cuarto trasero con patatas fritas, una cerveza, pagó y se apoyó en un tonel de los que había al efecto para dar buena cuenta de su cena improvisada. Enseguida empezó la procesión de aquellos seres que parece no están y de repente surgen de las catacumbas: empezaron las prostitutas con su retórica de siempre: “si te apetece pasar un rato conmigo; te haré feliz por muy poco dinero; ¿es qué no te gusto?”;… hasta que se dieron cuenta de que por ahí no iba la cosa y empezaron a llegar los chaperos. Es curioso como sin medios de comunicación global enseguida cambiaron las tornas, desaparecieron ellas para aparecer sólo ellos. Uno, que en principio le hizo gracia, le ofreció llevarle a un bar gay que estaba seguro le gustaría aunque si prefería podían pasar antes por su apartamento. Así convinieron y subieron al piso, en una travesía del carrer de l’Hospital.
    Su pretendida fiesta desde aquel momento se transformó en un suplicio. De entrada lo estaban esperando otros tres que le propinaron varios puñetazos, destrozaron su móvil, le sacaron todo el dinero que llevaba encima y tuvo suerte no llevar las tarjetas de crédito que buscaban para vaciarle la cuenta. Al decir que era rumano y que no entendía bien lo que le decían, la respuesta fue más golpes, insultos, vejaciones hasta que uno dijo: “Creo que buscaba sexo, ja, pues se va a enterar. Ahora me la vas a chupar mientras mi amigo te va dando por donde te gusta”. Así pasaron horas turnándose en el macabro juego de violaciones con continuos golpes hasta que se cansaron del juguete, tal vez esperando una nueva víctima. Lo envolvieron en una sucia manta, lo llevaron hasta un coche y lo metieron en el maletero. Medio inconsciente no sabía ni donde estaba ni el tiempo que llevaba allí encerrado. Paró el coche y lo dejaron malherido tirado en una plaza desierta con unas patadas propinadas en el suelo como despedida. No recordaba lo que había pasado desde aquel momento hasta que despertó en el hospital con varias fracturas y heridas por todo el cuerpo.
    Entre bambalinas y con el cuerpo vendado y dolorido por todos lados, sentado en una silla de ruedas escuchó como Jutta, su compañera pianista mirándolo de reojo, anunciaba que por causas fortuitas tenía que cambiar el programa de aquella noche rogando la comprensión del público esperando no defraudarles con el concierto “Solo de Piano”.
    Luis M. Gurriarán
    A Coruña, 28/04/24

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  129. ARDOR PATRIOTICO – MATRIARCAL

    ¡A las armas compatriotas! ¡A luchar por la dignidad nacional! ¿Cómo osan unos indignos gabachos prohibirnos la sacrosanta grafía inicial, musical signo iniciático pronunciado con amor, ora por cándidos niños, otrora por amorosas matronas, probos asalariados, honrados sindicalistas o furibundos hinchas futbolisticos? ¿Cómo osa, digo, un fatídico Oulipo, robarnos la sagrada inicial sin la cual ningún patriota podrá vocalizar con júbilo tal como hacia Don J. Maria Aznar, años más dichosos atrás, con una gracia sin par: “Ssspaña va … va…hum… cojoniutiful” ¡Maldito Oulipo Liposuctor! Claro, ya caigo: Dia dos. Mayo. La Moncloa. Fusilados. Daoiz. Al final ganamos. Gabachos para Francia. Los humillamos. Orgullosos. Aun hoy día nos odian. Y así, maquinando tortuosas maniobras como lipogramas y otros artificios con furia, diríamos, homicida, buscan liquidar la gloriosa figura mayúscula constituida por un palo, un guion arriba, uno más abajo y otro aún más abajo, como un triunvirato constituido por airosas oriflamas cara al sol, acunadas por la brisa matutina tras un día victorioso.
    Así, camaradas, gritad conmigo, o aullad, o ladrad: ¡No y no y no!
    Luchad por la patria con ardor, camaradas. Nos lo jugamos todo. Si salimos aniquilados, tras la batalla, con nosotros también saldrá aniquilada la nación.
    Si nos quitan tan sacrosanta grafía, si nos quitan los “vivas” a la patria, ¿Solo podríamos gritar cosas como: ¿Viva Rusia? ¡Jamás! ¿Viva Azaña? ¡Quía! ¿Viva la tricolor? ¡Ni borrachos! ¿Viva Durruti? ¡Nunca!
    Aun así, sojuzgados por las malvadas hordas Oulipicas, indómitos como somos, con orgullo visigótico, las patrióticas gargantas, afinadas y rociadas con magnifico vino tinto, aun podrían gritar con gallardo vigor filial: ¡Viva la madre que nos parió! *

    * Ya sé que al final hay dos “ees” pero las madres de España (al fin puedo) se lo merecen.

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  130. IT’S NOW OR NEVER

    “It’s now or never. Come hold me tight. Kiss me my Darling. Be mine tonight. Tomorrow will be too late. It’s now or never. My love won’t wait”. Elvis en el juke-box. El tercer whiskey. Los cubitos ya se han fundido. La canción es blanda. Nuestra vida ha sido muy dura. Ha sido muy perra. Lo sé, nena. Pero, aunque no lo creas, aún queda un rayo de luz. ¿No oyes a Elvis? Un solo beso puede ser un amanecer. Otra moneda en la máquina. “Debe haber un camino ahí fuera, pero hay demasiada confusión” canta JImi. Te esperaré hasta el quinto. Pero ya sé que no vendrás. Hay un rio helado ahí fuera. “Imposible cruzarlo – me dijo el barquero – Otra vida se ha perdido”. He terminado las monedas. He terminado el quinto whiskey. Y nada. Me reuniré contigo en el rio.

    HEY JOE / KNOCKING AT HEAVEN’S DOOR

    ¡Camarero! ¡Camarero! ¡Otro Bourbon! ¿Dónde se habrá metido ese tipo? Seguramente el muy capullo se habrá ido a pegar un baño al pantano. Ojalá se lo coman los cocodrilos. Joder, estoy harto de la humedad de este lugar, de la comida cajun de este tugurio, de sus acordeones, de sus violines y de su mierda de jerga franchute. Tendré que servirme yo mismo. Aquí ya no queda ni el negro del poster. Se ha ido tras Joe – Hey Joe – para preguntarle a donde va con su revólver, pues a donde coño va a ir, hombre, a disparar a su vieja que anda rulando calle arriba calle abajo con otro hombre. Es una pena que se haya ido porque, aunque siempre estaba colgado, era un guitarrista cojonudo. Ahora solo me queda la música del Juke Box. Ahí va, pero si se oye ruido de cascos de caballos. ¿Cuantos jinetes serán? ¿Cinco? ¿Seis? ¿Siete? Pues vaya joda porque solo tengo cinco cartuchos en la escopeta. Claro, será el patrón y sus secuaces. Seguro que vienen muy cabreados. Pues porque haya dejado preñada a su hija tampoco es para ponerse así. Pero, bueno, estos paletos sureños ya se sabe cómo son de rencorosos. En fin, me gastare los últimos veinte centavos en la máquina. A ver que hay… A ver que hay…Hombre… “Knocking at heaven’s door”. Muy apropiada. De palmarla, palmarla con buena música.

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  131. EXULTATE JUBILATE

    “Siempre quise ir a L.A. Dejar un día esta ciudad. Cruzar el mar en tu compañía”. Las nieblas del golfo de Finlandia. Humedad en los huesos. Los inviernos interminables. Escarcha en el alma. Iglesias y catedrales ortodoxas. Las excursiones al lago Peipus. Alexander Nevsky. Los caballeros teutónicos. Demasiada historia. Demasiada liturgia. Como la música de mi abuelo. Así que crucé el mar. Los Ángeles. San Francisco. Verano del amor. Acido. Flores en el pelo. Luminosa primavera. No más Misas. No más Credos. No más De profundis y Stábat Mater. Allí todo era sol, brisa del pacifico y escasa lluvia, siempre purpurea. Las enseñanzas de mi abuelo al piano cuando era niña – sí, el mismo abuelo de los Magníficat y las Passio Domini – me fueron muy útiles. Trabajé como teclista en algunos conciertos de Jefferson Airplane. El guitarrista me tiró los tejos – “Oh mi rusa, estas aún más buena que Grace Slick” – decía. El mismo Jackson Browne, en el backstage, con su carita de buen chico guapo y sus manos largas, también me animaba mucho: “Aunque como teclista tienes un pase, con ese palmito finlandés – siempre me confundían la nacionalidad – deberías dedicarte al cine”. Así que dejé Sausalito y bajé a Hollywood. Recuerdo algunos pequeños papeles como figurante y recuerdo aún más lo pesados que se ponían conmigo el Polansky, el Nicholson, el Warren Beatty y no sé cuántos más. Harta de que mi cuerpo se fuera convirtiendo poco a poco en una especie de cuaderno de invisibles autógrafos táctiles de toda clase de celebrities, decidí sacar provecho de él – el dólar es el dólar – y me metí en la más floreciente de las industrias cinematográficas: el porno. Me da un poco de vergüenza enumerar los títulos de mi abundante hit parade, pero sí que puedo decir que mi cuenta de porno star – Hanna Hotlips – alcanzó cifras estratosféricas. Pero ahí estaban mis orígenes. Y sucedió que, con el paso del tiempo, en los rodajes, entre aquellas palpitantes montañas de carne sudorosa excitadas por toda clase de cremas estimulantes, penes erectos, vaginas chorreantes y riadas de semen, comencé a escuchar, cada vez con más frecuencia, imponiéndose a los profesionales jadeos y gemidos del plató, los “Miserere” o “Lamentate” de mi abuelo y a sentir que toda la lubrica humedad de mi cuerpo mercenario se trasvasaba en forma de lágrimas – una “Lacrimosa”, claro – anegando a mi pobre corazón, hasta entonces empapelado de dólares y seco como una piedra.
    Y me fui. Y lo deje todo. Y Volví a la brisa del Báltico y a las noches blancas del Golfo de Finlandia.
    Allí, en la serena penumbra de la vieja casa, pasé los dedos por las teclas del piano del ausente, y revolví en el mueble – un viejo taquillón para guardar tabaco “a cuyo olor ahora se mezclaba el del incienso”, bromeaba él – en que guardaba las partituras. Encontré una miniatura que se titulaba “Para Anna María”. Oh, el abuelo también componía cosas así. Al extraerla, esta arrastró a otra más voluminosa, que cayó al suelo. Pensando en guardarla, la hojee antes y en una de las ultimas paginas estaba escrito sobre las notas “Aunque lo pierda todo”. ¿Qué querría decir?
    Acudí al cementerio, y, bajo el atardecer boreal, acariciando con las manos el túmulo de tierra que lo cubría – nunca había querido losas de mármol porque adoraba el fértil calor de la tierra – le formulé la pregunta. A través del humus y de las palmas de mis manos pude oír su voz titubeante, tan característica de los hombres sabios: “No importa perderlo todo, porque ese todo no tiene ningún valor. El valor está en otras cosas… tal vez intangibles”
    Ya de noche, volví a casa y allí interpreté con fervor la pequeña miniatura. Y mientras tocaba la alegre melodía, las lágrimas de mis ojos caían haciendo contrapunto sobre las teclas, porque sabía que entre los fuegos fatuos y las lapidas del cementerio el espíritu de mi abuelo bailaba ahora jubiloso a su compás. Porque yo era su pequeña Anna María, porque había vuelto y porque no me importaba perderlo todo.

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