ÁGORA primavera 2022


Abrimos una nueva entrada en este blog para incorporar los relatos que hacemos en nuestro taller de escritura creativa del Ágora con nuestra profe Chus Molina en la primavera del 2022. 
Está demostrado científicamente que por cada relato que colgamos aquí se salva de la extinción una especie de lepidópteros de la selva brasileña y queda libre de covid un área de 500 km2 en el mundo.  Así que: ¡¡ ánimo compañeros y a compartir nuestros relatos!!

39 comentarios:

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  2. UN ASUNTO LEGAL

    Es un asunto legal, nena.
    Tengo una nutrida biblioteca.
    Tengo una abundante colección de discos.
    Tengo una insaciable aunque a veces incomoda adicción a la escritura. Ya sabes, el trabajo de inventar historias y todo eso.
    Y te tengo a ti, nena.
    Y tengo un recipiente lleno de magma en la cabeza complicado de manejar. No es un recipiente de capacidad infinita. Tiene un techo.
    El nivel de ese magma compuesto de literatura, música, imaginación, libido o quizás amor, a veces se aproxima peligrosamente al techo.
    También tengo un bonito elefante de ébano en un anaquel ante los libros.
    Me suena vagamente que según el feng shui estos elefantes deben tener la trompa hacia arriba como señal de buena suerte.
    El mío tiene la trompa caída. Hasta ahora el asunto me traía sin cuidado. Mi receptáculo y su techo son más bien de carácter racionalista.
    Pero, oh cielos, he aquí que el magma de una cuestión legal, un asunto hereditario, una nimiedad de un valor material inversamente proporcional a la mezquindad y estupidez humanas, se ha sumado a los otros, tan placenteros, ejerciendo un empuje tan intolerable sobre la azotea (perdón por el chiste fácil) de mi recipiente, que temo que esta salte en mil pedazos en una especie de desbordamiento.
    Quizá por la presión ejercida sobre su ya resquebrajado techo, este receptáculo parece que ha dejado de ser tan racionalista y desde entonces, comencé a obsesionarme con el condenado elefante y su trompa caída.
    Tanto, que en un arrebato de cólera he quemado al inocente animal, tallado por una laboriosa tribu de bantúes del Golfo de Guinea y que me había costado una pasta, en la chimenea.
    Pero ni con esas. Tienes que disculpar mi temporal impericia amatoria y como decirlo delicadamente, la flacidez de mi libido. Descartada la culpabilidad del elefante, está claro que es culpa mía, del atestado depósito de mi cabeza y de su techo desbordado.
    No es que ahora sea menor tu atractivo sexual ni que yo haya perdido definitivamente mi virilidad. No es un problema sexual.
    Es un maldito asunto legal, nena.

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  3. Pasen y Vean
    A las puertas de una gran carpa, un charlatán vestido de pingüino escupía palabras. Sujetaba con tensión la empuñadura de un látigo, y cada vez que soltaba una palabra lo sacudía, proyectando así su verborrea contra el suelo. Casi todos los que por allí pasaban se quedaban atrapados, enmarañados entre la maleza de su discurso, y enseguida retrocedían, giraban el paso hacia cualquier sitio con tal de huir de aquello siniestro.
    Solo una criatura extrañamente desamparada se atrevió a acercarse a aquel domador que le sonreía, mostrándole una muela como promesa de oro.
    La criatura llevaba ya tiempo contemplándose cada mañana en el reflejo de las charcas, dejándose resbalar por el tobogán de su trompa flácida, caída al suelo. Le pesaba tanto el cerebro, que el simple centelleo de una prótesis dorada, le sirvió de consuelo para querer adentrarse y ponerse a cubierto, bajo un techo seguro.
    Fue dar ese paso, y de pronto la lona enrollada que hacía de puerta se descolgó, y ella se quedó sola, a oscuras, en el centro del recinto. Al momento le descendieron los solemnes barrotes que la cercaron. Ahí sintió la inminente compulsión de salirse de los límites de aquella jaula, y frotó su colmillo todo lo que pudo, sobre la misma roca sobre la que se sustentaba la guarida. Prendió una chispa, luego una llama, y ardió la carpa, hasta abrirse una brecha en el techo por donde se destapaba la trampa. Entró el domador, precipitándose entre cubos de agua, tiró de una polea, luego sujetó un soporte, después agarró una cuerda y lanzó más agua. Pero no pudo hacer nada, las orejas de la criatura ya aleteaban, lista para alzar el vuelo.
    Pero lo que dura el destello de una fantasía, duró el instante para regresar a lo crudo. La criatura cayó en la cuenta de que aquella proeza, con la que habría derribado cualquier muro, quizá no fuera tan real. Pues le seguían llegando ecos de los petardos que emitía el farsante, salpicando su saliva fuera de la carpa, y ella, más que volar, se dormía sepultada bajo un techo falso, aspirando como mucho a convertirse en abono para el campo.

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  4. MANIFIESTO

    Es indudable que la pandemia ha irrumpido en nuestras vidas como un elefante en una cacharrería. Ni un comentario más sobre el asunto porque levantas la tapa del inodoro y te asalta un tertuliano, virólogo, epidemiólogo, inmunólogo y no sé cuántos “ologos” más. Resumiendo que al menos yo estoy hasta la azotea (parece ser que es sinónimo de techo) del asunto. Así que punto y aparte.
    Esto versa tan solo sobre nuestra “fastuosa” aula y la disposición de su mobiliario que parece diseñada por un interiorista sádico. Afortunadamente no escribimos en ella porque las tablillas provistas para la escritura parecen inaccesibles hasta para un miniaturista chino de la dinastía Ming. Y qué decir de las nucas, ah, el encanto de las nucas de los de la fila que tienes delante es impagable: es como si estuvieras en una exposición de Rene Magritte. Menos encantador es el cosquilleo aterrador de la mirada del de atrás que sientes en la tuya perforándote el lóbulo occipital y que mediante intangibles códigos telepáticos te transmite palabras como “bazofia”, “bodrio”, “pestiño” y otros términos así de estimulantes mientras lees tu texto. Temo que a mí me pase esto, por ejemplo, con Gonzalo que al parecer va a ser mi “guardaespaldas” en lo sucesivo. Por no hablar de las torticolis producidas por el afán de comunicarnos con los circunstantes con los ojos que, mascarillas aparte, es lo único que nos queda.
    Y cuando en este lugar “donde toda incomodidad tiene su asiento” que diría el de “El Quijote”, levanto la lista al cielo para consolarme, me encuentro con un techo de escayola. Me gustaría entonces tener un elefante, este amaestrado, no como el de la pandemia, para ordenarle que con su vigorosa trompa lo derribara y me dejara ver el sol, las nubes o la lluvia.
    La única posición ventajosa es la de la profe. Qué bueno, que sí, que faltaría más, que es un privilegio de los domines el controlarnos visualmente a todos, pero no digáis que no da un poco de envidia.
    Así que, queridos condiscípulos, no os pido que paséis a firmar este manifiesto porque soy un fatalista y me gusta aceptar las cosas como son.
    Pero, joder…

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  5. La infelicidad es eso. (Ejercicio Binomio fantástico elefante+techo)
    Siempre me incomodó y me hacía infeliz el ver tatuado al final de la espalda de mi novia, cuando la gimnasia del amor nos llevaba a esas posturas en la que los hombres cambiamos los puntos de fuga de nuestra visión hacia campos de ondulada felicidad, a aquel elefante indio de bellos colores irisados, añiles y dorados, que con aspecto alegre barritaba al aire con la trompa muy enhiesta.
    Descubrí al elefante indio a la semana de conocer a mi novia, y, después de una forzada pausa para coger aire al finalizar su forma salvaje de hacer el amor, le pregunté qué significado tenía y cuándo se lo había tatuado. Solo me contestó a la segunda pregunta.
    -Fue en la India, en mi época de hippie -me dijo-. Y a lo otro no te lo voy a contestar, y si quieres que lo nuestro fluya, no me lo vuelvas a preguntar.
    Puso entonces una mirada de tigresa bengalí, de una inmensa profundidad y misterio que me asustó. Por eso nunca más se lo pregunté en los años que llevamos viviendo juntos.
    Pero no desapareció mi curiosidad. Basta que me contesten a algo que no, para que eso se fije en mi inconsciente como una obsesión. No ayuda mucho a mi sosiego, tampoco, el que yo sea una persona imaginativa. Todo esto hacía que cada vez que se ponía ante mis ojos el elefante me dispersara un poco de la situación placentera en que me encontraba, e imaginara cosas que no ayudaban mucho a mis artes amatorias y además disminuían mi autoestima. Y todo porque imaginaba que aquel elefante era el recuerdo de un antiguo amante de ni novia. Un amante al que suponía, guapo, divertido y conquistador, en una India llena de jóvenes que tocaban el sitar y la guitarra en las comunas. Un amante muy distinto de como soy yo: gordito, aburrido y subinspector de hacienda. La verdad, a veces pensaba que no sabía lo que había visto mi novia en mí.
    Decidí consultarlo con una sexóloga, Loli, amiga de la infancia. Esta me aconsejó que no abandonara esa posición en el coito. Si dejas perder eso, luego vendrá otra cosa, y otra, y tu novia te abandonará- dijo-. Y me dio una estrategia: -Tu intenta no estar mucho en esa postura y mira al techo- concluyó. No me pareció una solución imaginativa, pero la acepté sin contestarle.
    La primera vez que hice el amor después de la consulta, puse en marcha aquella solución que me había dado Loli. Pero mi imaginación me jugó una mala pasada, porque en la mancha de humedad, que tenía en el techo de la habitación, y de la que no me había percatado hasta entonces, pude ver claramente perfilada la figura oscura de un enorme elefante, esta vez africano, barritando.
    Después de esto creo que mi infelicidad no tendrá solución, y además, ahora, tengo que llamar a los pintores. En fin.

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  6. EL RETROCESO DE AMANTE
    Cuando Amante despertó permaneció unos minutos mirando al techo. La gran lámpara con forma de bola blanca del salón todavía estaba encendida, molestándola.
    Dos botellas mediadas, un vaso con los restos de unos hielos derretidos y una caja mal cerrada de orfidales delataban que el sueño no había llegado pronto o que Amante lo había esperado bebiendo.
    Esperar. Desesperar. Debería dar un giro a su vida, retroceder hasta el momento en el que creyó sus palabras.
    Sin levantarse del sofá miró al techo y al enorme globo de luz blanquecina. Unas lágrimas subieron por sus mejillas y le inundaron los ojos. Volvió la luna llena y el olor hipnótico de la flor de loto la sorprendió, multitud de brotes la rodeaban abriéndose para mostrar la belleza de su color y el triunfo de la resistencia. Aspiró con fuerza. Escuchó la jungla. En aquella noche tan luminosa todo se dejaba ver, plantas exóticas de grandes hojas, palmeras, árboles de frutos anaranjados que intentaban ocultar pájaros coloridos y monos trepadores.
    Una figura negra tocaba una flauta y una serpiente rosada trazaba curvas de color en comunión con la música. El elefante estaba oculto tras la vegetación, mirándola.
    Amante lo sabe y lo consiente. Su mano, experimentada en caricias, descansa.
    Amante huele a mujer satisfecha. Siente de nuevo el orgasmo mientras mira al elefante a los ojos.
    Desnuda en el sofá de terciopelo rojo se sentía excitada, bella, seductora. La copa se había acabado por segunda, quizá tercera vez, no lo sabe.
    Engañosas nieblas ocultaban el techo. Habían aparecido poco después de haberse quitado la ropa, cuando la ilusión por el encuentro todavía la agitaba.
    Conversaba con él por teléfono mientras se miraba al espejo, el reflejo devolvía la imagen de las botellas llenas. Sonreían sus ojos mientras los enmarcaba con rímel.
    Sobre el tocador había sonado el teléfono. En la pantalla se anunciaba su nombre. Lo apaga.
    Des-esperar redefinido como revertir la espera. Retroceso.
    Amante abrió los ojos. Techo de yeso blanco. De nuevo en la casilla de salida.


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  7. TOBI

    Tobi siempre se acostaba mirando hacia la puerta de la taberna. Apoyaba su cabeza sobre las patas delanteras, entornaba los ojos y parecía suspirar mientras esperaba a que alguien se asomase para levantarse como un resorte y dar vueltas a la estaca sobre la que se sujetaba la cuerda que lo ataba. Yo disfrutaba acercándome, cuando nadie me veía, al lateral del patio. Sosteniéndome en las punteras conseguía alzarme por encima del muro para llamarlo: !Tobi¡ ven Tobi ven. Rápido, se giraba hacia mí y movía su trasero enérgicamente, tanto que hasta sus orejas temblaban y parecían saludarme.
    El patio era pequeño para él. Junto a un manzano desgarbado, torcido como un viejo que en lugar de apoyarse en un bastón lo hacía en su ramaje mal podado, habían colocado una bañera vieja que llenaban de agua para Tobi. Los muros eran altos pero estaba abierto al cielo. De vez en cuando, de la puerta de la taberna salía algún cliente para ir al aseo, que se encontraba a unos cinco metros a la izquierda, se paraban frente a Tobi y le tiraban algún cacahuete que engullía sin saborear.
    Un día llegó un viajero a la taberna del pueblo. Estaba sediento, a tenor de lo rápido que se mermó su vaso de vino, y enseguida preguntó por dónde se encontraba el aseo. Al salir, su semblante se torció al ver al animal atado. Tras ver la reacción amorosa de Tobi, lejos de sentir miedo se acercó a él hasta que la sombra del animal le cubrió por completo. - !Increíble¡ ¿Qué haces ahí atado? Este patio no es digno de ti, un elefante como tú debería vagar por la sabana. Dijo el hombre abriendo los brazos y señalando el horizonte. Tobi se sentó y ladeó la cabeza arrastrando la trompa por el suelo, parecía no entender nada de lo que oía. - No me mires así y levántate. Dijo el desconocido mientras con suavidad desenterraba la estaca de la tierra húmeda.
    Al levantarse, Tobi estiró su cuerpo, como desperezándose y barritó un trueno que por un momento me hizo perder el pie de apoyo del muro. El hombre agarró la cuerda y dijo: - Sígueme, te enseñaré como disfrutar de tu libertad y sin dudarlo encaró la puerta de la taberna. A cada paso que daba el paquidermo se hacía más y más grande, no recuerdo haberlo visto nunca con ese tamaño. Para cuando llegó a la puerta sus pasos ya eran firmes y decididos. Agachó su cabeza para entrar y su lomo desmontó el marco de la puerta mientras seguía paso a paso. Su piel gruesa comenzó a rasgarse cuando entró en contacto con el techo pero azuzado por la cuerda siguió adelante medio paso más hasta que su cuerpo creciente se aprisionó dentro de aquel bar.
    Escuché a la gente salir gritando por la puerta principal, yo salté el muro y desde el centro del patio llamé al animal: - Ven Tobi, !Ven¡, grité. Sin embargo, su cola no se movió.

    Álex... Disculpad pero no supe comentar con un perfil creado.

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  10. Memorias de un átomo de hierro.

    Permítanme que me presente: soy un átomo de hierro. Sí, un minúsculo átomo de Fe. Tranquilos, no les voy a hablar de mi composición química o de mis propiedades, ¿acaso Uds. cuando se presentan se ponen a hablar de su artrosis o de cuántas cervezas se pueden tomar en una noche? Pues yo también me voy a callar mis interioridades.
    Ruego me disculpen por no poder contarles nada del Big Bang, como dije antes, soy un humilde átomo de hierro, no de magnesio. Únicamente recuerdo salir disparado junto a miles como yo, dispersarnos y volver a juntarnos para luego echar chispas y separarnos otra vez. Como ven, todo muy aburrido. Un auténtico peñazo, si me permiten la expresión. La diversiòn empezó cuando decidimos dejar de pelearnos. Aquello fue vida: ¡qué paz, qué tranquilidad dando vueltas alrededor de los más cañeros, viendo como seguían (y siguen) en sus trifulcas mientras nosotros estábamos tan tranquilos! Hasta que aparecieron Uds, claro. Al principio eran simples simios que golpeaban piedras pero tuvieron que evolucionar. No, no podían estarse quietecitos, tuvieron que descubrirnos. Y empezó nuestro calvario. Primero empezaron a golpearnos, luego aprendieron que si nos calentaban, nos podían dar forma con mayor facilidad y, a partir de ahí, ¡fue un no parar! ¡Recuerdo tantas cosas! Una vez formé parte de una espada. El dolor de forjarme fue horrible, ojalá entonces hubiera anestesias como tienen Uds. ahora para no sentir nada. Pero no había y, siendo realistas, no creo que nunca las haya pues se empeñan en pensar que las cosas no sentimos. No tengo esperanza de que cambien porque no sufren cuando causan dolor a sus iguales. Eso lo vi siendo ese arma con la que uno de los suyos daba sablazos a diestro y siniestro cercenando miembros y matando. Acabada la batalla me afilaba, lo que también era muy molesto. Después me utilizaron para hacer distintos utensilios: una daga, un cuchillo o la degradación absoluta: una cadena. Me alié con un átomo de oxígeno y conseguí que me dejasen en paz unos cientos de años hasta que me metieron en un camión y me llevaron a una fábrica. Y vuelta al calor, a uno horrendo, como en nuestras últimas peleas, convirtiéndome en un tornillo. En esa forma me encuentro ahora, cayendo con alguno de Uds. desde el avión del que formo parte. Porque se han empeñado en vivir como si este planeta no estuviese aún en formaciòn y han llenado de artefactos tierra, mar y aire pensando que sólo otros humanos los podían destruir. No han tenido en cuenta que, por mucho que me hayan mezclado con carbono, sigo siendo hierro y que una mis propiedades con las que no les quise aburrir, es la atracciòn de los rayos. Es mi venganza por tanto dolor sufrido.
    Espero que esto les sirva de lección y, si no me dejan en paz de una vez, al menos me conviertan en un objeto de poco uso, con épocas de descanso, y que saquen de vez en cuando a pasear. Un paraguas, por ejemplo, para que la lluvia fresca alivie mis dolores, que ya tengo unos años. Tengan buen cuidado de no sacarme un dia de tormenta, aunque, pensándolo bien, el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, así que no tengo mucha esperanza.

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  11. Que bueno, Vane!!! Bueno, Bueno, Bueno con mayúsculas! que buena idea. Animo y aunque no vengas sigue regalándonos cosas como esta.

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  12. 1 Anestesia (Pasado) 2 Avión (Presente) 3 Paraguas (Futuro)

    MIEDO A VOLAR

    1-2-3 La habían anestesiado unas horas antes. Ahora viaja dormida plácidamente en la cabina del Jumbo. Junto al equipaje de mano, el imprescindible paraguas que tendrá que utilizar en Londres.
    3-1-2 Pero tan elegante y británico complemento jamás será usado. La gentil deferencia de las enfermeras había sido inútil y poco profesional, porque en lugar de esas minucias deberían haberse preocupado más de ajustar bien la dosis narcótica. Porque ahora, pasado su efecto, se despierta, mira por la ventanilla del avión y, aterrada, ve brillar el mar 10.000 metros más abajo.
    1-3-2 Aquellas estúpidas brujas vestidas de blanco le habían administrado una anestesia de corta duración. ¿Qué hacer? “Tendré que utilizar el paraguas”. “Tengo que salir pitando de esta tumba volante”
    2-1-3 Los asépticos paneles de la cabina se le aparecen como las sedosas paredes del interior de un ataúd, porque desde muy niña padecía de una atroz aerofobia que siempre había combatido con anestésicos. “¿Usaré el paraguas? ¿Resistirá? De todos modos tendré que hacer algo o moriré de terror en este sarcófago para ejecutivos”.
    2-3-1 El majestuoso Leviatán volador continua impasible su tranquila navegación ajeno a la tormenta de pánico desatada en su cerebro. Pero la mano convulsa de la mujer aferrará el paraguas, forzará la apertura de la puerta de emergencia, lo abrirá y se arrojará al vacío no sin antes maldecir a aquellas cotorras con cofia que aturdidas por su propio parloteo le habían administrado aquella mierda de anestesia insuficiente.
    3-2-1 Pero el paraguas quedará hecho añicos azotado por las turbulencias y la pobre infeliz se precipitará en el vacío cayendo como un meteoro y finalmente morirá. Mientras, el gigantesco pajarraco plateado se aleja perdiéndose en el azul. Aquella tarde las enfermeras, tras el trabajo, ante unos martinis del bar del aeropuerto de Nueva York, habían pasado unas horas haciéndose cábalas sobre las extravagancias y manías de aquella famosa mujer a la que, sin saberlo y sin mala intención pero con manifiesta incompetencia, habían acortado el sueño y de forma mucho más tajante, la vida.
    Al día siguiente la prensa de color salmón reseñará la estrepitosa caída en picado de la Walt Disney Company en la bolsa de Wall Street.
    El resto de los medios, conmocionados, destacarán en grandes titulares la desaparición, tras un extrañísimo incidente aéreo, de Mary Poppins y su famoso paraguas en el Atlántico a la altura de las Azores.

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  13. Trinomio fantástico (anestesia pasado+avión presente+paraguas futuro)

    VIDAS EJEMPLARES

    Las turbulencias agitaban el avión con fuerza mientras nos deslizábamos a gran velocidad con vientos de cola entre unas nubes que nos golpeaban queriéndonos derribar.

    Me agarré a los apoyabrazos del Boeing que nos llevaba a Santiago y le dije a mi desconocido y aterrado compañero del asiento contiguo:

    - ¿Sabe? Mi padre siempre me maltrató y abusó de mí, y ahora voy a su entierro… Si llegamos…

    El hombre de mediana edad me miró sorprendido y por un momento abandonó el rictus de terrible miedo que lo acompañaba todo el vuelo para fijarse en mí, una joven veinteañera que lo miraba con cara de preocupación.

    -Perdón, ¿me decía…? -contestó, con un hilo de voz-.

    -Disculpe. Nada…-le dije-. El miedo me hace hablar.... Eso me relaja... Estos bandazos me aterran. Mi padre siempre me decía cuando me pegaba que es la velocidad de la mano la que diferencia una caricia de un golpe, y ahora vamos muy rápido entre las nubes. Será por eso.

    -Lo siento mucho –contestó el señor-. Y, después de un rato en silencio, añadió pensativo: Yo tengo hijos pequeños y creo que eso es lo más horrible que le puede pasar a un niño.

    Su cara denotó tristeza y un interés sacrificado por atender a lo que aquella joven le contaba.

    Entonces le conté mi vida. Le hablé de mi niñez en un hogar desestructurado en aquel pueblo siempre lluvioso y gris en las afueras de Santiago, del alcoholismo de mi madre. De los maltratos de mi padre a las dos, y del pavor que me infundía cuando entraba en casa después de haberse colocado con cocaína en el bar de carretera que había a las afueras del pueblo. También le hablé de mi primera vez con las drogas. Eran, le dije, mi anestesia. Un refugio en el que se ralentizaba mi vida hasta detenerla, pararla, lejos de la velocidad brutal de la mano de mi padre cuando me golpeaba.

    Según le iba hablando, me sentía más relajada, y ayudaba a eso la atención del pasajero.

    Cuando iba a contarle la primera vez que entró mi padre de noche en mi habitación se apagaron las luces de cabina informándonos que ya íbamos a aterrizar, y todo el pasaje nos callamos mientras el avión tomaba tierra minutos después.

    Al despedirnos en el aeropuerto, el viajero me deseó toda la suerte y felicidad del mundo.

    En ese momento pude comprobar, en la puerta de salida del aeropuerto, que llovía a cantaros en Santiago, como había supuesto.

    Y en aquella puerta vi a mi padre, que me esperaba con su enorme paraguas abierto para acompañarme hasta el parking, sonriendo feliz de verme.

    Ya en el coche no pude dejar de sentirme mal por haberle contarle esa historia tan triste y dura a aquel desconocido pasajero al que vi al borde del infarto con el fin de relajarlo, como si yo fuera una Sherezade alada.

    Pero, bueno, yo no era tan mala persona. Gracias a mí, aquel hombre había superado el pánico del vuelo y esta noche se sentiría la mejor persona del mundo mientras les contaba un cuento a sus hijos y los cubría con el edredón antes de darles el beso de buenas noches.

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  14. Una buena historia tiene que ser triste para poder saborearla. Nos empeñamos en convertir cualquier emoción desagradable en silenciosa, en no escucharla para no sentirla, cuando de la tristeza emana una belleza que muy pocos saben disfrutar. Te envuelve en una manta marrón tumbada en el sofá viendo películas donde la protagonista siempre acaba en brazos de su enamorado. La mañana se hace muy larga aunque deseas que dure más para no enfrentarte a la soledad de la tarde. Quieres tirar la última flor porque ya está seca, porque, al igual que tu alegría, no la puedes revivir pero aún no puedes dar ese paso. Conviertes la tarde en ruidosa para que sea muy corta: un programa de cotilleo, una tertulia en la radio, cualquier cosa que te distraiga, que te impida pensar.
    Mal. La tristeza es un manto suave, verde como el campo del que saldrán nuevas flores. Solo hay que esperar a que la tierra, otrora mojada, dé paso a una nueva historia, también triste, para que, en ese tiempo de recuperación, puedas ver todos los matices, todos los momentos vividos, volver a sentir todas las sensaciones que la componen. Cualquier vivencia que desprenda alegría quedará nublada por ese sentimiento y solo se vivirá una vez.

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  15. ARREBATO MÍSTICO

    Pastel, piel, desoxirribonucleico, ñu, húmeda, desierto, chocolate, verbena, selva, convento, llorosa, carcajada

    No pude por menos que prorrumpir en una estrepitosa carcajada cuando Candela, aquella especie de exuberante putón malayo que me había echado por novia, me confesó que su mayor ambición en la vida consistía en retirarse al silencio de un convento. No creáis, esta trascendental confidencia no me la hizo en la intimidad del jergón ni ante uno de los bonitos atardeceres en la escollera del rompeolas en los que compartíamos nuestros besos, salivas, ácidos desoxirribonucleicos y otros fluidos corporales que el pudor impide nombrar. Que va, no sé cómo, sin venir a cuento me disparó tan insólito deseo un amanecer, después de la verbena del barrio, tras una prosaica taza de chocolate con churros. Entonces, como decía, sorprendido mientras devoraba un exquisito pastel por mi propia carcajada rabelesiana, de mi boca se proyectó un pegote de nata justo en la entrepierna de sus ajustadísimos pantalones de piel de leopardo del Serengueti. Se sonrojó muchísimo mirando avergonzada a los circunstantes y tras limpiarse apresuradamente, con mirada furibunda me espetó: “Pero que bestia eres, Paco, te crees un fauno de los bosques de Tracia y en realidad no eres más que un grosero ñu de la sabana africana. Deberías ser un poco más sensible, hombre”. Mientras yo fingiendo contrición me limpiaba la nata de la barbilla, añadió muy seria y al borde del llanto: “Es que ayer estuve leyendo la historia de Santa Sincletica de Alejandría que aislándose en el desierto egipcio alcanzo la plenitud del espíritu y la gracia de Dios” Confundido, no pude evitar echar una mirada desconfiada al camarero pensando: “¿Qué demonios le habrá echado este en el chocolate a mi mujer pantera?” pero me repuse y acariciando su arrebolada mejilla llorosa le susurre al oído: “Venga, mi tigresa, no te pongas así, estas decisiones tan trascendentes hay que meditarlas con mucha calma. Vámonos a casa y después ya veremos”.
    Y allí, en nuestra buhardilla, arrullados por la luz del amanecer derramada sobre los tejados y la selva de las antenas, no sé si por mi novedosa y bestial condición de ñu de la sabana y la suya de anacoreta del desierto, tuvimos la más salvajemente mística, húmeda y placentera sesión de sexo de nuestras pobres vidas.
    Ni que decir tiene que cuando nos desnudamos, lo primero que hice fue cubrir aquel abominable volumen de “Vidas Ejemplares” sobre la mesilla con mis calzoncillos.

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  16. Palabra dulce, palabra suave, muy larga, muy corta, mojada, seca, marrón, ruidosa, verde, silenciosa, triste, alegre
    Tiernas, Seda, Bucaramanga, paz, agua, adusta, mierda, desafinado, selva, hermética, réquiem, fiesta
    EL JEFE

    El jefe es un tipo divertido. Se complace en utilizar un vocabulario inverso. Si habla de fiesta, entendemos funeral.
    “Haya paz”. Cuando el jefe dice eso todos sus sicarios sabemos que correrá la sangre.
    Cuando el jefe manda llamar al “Carnicero de Bucaramanga” sabemos que habrá una boda llena de amor y besos.
    Si obsequia a alguna de sus múltiples amantes con un soneto lleno de tiernas palabras, el cuerpo de la mujer amanecerá en un basurero.
    El jefe es tan divertido que no se limita a la comunicación verbal. Si pone en el HI-FI el Réquiem de Mozart le preparamos una desaforada orgia con montañas de coca y músicos borrachos y desafinados en un escenario digno de El Dorado con indias y negras desnudas.
    Cuando se pone una camisa de seda es para contemplar satisfecho como desollamos vivo a algún confidente de la policía.
    Cuando se retira a su paradisiaca quinta de la selva significa que en las ciudades se desatará un infierno de atentados y bombas.
    Cuando su expresión es adusta los niños de los barrios chabolistas recibirán una avalancha de juguetes, ropas y libros para la escuela.
    Cuando dice “mierda” decide quien vivirá.
    Cuando dice “agua fresca y limpia” decide quien morirá.
    Cuando su expresión es hermética y taciturna los que lo conocemos y obedecemos sabemos que el fondo de su corazón esta exultante, porque sabiéndose un monstruo sanguinario, también sabe que cuando muera, la población de los humildes y desheredados levantará altares en su honor y con su efigie en todas las villas miseria del país.

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  19. LA ESTRAFALARIA HISTORIA DE UN AUTOR PERVERSO Y SU MUSA DESALMADA

    Caramelo caricia electroencefalograma yak orvallo adusta boñiga bullanguera esmeralda sigilosa funeral aleluya

    Aunque en principio esto me había parecido tan fácil como robarle un caramelo a un niño, lo cierto es que ahora me enfrento al papel en blanco absolutamente en blanco. Electroencefalograma plano. Me acaricio la nuca, me acaricio el entrecejo, me acaricio la entrepierna, pero la caricia de la musa no llega. Intento un relato escatológico, un recurso fácil que se me da muy bien, pero esta vez no hay manera. Aunque tal vez un relato de corte orientalista sobre monjes tibetanos capaces de convertir una boñiga de yak en un objeto místico capaz de explicar la levedad, transitoriedad e insustancialidad de la existencia, funcione. Pero la adusta musa, aunque ausente, pero siempre vigilante, me despierta propinándome un papirotazo y me susurra al oído: “¡¡¡Serás gilipollas, demasiadas “edades”!!!” Así que hala, otro folio estrujado a la papelera. Colérico, la mando al carajo y saco la cabeza por la ventana al orvallo de la noche en busca de ideas frescas. No es suficiente. Me desnudo, salgo y me revuelco en el empapado césped esmeralda del jardín. Al otro lado de la calle suena la bullanguera cacofonía de una verbena. Cruzo la calle y me acerco. Las parejas bailan muy pegadas bajo la lluvia. Me excito un poco. Repentinamente, cobro conciencia de mi desnudez cuando un guardia con un leve porrazo “allí”, arruina mi sigilosa erección diciéndome “Lárguese para su casa, tío guarro”. Tras secarme con una toalla, vuelvo a sentarme ante el escritorio como quien asiste a un funeral. ¿Qué hago, que escribo? ¿Me visto y voy a empaparme otra vez a la verbena? No, mejor me tomaré unas birras a ver si sale algo. A la segunda… ¡¡¡Aleluya!!! ¡¡¡Ya lo tengo!!!

    “Aunque de apariencia adusta, sin duda la doctora era una buena mujer, porque tras una caricia le dio un caramelo al niño mientras le hacia el electroencefalograma. Los resultados parecían satisfactorios, así que salieron del hospital a la tarde de orvallo saltando de alegría sobre el húmedo esmeralda de la hierba del parque, entonando una bullanguera retahíla de aleluyas. Ni la madre ni el niño advirtieron la sigilosa presencia de la siniestra y descarnada figura de orbitas vacías que les seguía enfundada en un absurdo abrigo con capucha de piel de yak. Al cabo de dos días tuvo lugar el funeral del pobre Ricardito”.

    “Eres tan inepto como retorcido - se me reaparece la musa - solo sabes escribir historias perversas. Además, so cretino, ¿no ves que has dejado sin utilizar la palabra boñiga?
    “Es que la guardaba para regalártela cuando volvieras, mierda de musa difusa, abstrusa y obtusa” – le respondo provocador, apuntándole con el gollete de la quinta botella de cerveza.

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  20. Efectos secundarios

    Con el ruido del extractor de la campana de la cocina no le oí abrir la puerta. Fue al pasar hacía el comedor cuando le vi en el pasillo, quitándose el abrigo y colgándolo en la percha de la entrada de casa con mucho cuidado para que no le quedaran marcas. Quedé paralizada por el miedo. ¿Quién era aquel hombre?

    Al verme, aquel hombre se me acercó y acariciándome la cara me dijo: “Hoy tenemos que comer pronto. Tengo que volver antes de la cuatro a la oficina, este pedido urgente nos está volviendo locos”. Y añadió: “Estás muy guapa hoy, ¿sabes? “, mientras esbozaba una sonrisa pícara.

    Sin saber muy bien cómo reaccionar, nos sentamos a comer y aprecié lo delicado de sus maneras en la mesa. Sus manos eran finas, y manejaba con soltura y elegancia los cubiertos. No pusimos el televisor durante la comida y hablamos muy pausadamente de la crisis económica y de nuestra familia. “Tenemos que dar gracias” –dijo- “porque no nos va mal a pesar de todo. Nuestros hijos se han independizado, tienen bastante buenos trabajos y van desarrollando sus vidas”. Y al decirlo asomó a sus labios una sonrisa de hombre bueno. Yo también sonreí por aquellas noticias, a pesar de no haber sido nunca madre, y me alegré mucho por aquellos hijos que no tuve.

    Aquel hombre me ayudó a recoger los cubiertos, y mientras yo cargaba el lavaplatos preparó el café colombiano que tanto me gustaba y lo sirvió en la mesita del salón donde nos sentamos a reposar un poco la comida. Su brazo cruzó la distancia entre nuestros sillones y me cogió de la mano antes de quedarse dormido unos breves minutos.

    En este tiempo detenido me acordé de mi verdadero marido, tosco, desabrido, siempre cabreado. ¿En qué parte de Europa se encontraría en aquel horrible camión de transportes internacionales en los que pasaba media vida? Deseé que no volviera y no me sentí culpable.

    Después de tomar el café, aquel hombre se despidió de mí. Me dio un beso en la mejilla y al oído me dijo: -“A las siete te recojo para ir a dar un paseo y a tomar algo. Ahh…”-añadió-“y prepara una cena con velitas para la vuelta, vamos a celebrar que acabaré hoy el dichoso pedido de la oficina”. Y puso una mirada de sátiro cariñoso esta vez.

    Al irse cerró la puerta de la casa suavemente y yo quedé en el pasillo viéndole desaparecer sin entender muy bien que había pasado.

    Fui a la habitación y revisé en mi cómoda aquella ropa íntima insinuante que nunca había apreciado mi marido y que sabía que le gustaría a aquel hombre. También encontré las velitas y fantaseé con la velada romántica prometida.

    Después, para hacer tiempo hasta su vuelta, me senté a ver el mismo dvd que llevaba viendo toda la semana. Y como ya era la hora, me tomé con un vaso de agua la pastilla para mi depresión antes de darle al play de “Los puentes de Madison”.

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  21. Que buen relato, Gonza!!! Con su magnifica referencia cinéfila final. Veo que sigues en plena forma.

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  22. QUE ME LLEVE EL DIABLO

    “Que me lleve el diablo si hoy no soy capaz de escribir algo trascendente. Algo distinto. Que no sea el clásico relato con sorpresa final que provoque asombro o risas fáciles. O con la clásica moralina inductora de emociones baratas. O la más o menos brillante conjunción de adjetivos y metáforas que provocan aplausos rápidamente olvidados. Quisiera escribir un libro del Todo, del Absoluto. Algo definitivo que revele lo más profundo de mi espíritu y me permita compartirlo con los demás. Aunque a veces me pregunto si hay algo realmente profundo dentro de mí aparte de estos fuegos de artificio que he escrito hasta ahora, y no será que realmente no tengo nada que compartir ni que dar. Es un oficio insatisfactorio este de la escritura, al menos para mí. Insatisfactorio y mal pagado. Podría dedicarme a otras actividades más lucrativas, pero siempre he sido un tipo bastante terco y continúo con lo mío, erre que erre. Si algo me provoca un dolor superior a esta impotencia creadora es la vida de estrecheces y penurias a la que mi fiebre literaria está arrastrando a la pobre de mi esposa”
    Estaba desesperado. Hacía tiempo que había vendido el escritorio y la vieja Underwood. Hoy se le habían acabado los cigarrillos, la última botella de vino estaba casi vacía, tenía los pies congelados y el chop-chop de la gota del grifo del lavabo acompasaba el golpeteo de la punta del bolígrafo sobre el papel añadiendo un infinito número de puntos suspensivos al final del relato que sabía eternamente inacabado.
    “Entregaría mi alma al diablo por una obra decisiva que llegara a todas las almas y las aliviara de la zozobra en que vivimos en este perro mundo”
    Entonces el bolígrafo y el cuaderno resbalaron de entre sus dedos cuando de la botella surgió una humareda azul que se materializó en un hermoso ser alado de proporciones perfectas, sonrisa cautivadora, y profunda voz sibilante que le susurró al oído “Ven conmigo, los dos juntos escribiremos el libro que deseas, el libro que lo contiene Todo”. No pudo resistirse. Aceptó. Segundos antes de disolverse con aquel extraño visitante en el interior de la botella pudo reparar, algo inquieto, en el color de sus alas.
    Eran alas negras.
    Cuando su esposa regresó a casa tras gastarse sus últimos centavos en comprarle unos calcetines y vio la butaca vacía, el cuaderno y el bolígrafo en el suelo y percibió el inconfundible vaho con olor a perdición que salía del gollete de la botella, supo que al fin había sucedido. Se había ido. Su expresión favorita era “Que me lleve el diablo”
    Con mano temblorosa leyó el texto del cuaderno. Era muy hermoso. La historia de un marinero del Rin que, seducido por la encantadora sirena Lorelei, se había perdido por ella y con ella en las fosforescentes profundidades del rio. Algunas noches los lugareños de la ribera escuchaban el hermoso canto de los amantes sobre las aguas.
    Entonces supo que no volvería. Se buscó un trabajo como bibliotecaria e invirtió el resto de su vida en devorar libros y más libros, pero jamás encontró uno que lo contuviera Todo. Era evidente que él y el diablo habían fracasado.
    Lástima que el demonio del Absoluto se lo hubiera llevado lejos de la humilde y oscura buhardilla que ellos habían convertido en un luminoso y profundo rio de amor. Porque para ella el Todo, un pequeño pero inmenso Todo, estaba en aquel último canto inacabado del cuaderno que leía con devoción y plenitud todas las noches.
    Porque su nombre era Lorelei.

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  23. DETROIT

    Lo habían malvendido todo. Aun así, no le salían las cuentas. Ni a tiros.
    Entonces clavó su enfebrecida mirada en el viejo revolver depositado en el fondo de la pila del lavabo.
    Detroit era ahora un cementerio. General Motors, Chrysler, Ford, todo se había ido al carajo. Aquellos capitostes hijos de puta alimentaban ahora a las ratas amarillas. Para esto, él casi se había dejado la piel en Vietnam.
    El sueño americano. Vaya mierda. Un sueño de mierda acumulándose en las fábricas cerradas.
    Con el menudeo de droga no sacaba ni para el alquiler de aquel cuchitril. Ni siquiera se atrevía a mirar a la cara famélica de su esposa ni mucho menos a hacerle el amor. Se echó un golletazo de vino de la botella y volvió a mirar el revolver en el lavabo. Haciendo acopio de valor, lo cogió y se metió el cañón en la boca.
    Babeando, lo escondió precipitadamente en el bolsillo trasero del pantalón cuando entró en la pieza su mujer con sus únicos calcetines recién lavados. “Gra… gracias… Querida” acertó a balbucear. Ella, con la seca insensibilidad que otorga la miseria ni siquiera le contestó y se retiró de nuevo a la cocina.
    En esta perra vida siempre hubo y habrá pequeños hechos banales que provocan decisiones trascendentes.
    Los calcetines.
    Se los puso, metió unos trozos de la cubierta del cuaderno en los zapatos para tapar los agujeros de las suelas y se los calzó mascullando “Que cojones suicidarme. Ni de coña” acto seguido salió diciendo “Me voy al banco de la esquina, querida”
    Con el revolver en el bolsillo trasero.
    El presidente había dicho en la tele que en estos momentos de crisis la nación necesitaba emprendedores.

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  24. Teatro no washitsu.

    Teórica testemuña, a tapa da teteira tintinaba inquieta mentres as cortinas, estores transparentes de tul, estiraban trazos tenues no teito do cuarto, e rebotaban na pátina tersa da tina feita dun tonel cortado, toldando o seu contido. Deitado no futón, o tempo era un tránsito tranquilo. Prestaba tornasoles a tarde tórrida ao término da festa, e notas de guitarra, suxeitas á tiranía do traste na tesitura, tecían táctis e tediosas repeticións, como toques tordas en insólitas teclas perturbadoras.

    No exterior, pateando o terreo, o touro adestraba turradas, excitado pola tormenta e alterado polos tronos nun firmamento repleto de estrelas atónitas e lóstregos como torpedos. (Certo é que astro brillante e treboada non teñen sitio simultáneo no relato, mais transíxese, tratándose do libreto...). Outro toro, este de rolete ou corte alimentario, faltaba na lata de atún, e na tona metálica flotaban gotas de aceite, restos dunha doméstica e subreticia intromisión.

    E tras o dintel da porta, mutuamente imputándose do delito, entre bastidores de cartón e en tensa postura de reto, dous tolos samuráis enfrentábanse a morte no tatami, pertrechados de katanas.

    --Terminaches co bonito!
    --Non se te entende
    --Ti a min non me tuteas
    --A ti tutéote, e tanto!
    --Tes que telos!
    --Ten quen ten!
    --Ataca, tanaka!
    --Ataca tu, que te toca a ti!

    Toleren ter eu metido no texto samurái. Termo sustituto que teña T non hai.

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  25. EPITAFIOS

    Y entonces entré en el Café Sociedad.
    Porque fuera hacia mucho frio y la tierra estaba dura y helada y no alcanzaba a comprender el titilante mensaje que me enviaban las estrellas que brillaban allá en lo alto.
    Y dentro había calefacción y un tintineo de cristales, copas, tazas, vasos y cucharillas.
    Pero allí también hacia frio. Y había mucho ruido.
    Y la gente repetía citas de libros. Analizaba situaciones. Hablaba de ideales. Proponía soluciones.
    Intercambiaba regalos vacíos y besos de cartón piedra.
    Enunciaba triunfos que parecían derrotas y fracasos que parecían victorias.
    Y todo era una mezcla de confusiones.
    Ruido de verdades mal formuladas y de mentiras de dialéctica perfecta.
    Lo único real era el tintineo de cristales, copas, tazas, vasos y cucharillas. Y los niños de inmensos ojos atónitos, acurrucados entre las patas de hierro forjado bajo las mesas con tableros de mármol como lapidas en las que todas las palabras, citas, sentencias, ideales, besos, verdades, mentiras, éxitos y fracasos iban quedando grabadas como inacabables epitafios.
    Me sentí tentado de gatear entre aquel bosque de piernas y unirme a aquellos ojos deslumbrados, pero pronto supe que tampoco aquel era mi lugar porque intuí que aquellos niños crecerían y el brillo de sus enormes e inocentes pupilas iría disminuyendo de tamaño hasta convertirse en frías, opacas y cautelosas rendijas como las mías y las de los parroquianos de arriba. Y algún día reptarían sobre sus piernas y ocuparían su lugar para continuar grabando silenciosos epitafios sobre las mesas del Café, como sus extintos mayores.
    Desolado, me acerqué a las ventanas emplomadas y contemplé la fría noche. Un repugnante vaho de palabras vacías empañaba el interior de los cristales mientras una límpida escarcha procedente de la Nada brillaba en su exterior. Y en lo alto centelleaban impasibles las estrellas.
    Mejor morir fuera sobre la tierra helada y bajo el despiadado e impenetrable pero hermoso cielo tachonado de luces que en este aborrecible lugar.
    Eché una última mirada al Café Sociedad. Con el dedo tracé sobre el vaho del cristal de la ventana mi efímero epitafio que nadie leería: un signo indescifrable. Incluso para mí.
    Y entonces salí.

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  26. Electricidad

    (ejercicio: relato basado en la audición de Masquerade de Khachaturian)


    También decidimos encontrar una canción, una música, que nos recordara cuánto nos odiábamos si alguna vez nos llegáramos a odiar. Mi chica, entre risas, estuvo de acuerdo en esa idea original y algo enfermiza -incluso creo que fue idea suya- porque lo creíamos imposible. Éramos muy jóvenes entonces y no temíamos al futuro.

    Había sido fácil señalar la canción que nos recordaría el momento feliz, el efímero y bello instante en que nos encontramos y nos enamoramos en aquella verbena de verano en un pueblo costero, cuando entre nuestras pieles bronceadas saltó una chispa eléctrica al tocarse por primera vez al abrazarnos para bailar muy juntos los cuatro minutos y treinta y tres segundos de Angie. Y fue al ver pasar una estrella fugaz que se moría ardiendo, un poco antes del bello amanecer de San Telmo de aquella noche y mientras nuestros cuerpos jóvenes y bellos se abrazaban desnudos sobre la hierba entre las flores, cuando surgió la idea de encontrar esa música que esperábamos no oír en nuestras vidas. Pero marcar el tema musical de nuestro futuro odio no fue cosa de aquel momento, si no que nos llevó toda una vida de convivencia y desgaste.

    La temida música del fracaso apareció como acompañamiento incidental años después, en nuestra primera discusión seria de pareja. Sonaba en la televisión un vals con timbales guerreros que mostraban el ying y el yang de las relaciones humanas y en el que se imponía un ritmo frenético a unos violines tímidos y dominados por la ira del espacio sonoro. Aquella música perturbadora quedó asociada a esa nuestra primera discusión con insultos mutuos - de la que no recuerdo muy bien los motivos, pero creo que era algo sobre nuestras familias- y que el tiempo, ese gran enemigo cuya flecha todo lo destruye, solo hizo repetirla por cualquier causa, por nimia que fuera.

    Cada vez que dañaba nuestra vida una discusión, anidaba dentro de esta otra y otra hasta el infinito, como perversas muñecas rusas, y siempre oíamos en nuestro interior, ella y yo, la música de aquel vals que aumentaba nuestro resentimiento. Aquella música venía de tierras de violencia, del frio, de la grisura de cielos plomizos y campos yermos, y del odio étnico. Con su engañosa envoltura de vals sonaba a marcha guerrera de un baile en elegantes salones en los que bellas mujeres enardecían a jóvenes soldados antes de que sus espadas abrieran vientres y cortaran cabezas.

    Cuando ayer noche, en este fin de semana veraniego que nos dimos de tregua en un hotel de la costa en la que nos conocimos, y después de hacer el amor con una extraña fiereza de desesperación me dijo entre lágrimas que me dejaba, yo solo asentí sin ganas de luchar.

    Ahora acaba de amanecer, ya hemos cerrado por última vez nuestra común maleta de viaje y vamos a hacer el check-out de nuestras vidas en la recepción del hotel. Y mientras las ruedas de la maleta suenan por el pasillo del hotel como el ataúd de nuestro amor camino al horno de cremación del ascensor, miro su espalda otra vez, bronceada como cuando la conocí muchos años atrás, y me vuelven sentimientos que creía perdidos.

    Al entrar al ascensor nuestras manos se tocan al pulsar a la vez el botón de la recepción y noto el chispazo de su cuerpo cargado por la electricidad estática de la moqueta mientras en el hilo musical suena Angie. Dos pisos más abajo nos miramos a los ojos y veo en los suyos a la joven de la que me enamoré hace muchos años. Pulso entonces el botón de stop del ascensor, y cuando este y el tiempo se detienen volvemos a estar los dos solos entre las jaras y la genista, con nuestros cuerpos desnudos sobre la hierba.

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  27. No soporto que tu olor en mi cama me recuerde que te fuiste.
    Ningún extra de suavizante en las sábanas te esconde, es la manta.
    La manta de terciopelo te retiene me tortura con recuerdos y repaso nuestras noches juntos desde la primera verbena en la que descubrimos la pasión adolescente, a la última en la que solo podía acariciar la madera de tu ataúd.
    Desayuno café con lágrimas y me afano en doblarla habilidosamente para meterla en una bolsa sin que se resista, quizá sea mi inconsciente, pero lo hace.
    Es verano, debo guardarla.
    Tu retrato en la cómoda me habla en silencio, me pide fortaleza, que olvide mis dramas inútiles, que te deje ir. No puedo. No sé.
    Todavía el amanecer conserva color caramelo en el horizonte cuando salgo a buscar un autoservicio de lavado con la puta exigencia ecológica que tanto te hubiese gustado, meto la manta en la lavadora y tras el cristal observo como la espuma del detergente no ahoga tu presencia y me convence de que la muerte no es el final del amor.


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  28. _La muerte no es el final del amor me dijo el gato mirándome a los ojos, mirándome fijamente sin parpadear ni mover un músculo. El contacto visual me transmitía con claridad sus pensamientos en un flujo de comunicación indestructible. Conozco todos sus códigos. La ternura, la necesidad, el desafío. El lenguaje felino es complejo y sutil pero conozco todos sus secretos, son ya muchas vidas…
    Verso es un hermoso gato negro con calcetines blancos. Lo conocí un día de verano en el cuidado jardín de una casa soleada. El dueño de la casa era poeta, pero Verso no tenía dueño.
    No le importó la falta de alimento, la ausencia de caricias y poemas, no caminar sobre las suaves teclas del piano componiendo arpegios irrepetibles, no echó de menos su camita de rico ni la rama de su árbol favorito, aquel verano Verso solo me quería a mí.
    Era un querer de capricho, un querer de tener, no un querer de cariño, Verso no conocía el desengaño, tampoco conoció el amor del que me hablaba, … la verdad es que nunca quiero verbalizar es que era yo quien le hablaba de amor y ¿quién le manda a una gata callejera enamorarse?
    Al final de aquel verano se fue y creí morir. Y morí de amor. Después de la muerte por amor comienza otra vida, en los gatos algunos dicen siete, otros dicen nueve, eso da igual…
    Al verano siguiente regresó a mí, y me engañé pensando que si volvía a la estrechez de las calles era por un sentimiento que en algo debía parecerse al mío y le rogué “si te vas, me muero”. Se fue. Y morí de amor. Y las vidas se escaparon esperando veranos.
    Ahora estoy cansada de esperar. Se acerca otro invierno y mi tono cambia de súplica a advertencia. Y Verso me mira a los ojos y se atreve a querer explicarme que la muerte no es el final del amor a modo de consuelo. Se me antoja que sus patas blancas traen ya la frialdad de la nieve. La supervivencia es muy dura en la calle. Era mi última vida, tuve que matarlo.
    _¿Y el amor, mamá?

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  29. Sentencia
    Héctor siempre controlaba la situación, no se rendía, entre presunciones, cálculos e hipótesis procuraba diagnósticos y aplicaba estrictas metodologías científicas de ensayo y error para descartar razonadamente las posibilidades. Héctor era consciente de la irreversible degradación de la casa pero desconocía las causas que desencadenaron aquella ruina. Arquitecto de formación, Héctor había comprobado el estado de la construcción y no había encontrado nada significativo salvo la excesiva antigüedad. Los elementos estructurales como pilares y viguetas apenas presentaban fisuras o grietas. No supo determinar si la afectación se había originado en su planta, en el sótano o en el tejado, no aparecieron deformaciones en los muros ni en revestimientos, ni por asentamiento ni por otras causas, no había filtraciones. Nada parecía explicar la causa de la patología del edificio pero Héctor intuía que ninguna intervención de apuntalamiento ni reparación podía evitar el inminente colapso, aun así, renunciaba a abandonar el edificio enfermo sin poder al menos encontrar una explicación.
    Su familia y sus vecinos se habían ido, él mismo lo había aconsejado en el momento en que las ventanas se volvieron ciegas, atribuyéndose funciones de capitán a bordo se aplicó la norma no escrita de no abandonar la nave, él había construido aquella casa.
    Aquel día todo cambió, las ventanas se negaron a abrirse y a cerrarse, a dejar pasar la luz, el aire fresco a dejar ver a través de los cristales ni a dejar oír la monotonía sonora de los coches de la ciudad. En el interior del edificio no habría ya ni día ni noche, solo tiempo uniforme. Héctor casi obligó al desalojo antes de que las puertas lo evitasen. Para que las ventanas opresoras no lo agobiaran, recebó con cemento y para que su propia imagen no lo asustase quitó los espejos y continuó el estudio de los parámetros ahora arriba y luego abajo. Cuando le parecía que debía tomar un descanso bebía un trago para convocar al sueño, cuando despertaba la casa era más pequeña, tras la puerta de su piso había menos escaleras, menos arriba y menos abajo, en poco tiempo su piso estaba al nivel del portal. Siempre que fue a comprobar si la puerta de la calle se abría, lo conseguía, tomaba los alimentos que le dejaban allí sus desconcertados vecinos pero no la cruzaba porque quería entender, debía entender que estaba pasando.
    Cuando desapareció el portal y la puerta de su vivienda no se abrió, calculó que tenía comida para dos o tres días y que el whisky no llegaría a la noche ¿La noche? Rehízo con claridad el cálculo, la noche llegaría cuando acabase la botella. Recebó la puerta del cuarto donde decidió permanecer con cemento gris para olvidar que ya no le traerían más bebida. Cuaderno en mano comprobó que sus apuntes y números le parecían tan ajenos como inútiles, todos los parámetros indicaban que aquella noche se acabaría el whisky y desaparecería la casa. Arrancó las hojas y comenzó a escribir una nota de despedida: “hoy es el último día de mi vida, no me queda nada, no hay salida, me he condenado a la soledad trago a trago, voy a matar al bastardo que llevo dentro”.

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  30. Aquella noche de miércoles llovía con fuerza, llevaba haciéndolo varios días seguidos pero aquella noche todas las previsiones se quedaron cortas. En el pueblo nadie imaginaba una catástrofe de tal envergadura. Los ríos y arroyos habían sido siempre inofensivos, apenas una capilaridad acuífera que aportaba la fertilidad justa a los campos si es que no se evaporaban derrotados por el sol y se quedaban secos, ese día la crecida los convirtió en monstruos que vomitaban violentamente agua, lodo y sangre.
    Todo ocurrió en segundos. El desastre llegó de pronto sin dar tiempo a que el miedo inventara escudos de protección. La riada entró en las viviendas, y por puertas y ventanas el agua sacaba muebles y enseres, electrodomésticos que se incrustaban violentamente contra otras viviendas. Se derrumbaban los tabiques y los vehículos aparcados en la calle se empotraban contra las casas.
    Yo estaba en la cuna durmiendo, quizá soñaba con biberones porque durante unos instantes vi flotando mi biberón vacío en el agua que anegaba mi cuarto. La fuerza del viento o algún objeto errante rompió los cristales, el agua comenzó a salir porque ya rebasaba el nivel de la ventana y la botellita se fue navegando calle abajo, en ese mismo segundo eterno mi madre me tomó en sus brazos y corrió escaleras arriba mientras mi padre intentaba, con mi hermano colgado del cuello y mi abuela cogida de su poderoso brazo, subir a la misma velocidad. Cuando estuvimos en la terraza, bajo el tejado, bajó de nuevo a por el abuelo que permanecía encamado desde que un ictus ruin lo dejó a medio camino entre la vida y el Señor de su fe. Esta vez el agua lo llevó por el buen camino porque papá volvió solo.
    El ruido de la destrucción nos impedía escuchar las sirenas de los equipos de emergencias pero no dudamos de que estaban sonando.
    Llegó el alba y un espectáculo impresionante nos rodeaba. Náufragos en islas de tejas naranjas con chimeneas y antenas rotas. Para algunos vecinos la primera imagen fue un cadáver flotando y ese rescate se volvía tan importante y apresurado como el de un vivo.
    Mis padres niegan que yo pueda recordar nada porque era un bebé, ni que hubiera visto nada ya que la oscuridad era total por la interrupción evidente del suministro eléctrico, que será de tantas veces que se lo he oído contar que mantengo en mi memoria las imágenes intactas, que piensen lo que quieran, yo he visto como el zorro se negaba a subirse en el Arca de Noé antes del Diluvio.

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  31. Ejercicio: Cuento con una carnicería

    Comunión

    Nos dimos cuenta de que nuestra supervivencia como especie peligraba cuando la cosa ya estaba muy jodida. Había que soltar lastre para intentar salvar al planeta, y para conservar el medioambiente teníamos que eliminar los más de mil millones de vacas que emitían pedos con gases de efecto invernadero y consumían mucha agua. También teníamos que prescindir de los mas de mil millones de ovejas, de los mil millones de cerdos y los veinticinco mil millones de gallinas que contaminaban los recursos hídricos con sus purines. Triste sino el de estos mamíferos y aves que triunfaron en la multiplicación de su ADN a costa de una vida infernal en granjas cárnicas. Los escasos tres mil tigres que había no representaban, en cambio, una amenaza para el planeta.

    Los gobiernos de la ONU acordaron entonces eliminar los hábitos de consumo de carne de la población desde niños, porque a los viejos era más difícil de convencerlos de prescindir de un buen chuletón al punto.

    En todas las plataformas de streaming se programaron series y películas de animales que eran maltratados; la película Bamby se pasaba todos los días en horario infantil y se pusieron fotos de esta película, así como de macro-granjas, en todas las carnicerías con el maltrato animal que estas mostraban.

    Fue fácil que las nuevas generaciones se hicieran vegetarianas y se llegara incluso a eliminar el aceite de palma y los aguacates por su elevado consumo de agua. Todas las carnicerías se cerraron y pensamos que habíamos logrado nuestro objetivo.

    Pero no fue suficiente. El planeta no soportaba la carga de la población humana y teníamos que ser menos. Además no se producían suficientes alimentos para todos. Por eso se volvieron a abrir las carnicerías. Pero esta vez no era para consumir animales si no para consumirnos a nosotros mismos. No resultó difícil, aunque pudiera parecer increíble, que aparecieran voluntarios que se ofrecían para ser sacrificados y comidos en bien de la humanidad. Bien es cierto que las ayudas económicas estatales para sus herederos eran muy importantes. Un adulto inmolado dándonos su cuerpo y su sangre garantizaba el futuro de sus hijos, y esto no era cosa sencilla en estos tiempos aciagos.

    Así empezamos a ver que desaparecían vecinos de escalera a la vez que aparecían chuletas y jamones en las carnicerías del barrio. Carnicerías en las que se quitaron los carteles de Bamby y demás, y se decoraron con un ambiente chill out, eliminando las trabas psicológicas para comer carne.

    Volvimos entonces a saborear un buen chuletón nosotros, los privilegiados que no teníamos hijos y dábamos ya de por sí un respiro al planeta.

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  32. Absoluto/a – Bolígrafo – Bajaba (1ª o 3ª persona del singular) – Ensombrecido/a – Carpintero/a – peinarse (infinitivo) – Sin embargo – Senegal - ¡Vaya! – Cubo – No se sentó – Caramelo – Que – Demente

    MR. EDGAR

    ¿Cómo describir el absoluto con una simple hoja de papel y un bolígrafo? Su ánimo subía luminoso y bajaba ensombrecido de manera vertiginosa como el yo-yo de un niño. Si al menos fuese un carpintero podría devastar furiosamente la madera cepillándola, hasta hallar la veta recóndita del sentido de la vida. Comenzó a peinarse nerviosamente el cabello con los dedos como si deseara hallar bajo la cúpula craneana el núcleo recóndito de su cerebro o de su alma. Sin embargo, la idea, la sublime idea que ansiaba expresar le parecía tan lejana como las remotas fuentes del Senegal. “¡Vaya, vaya! ¡Vaya escritor de mierda, filósofo de pacotilla estas hecho!”. Gruñó levantándose del escritorio, y tomando el cubo de Rubik de un estante comenzó a manipularlo paseando nerviosamente por la habitación. Ya no se sentó. Al rato, estrelló aquel trasto contra la pared y sus piezas multicolores quedaron esparcidas por el suelo como los dientes de Berenice. “Fácil como quitarle un caramelo a un niño, decías, estúpido arrogante, menospreciando la buena literatura” gimió arrojándose por la ventana del último piso de la Casa Usher. Objetarás lector, que en tiempo de Poe no existían ni bolígrafos ni yo-yos ni mucho menos cubos de Rubik, pero ten en cuenta que el autor tiene una mente algo… como diría… ejem… demente.

    HERR WOLFGANG

    Era un absoluto negado para las cuentas. Su mujer bromeaba diciendo que debería usar para hacerlas un bolígrafo rojo, porque siempre le salían deficitarias, entonces su moral se desplomaba y bajaba a los estratos más profundos de la litosfera. Ciertamente, era una lástima que el genio inconmensurable de su trabajo quedase ensombrecido por su ineptitud para los asuntos económicos. Intuía que ya algún anónimo carpintero estaba claveteando el tosco ataúd de pino en el que le llevarían a una alguna misérrima fosa común. Olvidando las cuentas, comenzó a peinarse la peluca porque tenía una cita con el emperador para presentarle “La flauta mágica”. Sin embargo, la imagen del basto ataúd de pino y la fosa común no le abandonaba. Se levantó y pasó los dedos por la suave tapa del clavecín: palo de rosa del Senegal. “¡Vaya! ¡Qué diferencia! Tosco y nudoso pino, mis cuentas. Exquisito palo de rosa, mi música. En realidad, me gusta la paradoja”. El cubo de los desperdicios; que jamás había acogido una partitura, recibió agradecido el gurruño de papel de las cuentas. No se sentó de nuevo ante el secreter, sino que, tomando un dulce caramelo, otra paradoja, se sentó ante el palo de rosa del clavecín y continúo trabajando en el Réquiem, la más sublime de sus obras. ¡Qué coño le importaba donde lo enterraran!
    Para terminar, pongamos un pentagrama, una pluma y un tintero en lugar del demente y aborrecible bolígrafo de los números rojos que siempre acosan a los verdaderos artistas.

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  33. MR. CHARLES

    Solo podía escribir así: colocado. En absoluto podía hacerlo de otra manera, sin lo que él llamaba “heavy fuel”, ya fuera vino, cerveza, ginebra o bourbon, el bolígrafo se negaba a escribir cosas más o menos coherentes sobre el papel. Entonces, con su agilidad de viejo cartero bajaba a la licorería de la esquina y se gastaba unos pocos dólares en inspiración de 40 grados. A la vuelta, desde el catre en el rincón ensombrecido del cuarto lo contemplaba, con mirada irónica, Sara. ¡Qué buena estaba en su desnudez! No le sobraba ni faltaba nada. Bueno, si … a veces quisiera ser carpintero para afinarle con una escofina los tobillos, quizá algo amazacotados, pero todo lo demás era una gloriosa sinfonía de volúmenes. Ella comenzó a peinarse haciendo oscilar provocativamente los esplendidos senos. Sin embargo, él ya estaba lejos, tan lejos de aquel cuartucho de Los Ángeles como podría estarlo del Senegal, porque tras el primer trago ya se le había ocurrido una nueva historia que agregar a su novela. Pero ¡Vaya! Sara era mucha Sara y en él la realidad carnal se imponía siempre a la fría literatura. Así que echó un cubo de hielo en un vaso del mugriento fregadero, lo llenó de bourbon hasta el borde, y contra su costumbre no se sentó ante el escritorio con él, sino que lo puso en el suelo al lado del catre, y desnudándose, se zambulló en aquel tibio y palpitante caramelo de carne con aroma a fresa salvaje, que ni en aras de la visita de una incorpórea y frígida musa podía rechazar. Sería un verdadero demente si lo hiciera. Al fin y al cabo, sus próximas obras se titularían “Escritos de un viejo indecente” y “Mujeres”.

    MR. ZIMMERMAN
    No se sentía cómodo en absoluto en la granja de Maggie. Y menos cuando tenía que recurrir al bolígrafo para escribir "Blowin’ in the wind". Estaba acostumbrado a su vieja Remington. A veces bajaba haciendo equilibrios con una taza de café hasta el valle y en el ensombrecido bosquecillo de arces del fondo, como un experimentado leñador o carpintero seleccionando uno, golpeaba con los nudillos la corteza mientras dejaba peinarse sus revueltos cabellos con la deliciosa brisilla entre las ramas. Sin embargo, aquel rincón de los Apalaches le parecía tan lejano de su Greenwich Village como el Senegal… ¡Vaya! ¡Ahora comenzaba a llover! Ascendió la ladera al trote. Jadeando llegó a la granja y tomando un cubo lo sacó afuera para recoger el agua de la lluvia. No se sentó en el porche a esperar que se llenara, sino que bailó alrededor dejando que aquel tibio diluvio le calara hasta los huesos. Luego entró a su cuarto y tomando un extraño caramelo lisérgico de aquellos que transformaban la lluvia en un hermoso cortinaje de colores, comenzó a componer ante la ventana "A hard rain's a-gonna fall". Sabía que algunos la considerarían una obra propia de un visionario, un catastrofista o un demente lector de textos bíblicos. Allá ellos. Para él era algo muy real.

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  34. LA SOMBRA

    Tomé una botella de vino y salí al jardín para celebrar una pequeña fiesta. En el claro de luna mi corazón danzaba alegremente. Mi sombra me seguía, jubilosa. "Iremos bajo aquel árbol - le dije - no quiero robar contigo a la hierba ni un centímetro de esta hermosa marea de plata". No me respondió, las sombras son así. Me senté bajo la oscura frondosidad del follaje. Allí no era su hábitat natural y no quiso acompañarme, aunque yo sabía que estaba conmigo. "A tu salud" dije disponiéndome a descorchar la botella. Pero entonces vi otra sombra entre las de las ramas: la de un hombre ahorcado. Tiré la botella bajo el árbol y yo y mi sombra huimos despavoridos a la luz de la luna, de vuelta a casa. La abandoné cuando llegamos, porque no encendí la luz eléctrica. No quería ver más sombras. Sabía que todas, la mía, la del hombre ahorcado, la que proyectaban los fuegos fatuos de los muertos de esta última guerra y hasta la de los desalmados que la provocaban, eran iguales, originadas por los mismos viejos astros. Sólo así podría conciliar el sueño. Sin que me perturbaran las sombras.

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  35. EPOPEYA PRIAPICA (Parte 1)

    Pilipos Papadopoulos padecía un pertinaz priapismo. Para ponerlo en palabras populares, apuntemos que permanecía permanentemente empalmado. Esto, que podría ser positivo para su prestigio y su caché si fuese intérprete de películas pornográficas, propiciando con las prodigiosas prestaciones de su pene una prolija participación como profesional en pecaminosas y explicitas producciones cinematográficas empapadas en copiosas tempestades de esperma, implicaba, sin embargo, un penoso hándicap para su prometedor periplo como diplomático. Porque Pilipos, vástago prominente de una rancia estirpe de patricios del Peloponeso, había optado por la carrera diplomática.
    La primera señal de peligro la experimentó durante una recepción en Teherán, en la que se presentaba el proyecto para la reconstrucción del pretérito y milenario palacio imperial de Persépolis, cuando enmarcada bajo el delator triangulo de la perfecta botonadura inferior de su diplomático chaqué de alpaca, apareció aquella inoportuna e imperturbable protuberancia tensando la pretina de su impecable pantalón de rayas. Mientras apretaba protocolariamente la mano del Sha de los persas comprimiendo las posaderas y pugnando por proyectarlas hacia atrás en un ímprobo e inútil esfuerzo por ocultar la improcedente y espartana pujanza pétrea que crecía imperturbable en su entrepierna, percibía como a través de sus paleolíticos impertinentes, las pupilas de las viejas y apergaminadas princesas y comadres de la corte se posaban impúdicamente en aquel pináculo que prosperaba imparable bajo el percal del pantalón, cuya imponente y perfecta arquitectura probablemente las muy putas percibían más apasionante que las enhiestas piedras del peristilo del Partenón.
    Aquello tan solo fue el principio de su largo purgatorio paseando penosamente a aquel porfiado, impenitente y aparentemente irreductible apéndice a lo largo de palacios presidenciales, esplendorosas cancillerías y pomposas legaciones y consulados, siempre con el culo púdicamente retraído como si padeciese una patología en la parte inferior de la espalda. Tras probar con consultas a prolijos psicólogos, prestigiosos especialistas expertos en perturbaciones de la próstata y prescripciones de trapaceros homeópatas que le proponían cataplasmas de compuestos de bromuros y papaverinas, emplastos de papilionáceas, y toda la parafernalia típica de toda esta clase de impostores, pícaros y petardistas, tuvo que confesarse impotente (aquí, risas) en su lucha contra aquel empecinado e implacable enemigo que portaba en la entrepierna.
    En el pub y en los pasillos del ministerio percibía subrepticias y pérfidas risitas y cuchufletas. Cuando supo por ciertas lenguas viperinas que sus superiores habían agregado, con chusca perfidia, al ilustre apellido Papadopoulos el insoportable apodo de “Prepucius Empinatos”, presentó su inapelable dimisión como miembro (mas risas) del Cuerpo Diplomático.

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  36. EPOPEYA PRIAPICA (Parte 2)

    Pues bueno, pensó propinándose pequeñas y cariñosas palmaditas en el pujante Olimpo de su entrepierna, “Como diría Parménides: si no puedes imponerte al enemigo, empatiza con él y sácale partido aprovechándote de su ímpetu”
    Y se dedicó al Porno. Eso sí, respetuoso con la vetusta prosapia peloponesica de su estirpe, solo participaba en películas del pujante genero péplum-porno de la época. Películas guarras sí, pero péplum: con espadas, epopeya, emperadores, épica, y cuerpos olímpicos, sobre todo libidinosos e impúdicos cuerpos olímpicos.
    Entre otros papeles plenos de procacidades, el público aplaudió apoteósicamente su participación en una versión puerca de las guerras médicas en la que protagonizaba a un superdotado hoplita espartano, que tras doblegar al imponente ejército imperial persa en el paso de las Termopilas, acababa, tras una galopante copula, preñando a la opulenta Damaspia, impenitente putón mesopotámico y esposa del prepotente emperador Artajerjes.
    Tan impepinable proeza épica y sicalíptica le proporcionó entre el populacho un prestigio y una popularidad, no solo sexual sino principalmente patriótica, como la que jamás habría podido soñar tras la práctica de una impecable e impoluta, pero flácida, carrera diplomática.

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  37. EL MORLOC
    (Relato sin la “a”)
    1ª Parte
    Llevo dos noches recluido en este oscuro cubículo. No recuerdo con lucidez por qué estoy en él, pero lo cierto es que en este infecto cuchitril me encuentro muy incómodo. Pero mucho peor es el oscuro, inhóspito y tenebroso horror exterior que envuelve este dudoso refugio en el que sé que moriré. En fin, tendré que verlo como otro de los infinitos quiebros del destino. Que lejos me siento en este momento de mi coqueto piso de incorregible soltero en mi remoto y viejo Toronto. Con miles de kilómetros de por medio, en él duermen cubriéndose de polvo y muriendo en doloroso silencio, mis viejos discos de Duke Ellington, Thelonious Monk, Miles, Beethoven, Purcell… y qué decir de los viejos volúmenes de Stevenson, London, Poe y muchos otros cómplices de infinitos y gozosos sueños diurnos, con el indefenso y hermoso contenido de sus excelsos y poéticos textos engullidos por ese inflexible y mezquino roedor que es el mohoso discurrir del tiempo.
    Todo comenzó con un festín en un turbio y oscuro figón de Toronto con mis compinches, por no decir cómplices en excesivos y viciosos convites, en el que corrieron con profusión el vino, el bourbon y el opio. Sucedió que, en el cenit de nuestros delirios etílicos, yo, pletórico de opio y de vino, preso de un furor demente, empuñé un enorme tenedor trinchero, me incorporé sobre los restos de huesos y otros desechos de pucheros, potes y peroles y grité: “¿Quién de vosotros tiene los suficientes cojones con los que embestir y vencer un oso grizzly solo con este ridículo trinchero como instrumento ofensivo? Yo, por Belcebú, os juro que sí”.
    Como es lógico, ese excéntrico e imprudente reto no quedó impune. Mis compinches, incrédulos, me ofendieron con estruendosos silbidos reflejo de su escepticismo burlón, y como soy hombre con profundo sentido del honor, sobre todo si estoy ebrio, me encuentro hoy perdido en este siniestro bosque del Yukón, tullido y estremecido por el terror dentro de este tenebroso reducto cuyo origen desconozco.
    Solo me sostiene el estúpido orgullo de sentir que lo hice. Si, lo hice, liquidé un grizzly, pero después de rendir un excesivo precio: porque, sí, conseguí hundir el mortífero trinchero en el cuello del enorme oso y después en su ojo izquierdo, removiéndolo en un furioso y enérgico intento de herir su obtuso cerebro, pero en el ínterin, este me devoró un pie, siete dedos y el pómulo y el ojo izquierdo. Por ende, el muslo y el hombro derechos son un confuso soufflé de nervios, músculos, tendones y huesos rotos. Pero lo terrorífico es que en este momento sé que los enormes osos no son, ni mucho menos, los peores enemigos del hombre en estos siniestros bosques.

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  38. EL MORLOC
    (Relato sin la “a”)
    2ª Parte
    Recuerdo que en el tiempo en que llegué, me mofé e hice oídos sordos, riéndome de los medrosos mitos de tiempos primigenios de los indios sobre el Morloc del Bosque: “Gilipolleces de estos semihombres primitivos” pensé. Pero hoy lo sé… sí lo sé. Sé que el horror del Morloc es horriblemente cierto e indiscutible. Porque después de que recobré el conocimiento, pírrico vencedor de mi feroz duelo con el oso, toqué su hirsuto pelo gris gruñendo: “Te tengo muerto y bien muerto, mi viejo y noble enemigo”. Luego, con un gesto de triunfo escudriñe con mi único ojo el umbrío verdor del bosque sobre mí. Pero el cruel y retorcido júbilo por mi cruento éxito se esfumó en cuestión de breves segundos, porque un leve y frio murmullo procedente del oscuro culmen verde del bosque, pronunció con perverso siseo mi nombre que mecido por no sé qué oscuro y gélido céfiro resonó ominoso en lo profundo de mi cerebro. Entonces, sucedió que, desde el sombrío verde gimiente por el oso muerto por mí, odioso intruso en su silencioso templo de noches, miles, millones de ojos puestos sobre los míos, cubriéndome con un infinito y frio odio viscoso, me hicieron estremecer preso de un loco delirio de terror que me hizo huir retorciéndome frenético sobre los restos de mi cuerpo tullido. Y huyendo, me precipité en el interior de este siniestro encierro en el que estoy siendo digerido por el Morloc.
    Si digerido, como lo oís, porque lo que en principio creí un refugio seguro lejos del horror del bosque resultó ser el vientre del mismo Morloc y lo que creí ser el viscoso y húmedo suelo de un mísero cobertizo son sus jugos digestivos disolviendo en un lento pero ineludible proceso nutritivo todos los miembros de mi cuerpo indefenso. Porque, oh cielos, por fin lo comprendí, el Morloc de los mitos del Yukón lo es todo: el bosque, los osos, el verde umbrío, sus ojos, los indios, lo oscuro, mi propio ojo y mis miembros perdidos y muy pronto lo seré yo entero. En mi delirio seminconsciente percibo que en este momento solo subsiste de su perenne proceso digestivo el extremo superior de mi cuerpo, el torso desde el esternón, los restos del rostro y el cerebro. Un sonido estridente, como un estruendoso eructo que conmueve los estrechos y móviles límites de mi lóbrego encierro me sugiere el término del proceso digestivo del monstruo. Espero que el trinchero, que conservé desde el principio fuertemente sujeto entre los pocos dientes que sobrevivieron después del feroz encuentro con el oso, le resulte terriblemente indigesto al hijoputa* del Morloc

    *Ya sé que hay dos “aes” pero es que el Morloc las merece.

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